Yulieth Mora G.

10 AÑOS DE POLÍTICA PÚBLICA LGBTI EN BOGOTÁ

Machorra

"No grito con frecuencia pero sí lo hago que escuche el mundo, que la ciudad se pare. Porque si tengo rabia sé que tengo derecho a gritar y a que me escuchen": un cuento de Yulieth Mora para 'Diez'.

Yulieth Mora G.
20 de febrero de 2018

“Cejas negras, gruesas, la mirada del que exige una respuesta. Mi voz como una nota grave y sostenida de piano. Mi boca grande, mis labios pronunciados que no se arrugan ante el peligro. Mi cuello ancho sin manzana. Manos grandes, uñas cortas, dos puños del tamaño de mi corazón. A veces un reloj de pulso grande. No uso cosas pequeñas, ni ropa delgada. Talla cuarenta de zapatos. No cruzo la pierna, no me guardo nada. Pongo el tobillo izquierdo sobre la rodilla contraria y me echo para atrás sobre una espalda que resiste ante la carga impuesta, pero que nunca se acostumbra. Cadera ancha. “Buen culo”, dicen.

Muevo las manos para que me entiendan. Uso palabras que me encuentro en libros. Digo “no sé” si no sé. Digo “ya sé” si ya sabía. Me levanto de la silla si la conversación no está a mi altura. Escupo groserías. Cuando tengo miedo reacciono a la ofensiva. A la gente la trato por su nombre. Me río cuando el chiste lo amerita y critico el humor falso. No grito con frecuencia pero sí lo hago que escuche el mundo, que la ciudad se pare. Porque si tengo rabia sé que tengo derecho a gritar y a que me escuchen.

Guardo mis manos en los bolsillos. No uso bolsos, ni faldas, ni anticonceptivos. No digo “lo siento” si no lo siento. Cancelo citas. No me pinto las uñas de ningún color. No me aplico cremas, me las unto sobre mi piel gruesa y tostada, no me trato con delicadeza, pero me gustan los perfumes. Me miro en el espejo, me sonrío. Lanzo las palmas sobre mis mejillas para salpicarme agua y no me importa que se me corra el maquillaje, porque nada delinea lo que soy, porque no hay base para lo de adentro y los polvos no son aditamento.

Le digo a una persona: “tú me gustas”. Y ella verá si quiere escuchar, si escucha la beso en la mitad de la calle. Y no me fijo si está llena de niños, si los conductores pitan. No me fijo si es en el Parque de la 93 o el de La Mariposa. Ni si es de noche o si son las diez de la mañana. No sirvo para que me duela lo que me causa placer. No camino rápido si voy a entrar al motel. Tengo brazos largos. Mido un metro con sesenta y siete. A ella le paso mi brazo, por detrás, cuando hace frío. Y miro de frente a los ojos al que me pregunta por qué hago lo que hago.

A veces tengo el ceño fruncido porque no falta el canje en el banco de los días malos. Los fines de semana me pongo la gorra para atrás y camisetas rosadas, negras, blancas, una lycra si voy a ciclovía. Me pongo guantes, gafas transparentes, nunca se me olvida el casco, me subo a la bicicleta y le echo la madre al conductor que me arrincona, al pendejo que se salta el pare.

En las tardes me siento a leer lo que se cruce y muchas veces se cruzan Alejandra Pizarnik con Olga Orozco, Wislawa Szymborska y Svetlana Aleksiévich, otras tardes tengo ganas de los cuentos Jeanette Winterson y de repetirme una novela de Rita Indiana, y últimamente leo más despacio a Margarita García Robayo y en voz alta a Pedro Lemebel.

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