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La realidad del turismo sexual tras un comentario ofensivo de un periodista español

Después de recorrer varias ciudades colombianas, Javier Negre volvió a su país y hablo de Colombia como si fuera un paraíso de la prostitución. Un comentario ofensivo, que no puede hacer olvidar una realidad dolorosa.

15 de septiembre de 2018

Esta semana fueron noticia los comentarios del periodista español Javier Negre en una emisora de su país en la que aseguró que Colombia es un “narcoestado”, que un sicario puede cobrar 5 euros por asesinar y que en Medellín y Cartagena la prostitución llena bares y discotecas. Afirmaciones hechas después de un trabajo de observación con el que pretende escribir un guión para una serie sobre narcotráfico. 

Decir que Colombia es un narcoestado es ofensivo para un país que ha enfrentado con tanto costo el narcotráfico, pero el tema de la explotación sexual no hay que tomarlo a la ligera, basta mirar las capturas que hizo la Fiscalía hace unos meses en Cartagena y en la que cayó una red de 18 proxenetas que explotaban a más de 250 mujeres en la zona conocida como la Torrea del reloj, donde deambulan decenas de mujeres buscando clientes, un panorama muy parecido del Parque Lleras en Medellín. Pese a que es un tema evidente, no hay cifras oficiales sobre estas prácticas y los operativos judiciales suelen ser infructuosos.  

Y es que no es un secreto que Medellín se ha convertido en el destino preferido de turistas que buscan pasar unos días de desenfreno sexual y alucinógeno. No son gratuitas las canciones de reguetón que hablan de la ciudad de la eterna primavera como un paraíso de libertinaje. Por esto las autoridades locales han decidido crear programas culturales que integran la oferta artística y patrimonial que tiene la capital paisa para sus visitantes, sin embargo esta es una tarea que está cuesta arriba, pues el andamiaje del turismo tóxico lleva años bien montado.

Basta con darse un paseo por la Avenida El Poblado o el Parque Lleras para ver extranjeros acompañados de muchachas jovencitas que podrían ser sus hijas y a las que entran a hoteles como Pedro por su casa. Y es que es muy difícil controlar lo que hacen los turistas en una ciudad a la que llegaron en 2017 más de 735.000 personas, donde el 33 por ciento llegó de otros países, la cifra más elevada de todo el país, y donde se ha arraigado la cultura del dinero fácil por cuenta de la mafia imperante en los años 80.   

En el caso de la capital paisa, las prepago prefieren a los clientes extranjeros, a quienes tratan como reyes por su pago en dólares. Les gustan los israelíes porque, una vez drogados, pueden dar mucho dinero. Los estadounidenses ya mayores, porque suelen ser cariñosos y condescendientes. Los italianos porque quieren compañía: alguien con quién comer, con quién salir de compras. Los asiáticos, porque suelen ser rápidos. Pero hay una característica común: ninguno escatima a la hora de gastar. Pueden pagar por una hora de sexo hasta 200 dólares. “No es un mal negocio”, dice Jazmín sentada en el cuarto donde duerme y trabaja como modelo web, un negocio que en Medellín tiene decenas de casas con habitaciones desde donde mujeres desnudas trasmiten para complacer la necesidad voyerista de miles. Colombia es el segundo país en el mundo, después de Rumania, en tener modelos web, se calcula que son más de 30.000. 

Jazmín es morena, tiene los pómulos altos de una jovencita, 28 años, caderas amplias, el pelo cepillado, las manos impecables. “Me hice modelo web hace dos años. Trabaja como promotora de ventas en una empresa y una amiga me dijo que con esto me podía ir bien”. Se dio cuenta rápidamente que los usuarios de la página web en la que trabajaba llegaban ansiosos a los chats buscando mujeres de Medellín, “yo querer ver paisas”, y después de algunos meses ella se volvió el personaje del deseo. “Muchas mujeres hacen esto por obligación, y yo también muchas veces, pero me gusta, me caliento”.

