PSICOLOGÍA

El poder del insulto

Decir groserías se asocia a mala educación, pero la científica Emma Byrne piensa todo lo contrario: ayuda a fortalecer los vínculos sociales, incrementa la resistencia al dolor e, incluso, puede hacer que un discurso sea más persuasivo.

20 de enero de 2018

La mayoría ha pasado por situaciones en las que desea maldecir a gritos. Un golpe en el dedo meñique del pie, una discusión acalorada con un extraño o, simplemente, la impotencia de ver perder al equipo de sus amores. Maldecir es una práctica cotidiana que supera las barreras de cualquier cultura o idioma. Por eso es común que un niño aprenda groserías antes de los 6 años y que incluso un adulto, al aprender un nuevo idioma, sienta más fascinación por descubrir y memorizar las palabras más grotescas. Incluso, algunos presidentes como Donald Trump han creado todo un estilo para llamar la atención por medio de las malas palabras.

Pero en su nuevo libro Swearing is Good for You, la científica Emma Byrne señala que decir malas palabras trae beneficios a las personas y genera una excitación única. La razón, según ella, es que al ser prohibidas en la sociedad, brindan seguridad y resistencia en el cuerpo que funciona como un analgésico.

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“Cuando insultas o escuchas maldecir a alguien, tu ritmo cardiaco se acelera, las palmas de tu mano se vuelven sudorosas y tu estado emocional, sea el que sea, se intensifica”, explica la autora al diario inglés The Telegraph. Aunque, según Byrne, aún se desconoce el mecanismo exacto mediante el cual producen esta exaltación, la hipótesis es que funcionan “a través de nuestras emociones, aumentando la confianza, la agresión y haciéndonos más resistentes” a situaciones de crisis como el dolor, la rabia o la decepción.

Psicólogos como el británico Richard Stephens apoyan esta teoría. Sugieren, además, que los beneficios aumentan dependiendo de qué tan grande sea el tabú asociado a la palabra. Decir “tonto”, por ejemplo, no tendrá el mismo efecto de gozo o desagravio que decir “imbécil”, pues dependiendo de qué tan ofensivo resulte el término en cada cultura o para cada persona, el grado de satisfacción fisiológica aumenta. Hay evidencia de que aquellos que fueron reprendidos en su infancia por decir groserías sienten mayor excitación al gritarlas a viva voz.

Para comprobar qué tan reales podrían resultar sus efectos, Stephens citó en su laboratorio a dos grupos de voluntarios, les sumergió las manos en agua helada por un tiempo, pero solo a los primeros les permitió pronunciar insultos cuando sintieran dolor. Aquellos que usaron únicamente palabras neutrales resistieron la mitad del tiempo, mientras que aquellos que gritaron despavoridamente redujeron su dolor en forma significativa. “Maldecir produce la misma sensación que luchar o huir”, concluyó el científico inglés.

Tanto Byrne como Stephens coinciden en que las personas que usan los insultos no lo hacen siempre para ofender, sino para disminuir su frustración personal, mostrar solidaridad o empatía con alguien o, incluso, divertir a terceros. Aún más, sostiene que el insulto pudo haber sido uno de los orígenes del lenguaje humano –algo que muchos han controvertido– y ha facilitado el trabajo en equipo, manejar las emociones y la capacidad mental. También sería una señal de inteligencia, autenticidad y productividad.

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Aunque no se trata de justificar la rudeza y agresión que en algunos casos pueden llegar a ocasionar, es interesante advertir cómo la ciencia demuestra que esa forma de hablar hace parte de la naturaleza humana.

¡Ay, carajo!

Incrementa la efectividad de un mensaje. Fomenta la persuasión y aumenta la informalidad. Cuando la gente se lo toma bien, puede mejorar la impresión que tiene de alguien.

Aumenta la fuerza y ??la resistencia. Un estudio con 52 voluntarios que oprimieron un dispositivo para medir la fuerza durante dos minutos demostró que quienes fueron coaccionados para insultar ejercieron más fuerza durante más tiempo.

Alimenta la intimidad y el vínculo social. Byrne destaca que “desde la fábrica hasta el quirófano, los científicos han demostrado que los equipos que comparten un léxico vulgar tienden a trabajar más efectivamente, sentirse más cercanos y ser más productivos que los que no lo hacen”. No es un síntoma de vulgaridad. Decir groserías está relacionado con la fluidez verbal y no con tener un vocabulario deficiente o ser mal educado. Según Stephens, a cierta altura de la escalera social a la gente no le importan los efectos de las malas palabras.