ARTE

Bioarte: jugando a ser dios

Como modernos doctores Frankenstein, los artistas del bioarte han puesto de nuevo sobre la mesa las implicaciones éticas, morales, filosóficas y estéticas de temas como la biotecnología, la robótica y la transgénesis.

2 de febrero de 2016

Al comenzar el nuevo milenio apareció en los periódicos del mundo la noticia de que científicos del Instituto Nacional de Investigación Agronómica de Francia habían creado el primer conejo bioluminiscente. Al comienzo la noticia parecía ser uno más de los avances en el campo de la biotecnología que habían empezado a darse desde 1996, cuando nació la oveja Dolly, el primer ser vivo clonado a partir de una célula adulta. Pero el verdadero revuelo comenzó cuando se supo que en realidad la conejita, llamada Alba, era una obra de arte del brasilero Eduardo Kac. De inmediato comenzó una discusión sobre el tipo de trabajo que promovía el artista.

Si para la época ya existía un fuerte debate sobre la biotecnología y sus límites éticos y morales, la conejita de Kac lo agudizó. Este moderno doctor Frankenstein fue cuestionado por distintos sectores de la comunidad mundial, desde científicos hasta defensores de los derechos de los animales por utilizar la biotecnología, no para alcanzar objetivos médicos como encontrar la cura a enfermedades crónicas, sino con propósitos meramente estéticos.

Esta polémica fue la puerta de entrada del arte transgénico, definido por Kac como “una nueva forma de arte basado en las técnicas de ingeniería para crear seres vivos únicos”. Pero la intención del brasilero era que sus creaciones pudieran convivir con los seres humanos como otras especies domésticas. De hecho el proyecto de la coneja no solo era crearla sino que viviera con Kac, para así documentar la interacción entre ambos. Sin embargo esta parte del proyecto falló. Los científicos del Instituto Nacional de Investigación Agronómica impidieron que Kac se llevara a Alba, de cuya suerte nada se sabe.

Aunque Kac es uno de los representantes más destacados del bioarte, se podría decir que este surgió en los años ochenta cuando un grupo de artistas, científicos y filósofos comenzaron a cuestionarse la relación entre arte y ciencia. Uno de los pioneros fue el biólogo y artista George Gessert, que empezó a trabajar en hibridar plantas ornamentales. A partir de la manipulación genética Gessert logró diseñar las formas en los pétalos de las plantas que sembraba. Uno de sus principales objetivos era demostrar que la estética era un importante factor en la evolución.

A su vez, Joe Davis, bioartista afiliado al MIT, junto con la genetista molecular Dana Boyd, empezó a trabajar a finales de los ochenta en construir moléculas sintéticas de ADN. Después de varios años de investigación este excéntrico artista creo su obra Microvenus, una molécula de ADN con la forma de un símbolo que representa a la vagina, parecido a la imagen de la runa germánica de la tierra, introducida en los genes de varios cientos de bacterias.

Por esa misma época el filósofo checo Vilém Flusser comenzó a publicar una serie de artículos en los que esbozaba los primeros principios de la relación entre arte y ciencia, y se convirtió en el padre filosófico del bioarte. En sus escritos se preguntó por qué la crianza de especies de animales no podía dejar de ser una actividad meramente económica para ocupar el campo de la estética. Con este razonamiento Flusser soñaba con ver algún día perros azules o caballos naranjas o morados brillantes que iluminaran los prados en la noche.

El bioarte se popularizó en la década de los noventa con destacados representantes. Aparte de Kac, que para 1997 había expuesto su icónica obra A-positive, un robot conectado por vía intravenosa con el que al recibir la sangre de Kac encendía una llama en su corazón de vidrio, sobresalieron Suzanne Anker, Alexis Rockman, Gary Schneider, Catherine Chalmers, David Kremers, Gail Wight, Marta de Menezes, entre otros.

La popularidad creció de tal manera que en 2000 el artista Oron Cats, la bióloga Mirenda Grouends, y el neurocientífico Stuart Bunt crearon en la University of Western Australia un laboratorio de investigación dedicado a la exploración artística de la ciencia y la biotecnología llamado SymbioticA. Una de las obras más representativas de este laboratorio es Fish & Chips, un proyecto de ingeniería robótica en el que se le insertaron chips de silicona en las neuronas de un pez cuya actividad eléctrica ponía en funcionamiento un brazo robótico.

Los primeros trabajos en el campo de bioarte en Colombia comenzaron después de 2005 cuando se creó el laboratorio v*i*d*a lab en la Universidad Javeriana. De allí surgió Hamilton Mestizo, sin duda uno de los principales exponentes colombianos de este género. Entre 2010 y 2011 dio a conocer su proyecto Algas Verdes 2.0, un “sistema fotobiorreactor cilíndrico para producir microalgas fotosintéticas que generan oxígeno y eliminan los contaminantes atmosféricos”.

En estos mismos años Alejandro Tamayo, otro de los artistas más reconocidos del bioarte en el país, dictó un curso en la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad Nacional de Colombia, denominado Biopop. Aunque el grupo tuvo poca vida, fue un importante semillero de futuros bioartistas.

Aunque en Colombia todavía no se han realizado obras del impacto mediático como las de Kac o el artista australiano Stelar, quien se implantó en su brazo una oreja hecha con cartílago humano alegando que si Van Gogh se había quitado una él podía ponerse una tercera, sí se han discutido los límites éticos y morales de este arte. Al respecto, el investigador y artista Andrés Burbano dijo que “los artistas no inventaron los problemas morales de la ciencia y la biotecnología, que siempre han estado latentes en la práctica científica. Lo que hace el bioarte es hacer visibles estos dilemas y ponerlos en la esfera de la discusión pública. Obras como las de Kac, Stelar u Oron, más que un desafío al ‘orden natural’ o ‘divino’, ponen de manifiesto las implicaciones éticas de la actividad científica y de las relaciones del ser humano con su medio”.