Algunos de esos usuarios, onanistas compulsivos, viajaron a Medellín con un solo deseo: conocerla. “Hace más o menos un año que soy scort”. Usa —como todas— la palabra en inglés, que le parece que trae un poco más de distención, de encanto. “Para mí, los turistas hombres vienen aquí a buscar sexo y fiesta, de paso ya conocen la ciudad, pero Medellín es la antesala del sexo en Colombia”. Su modus operandi es básico, los usuarios de la web que ya la conocieron y pasaron por su cuerpo en Medellín la referencian con otros amigos que, después de algunas conversaciones por WhatsApp, viajan y dejan su dinero en la capital antioqueña.

Jazmín se hizo rápido una visión del negocio: la venta del cuerpo como alucinación digital, la venta del cuerpo en una cama, la venta del cuerpo ajeno. Con dos amigas buscaron más mujeres que estuvieran dispuestas a acostarse con hombres extranjeros. “Tengo más de doscientas chicas, todas mayores de edad. Nos contactamos vía WhatsApp y por eso yo gano una comisión. Si a ella el cliente le paga 400.000 pesos, a mí me tocan 50.000”. Su WhatsApp tiene tres grupos y en todos hay especificaciones claras: “Niñas, necesito una pelinegra, natural, que esté dispuesta a estar dos horas con un chino, pagan 500.000 pesos”, “Princesas, una rubia, con senos grandes, pagan 200.000 pesos por una hora”. Rápidamente las colegas envían fotos mostrando los senos, la cara de actriz y de esa manera el negocio se concreta con rapidez.

Pregunte, que de todo hay. ¿Virginidades? Claro que sí. “Cuando un cliente extranjero quiere una virginidad yo me voy para donde la chica y le explico que tiene que echarse piedra alumbre en la vagina con un poco de agua, ella espera un rato y eso la cierra. También le doy una aguja para que cuando llegue el momento se chuce un dedo. Eso vale más o menos 800.000 pesos y yo me gano unos 100.000 pesos”. Jazmín se cuida de cometer un delito y dice que nunca se ha metido con menores de edad, y que son muchos los clientes que preguntan por niñas de 14 y 15 años. “La mayoría de proxenetas que tienen niñas de esas edad son hombres o mujeres mayores, entrar en ese mundo es muy arriesgado”.

¿Historias?, Jazmín las tiene, como la vez que unos narcotraficantes se llevaron a varias mujeres para una fiesta y todas temieron cuando los hombres sacaron sus armas para demostrar poder. O la del coreano que llega a Medellín cada tres meses, pide cinco mujeres a las que les regala un iPhone 6, se las lleva a una finca, las pone a jugar guerra con pistolas de agua y luego tiene sexo con ellas una sola vez para saciar en su imaginación el fetiche por las virginidades. O cuando algunos cantantes de reguetón llegaron a la ciudad y pidieron más de diez mujeres para hacer una orgía. “Aquí piden de todo y se les da de todo”.

Jazmín a veces sale a la calle a buscar clientes. Los busca en las discotecas, donde el administrador sabe qué está haciendo y hasta le brinda tragos de cortesía. Otras veces camina por la zona hotelera de la Avenida El Poblado y espera a que un extranjero se le acerque, pactan un precio y luego entran con tranquilidad al hotel, ella muestra su cédula y  sube a la habitación, su room service. “Los botones de los hoteles tienen nuestros números y nos llaman cuando el huésped les pide algo de compañía”.

Karen tiene historias parecidas aunque hace seis meses llegó desde Caracas, Venezuela. Allá trabajaba en un medio de comunicación regional y ahora es una scort. “Yo llegué primero a Cartagena y tenía una familiar viviendo allá que ya se había vuelto prepago. Estuve unos días y me iba para la Torre del Reloj, pero fue muy difícil hasta que conocí a una mujer de aquí de Medellín que me trajo y me enseñó a trabajar”. Algunas veces se para en el Parque Lleras donde, bien esparcidas por bares y discotecas, puede haber más de doscientas prepago. “En los bares nos brindan tragos de cortesía y muchas veces nos dan comisión del 10 por ciento por lo que consume el cliente. Cuando uno está en el parque y se le arrima un gringo, uno lo lleva a ese lugar y pues gana dinero por los dos lados”.

Tiene una hija y trabaja para mandarle dinero: “Hay muchas venezolanas como yo, preparadas, pero que no encuentran trabajo. Yo aguanté en Caracas el mayor tiempo que pude, pero ya todo se volvió insostenible”. También consigue clientes por medio de Tinder, la aplicación para encontrar amores, “muchos son extranjeros que quieren sexo. Prohibidos los colombianos, porque son muy intensos y no pagan lo que uno cobra”.

Karen no para de chatear un solo momento. Mientras es entrevistada un extranjero le dice que se vean en Santa Elena, el corregimiento de Medellín donde por este mes se arman las silletas de la Feria de las Flores: “He aprendido que este es un mes muy bueno, y sobre todo esta semana, porque estamos en fiestas. Yo salgo todos los días más o menos hasta las cuatro de la mañana y puedo conseguir cliente todos los días, siempre extranjeros”.

Para todas son un mito los israelíes, y una amiga de Karen, quien interrumpe de cuando en vez la entrevista, dice que ha estado en algunas casas que ellos tienen en Medellín y Cartagena: “Ellos hacen un solo paseo después de que salen del ejército, se los paga el Estado, y vienen aquí porque son enfermos por las drogas, sobre todo cocaína y tusi, y se hacen unas fiestas enormes. Yo he estado en algunas, son fiestas que duran días y a uno le pagan por adelantado. Se gana muy bien, pero son fiestas muy agotadoras”.

Aunque son muchas mujeres que se dedican a “acompañar extranjeros”, Jazmin y Karen dicen que para todas hay trabajo, “estos extranjeros vienen primero a Medellín y luego vienen a Cartagena, vienen a buscar mujeres paisas, que ya son famosas por todo el que busca sexo y pasar bueno”.

Es verdad que Medellín no es sólo este negocio tóxico en el que deslizan drogas y abuso, sin embargo gran parte de los turistas que llegan solos a la ciudad —o un gran grupo de hombres—, buscan fiesta dura. Hace unos meses la Alcaldía firmó con la Procuraduría un gran pacto para proteger a los niños de la explotación sexual, que según dijo el alcalde Federico Gutiérrez, provenía muchas veces del interior de la familia. Aunque loable, es necesario expandir este tipo de pactos para sacar a cientos de mujeres de la prostitución, único lugar donde encuentran un sustento.

Los planes sexuales en Cartagena

Un taxista se encargó de todo: consiguió el yate, tres muchachas mayores de edad pero que parecían en la última frontera de la adolescencia, una playa al frene de El laguito, una familia que traía comida y cervezas según se les pedía, y habitaciones en esa misma playa para terminar con el negocio. “Primo, no más pida que se le tiene”.

Todo se concretó por WhatsApp: el precio, las mujeres, el plan. El taxista —tantos taxistas de Cartagena— siempre sabe la hora a la que llega su cliente y lo espera en el Aeropuerto Internacional Rafael Núñez. Lo lleva al hotel donde, en caso de que el cliente lo exija, podrá entrar a una mujer o a un hombre si es necesario. Y luego pactan la hora de encuentro para viajar a la fiesta según lo convenido: una tarde, una noche, un fin de semana.

En el yate, las mujeres —los cuerpos menudos, el pelo tieso de usar plancha, las caras indefinidas de la adolescencia— guardan un silencio incómodo y entre ellas hay un jovencito, cuerpo ídem, que es homosexual. El taxista no solo puede conseguir mujeres, también transexuales, travestis, homosexuales, cocaína, marihuana, tusi. El paseo de una tarde, con tres mujeres, vale cerca de 4 millones de pesos. Se paga la mitad por consignación y el otro 50 por ciento una vez se llega a la isla. 

Al bajarse de la lancha hay un quiosco con música a todo volumen, sillas, mesas y las mujeres se acomodan esperando que los turistas tengan algo de iniciativa, que termine el negocio pronto. Mientras tanto, las familias del caserío tratan de vender todo lo que pueden: cervezas por canastas, ron por garrafas. Entre las pequeñas mujeres está Michel, que tiene veinte años y se hizo “acompañante” hace dos años.

“Estudio en la Universidad de Cartagena… me dedico a esto hace dos años, desde los 18 años”, Michel sabía que un amigo tenía contactos y ella necesitaba plata, bastante, porque con lo que le pagaban en un restaurante o en un bar por servir las mesas no le alcanzaba para mucho. Así que un día alguien le habló por Facebook, le dijo que estaba muy linda, que era flaca y tenía la cara de una jovencita tímida. “Ella me dijo que todo era reservado, que trabajaba con gringos, con italianos, con cachacos y paisas. Que me pagaban 600.000 pesos y a mí me interesó”.

Ella se llama Deisy Patricia y dice que tiene 44 años, aunque aparenta más. Se hizo prostituta a los veinte años cuando dejó La Guajira: “Me tocó irme pelaita para los lados de Bucaramanga, allá fue donde fui conociendo y experimentando mucho el mundo. Y ahí poco a poco me fui haciendo a mis clientes y fui conociendo muchas amigas que tenían casi la misma proyección mía por la falta de empleo”. Han pasado esos días de infortunio y ahora Deisy tiene un restaurante en Cartagena, pero el restaurante es solo una fachada, porque su trabajo es otro: celestina, proxeneta.

Hace veinte años —dice—, el trabajo era mucho mejor y se podía trabajar en cualquier parte sin que algunos policías molestaran, además no había tanta competencia como ahora, y esta competencia viene mucho más armada: “Hay muchas chicas lindas y ayuda lo que es la cirugía, antes éramos muy naturales”.

“Ya por la edad busqué mi propio negocio. Ante la sociedad monté un restaurante, pero tengo mis contactos que todavía están en el negocio. Hay taxistas, empleados de hoteles que me contactan para que les busque una niña para salir un rato y yo las contacto, les propongo un buen negocio para acompañar una persona dos o tres horas. Alguien de pronto va a durar dos o tres días en la ciudad y quiere una jovencita que le muestre la ciudad para salir un rato de compras y salir un rato a bailar. Ya del sexo es de parte de cada quien, yo a ella no las obligo que se tiene que acostar con él”, dice Deisy, pero cuando se le pregunta que si las mujeres tienen que estar dispuestas al sexo contesta que sí, que ella no puede darse el lujo de contratar muchachas que se le echen para atrás.

Deisy toma cerveza en la playa mientras sus muchachas, las que venían en el yate, esperan incómodas a que los clientes tomen la iniciativa. Y está el jovencito de 18 años, afeminado, artero, que se hace llamar Lucas y su relato puede dar náuseas, porque además acostarse con italianos y estadounidenses que ven en su cuerpo moreno y magro todo lo exótico del Caribe, se ha convertido en un proxeneta especializado: busca virginidades en niñas de 12 y 13 años que luego vende a extranjeros. Viaja a pueblos cercanos y encuentra quién quiere dinero: 1, 2, 3 millones de pesos.  

“Me dedico a vender niñas en la playa de Bocagrande, o cualquier playa donde vea gringos, a españoles. Hay meses buenos y meses malos. Desde octubre para acá es muy bueno porque vienen gringos, vienen españoles y me contactan, que ‘necesito tal niña’, y yo busco. Yo les muestro las fotos y me dicen ‘sí, me sirve’ y yo digo ‘ok’, se las busco. La muchachita vale dos o tres millones de pesos si es virgen. Vamos por mitades porque son niñas que vienen de por allá lejos”.

Dice sin inmutarse, sin que atraviese por su cara un rayo de culpa, que la mayoría son niñas de doce y trece años porque las de 14 ya están hechas todas unas mujeres, como quien dice ya empezaron su vida sexual, su despertar, están muy grandes. ¿Y qué cómo hace para entrar a una niña a un hotel? Pues muy fácil, él, mayor de edad, se acerca a la recepción y dice que viene con su hermanita menor a visitar al cliente de la habitación tal, muestra la cédula y sigue por delante. A veces, cuenta, le ha tocado entrar a la habitación y meterse al baño mientras el cliente y la niñita tienen sexo.

Una vez el primer contacto, una vez la niña es vendida —abusada, explotada—, se echa a andar una rueda: “Ya luego ellas me llaman y me dicen que necesitan tanta plata y yo les empiezo a buscar el cliente”. Solo en diciembre, Lucas había vendido 13 virginidades y las exhibía como un veterano sus medallas de guerra.

El taxista, pinta del Caribe, regordete, bajito, sale de las sombras del quiosco con una cerveza en mano y pregunta cómo van las entrevistas, si todo bien: “Recuerden que cuando terminen pueden irse con las muchachas, que eso ya está pago, ahí están los cuartos”. Y trae de la mano a Sofía, de 21 años, quien dice que se dedica a acompañar turistas hace dos años: “A veces solamente nos invitan a salir pero si ellos quieren terminamos haciendo otras cosas”, dice.

Las tres muchachas estudian en alguna universidad del Caribe y prefieren la discreción, aunque se imaginan que sus familiares y amigos algo deben intuir de sus trabajos. Pero prefieren el camuflaje de guías turísticas a pararse todas las noches en La Torre del Reloj, donde en temporada alta se pueden encontrar hasta trescientas mujeres en pequeños grupos y hasta quienes llegan extranjeros para saber cuánto cuesta una hora de carne: desde 100.000 pesos hasta 400.000, según el modelo.

Pero en el negocio, que está en el pináculo del capitalismo, hay de todo, Deisy dice: “Tenemos discotecas al aire libre, porque de pronto el muchacho quiere irse a una isla a pasear, ‘vamos a enrumbarnos’. Pero hay otros que quieren ir más allá, que quieren hombrecitos porque son gays, que ‘yo quiero conseguirme un novio, una pareja de mi mismo sexo’, entonces tenemos personal que recoge a las personas en los diferentes hoteles, les ponemos una hora donde tienen que estar en un muelle, ahí los espera una lancha y los llevamos a un yate donde pueden caber 50, 70 personas y ellos en el trayecto consiguen trago, parejas, música, y ahí se van divirtiendo. En ese yate se consigue de todo”.

En temporada alta todos los días hay yates que pueden encallar en una playa o simplemente navegar tres, cuatro horas, mientras la fiesta se perpetúa: los clientes se emborrachan, se colocan, tienen sexo. Cada uno puede llegar a pagar hasta 2 millones por tener una fiesta donde nadie les dirá basta.  “Ellos lo pasan rico”.

Después de cuatro horas, termina el negocio y las muchachas con su proxeneta —a quien agradecen, a quien consideran amiga— se montan en el yate y una dice que la plata estuvo fácil esta vez. El taxista, con una risa cómplice, dice: “Están buenas, ya ustedes verán si se las mando mañana”.

Una vez en Cartagena, en el puerto donde hay algunos militares que se hacen los de la vista gorda, como si todo fuera paisaje, el taxista lleva a los turistas al hotel. “Y bueno, cómo les pareció”, pregunta ya con los bolsillos llenos, pues él cobra comisión por cada una de las mujeres y le cobra comisión a la proxeneta por haberle traído tan buenos clientes. “Si al turista le gusta su droga, yo también gano por ahí.  Aquí hay que hacer las cosas bien hechas y untar a la Policía. La mayoría de los taxistas estamos en eso. Si usted va a Bocagrande, hasta los que venden tintos le venden mujeres. Aquí la gente vive del turismo. Esto es todo el año”.

El taxista presume que ha visto de todo: extranjeros que le han pedido que tenga sexo con las mujeres que contrata; parejas que buscan prostitutas con características especiales; hombres que quieren ver cómo un hombre tiene sexo con una burra, “aquí hay de todo, primo”. Habla con humor, con desparpajo y en los prostíbulos recibe propinas por llevar clientes: “Todos necesitamos plata, la plata está hecha y hay que buscarla”.