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Testimonio

El conmovedor relato de una escritora sobre la depresión

Esta enfermedad es astuta, taimada e incomprensible, dice esta escritora de 32 años que vive con ella desde hace un tiempo. Su desgarrador relato demuestra que no es una excusa de débiles sino una lucha que se da día a día. Según cuenta, la clave para tratarla es la paciencia.

25 de septiembre de 2018

“Este año me atropelló una moto. Fue un accidente, el único que he tenido en toda mi vida y lo recuerdo con una nitidez absurda. Hasta recuerdo qué llevaba puesto, así como la cara del amigo con el que estaba cruzando la calle en busca de cigarrillos cuando todo sucedió.

En fracción de segundos sientes como tu cabeza rebota contra el asfalto haciendo que una descarga eléctrica recorra la totalidad de tu cuerpo. Una especie de temblor te inmoviliza por un instante y segundos después un líquido caliente que más pronto que tarde descubres que es sangre, comienza a descender por tu nuca.

Yo acababa de llegar a una ciudad completamente desconocida que nunca había visitado y aunque logré sobrellevar el accidente sin necesidad de preocupar a mi familia porque no pasó a mayores, sí puedo decir que aquel fue el miedo y el dolor físico más intenso y fuerte que había sentido en toda mi vida. Al menos hasta ese momento.

Dos meses después de aquel incidente, una noche casi de madrugada (lo sé porque recuerdo que ya entraba una tenue luz azul por la ventana) me desperté con una desesperación que nunca había sentido. Era como si todo lo que tengo por dentro, todo lo que me compone, todo lo que hace que yo sea yo estaba a punto de estallar, pero mi piel se lo impedía.  

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Sin pensarlo… porque en serio no se pensó ni siquiera por un instante, me tomé una manotada de antidepresivos que me habían prescrito pero que no había querido comenzar a tomar. Suena crudo y duro y ojalá pudiera suavizarse, pero como la realidad que representan, estas son palabras que sencillamente no se pueden sino expresar en su más cruda verdad.

Todo lo que quería era dormir y últimamente mi mayor deseo se había convertido en poder pasar una noche de corrido sin despertarme cada dos horas con la peor ansiedad del mundo. Los pasé con lo que quedaba de una botella de vino tinto que había destapado el día anterior y me volví a acostar. Aún hoy no tengo muy claro qué estaba pensando en ese momento, pero sí recuerdo cómo me sentía.

No era solamente la sensación horrible con la que uno se despierta después de haber tomado mucho trago. No; Era un desasosiego, una desesperanza y una forma de soledad que nunca había sentido ni con esa intensidad. Todo dolía, pero dolía de una forma tan extraña que ya me resigné a no buscar la forma de describirlo.

Esa madrugada no la recuerdo con la lucidez que sí recuerdo el accidente (de hecho, poco recuerdo de ella) pero lo que sí tengo claro es que todo el dolor y el miedo que me produjo la moto de repente se hizo obsoleto.

Comencé a recordar incesantemente el choque, el pavimento caliente de la avenida Las Vegas, el sabor a sangre en la boca y al final me encontré deseándolo, pero no sabía por qué. No hasta hace relativamente poco, cuando logré entender una enfermedad que antes ni siquiera consideraba como tal.

Lo deseaba porque lo entendía. Sabía exactamente lo que me había pasado, tenía claro en dónde me dolía y de dónde estaba sangrando. Sabía qué se había roto y cómo enmendarlo. Cinco puntos en la cabeza, una vacuna contra el tétano, hielo en el costado derecho del abdomen y dos semanas de antibióticos. Fácil, muy fácil de reparar.

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Pero la depresión es astuta y a diferencia de cualquier otro padecimiento que vayamos a sentir en nuestra vida, es una enfermedad que, como duele de una forma completamente diferente a cualquier dolor físico que hallamos experimentado, no se deja comprender, no tiene una solución inmediata y requiere de algo que por lo menos yo no tengo ni en el más mínimo grado: paciencia.

No somos plenamente conscientes de que algo anda mal hasta que algo, alguien o la suma de una serie de capítulos que habíamos logrado dormir en nuestro subconsciente se despiertan. Todo lo que más odiamos de nosotros y de la vida que llevamos se despierta, pero no de una manera sutil: lo hace todo al tiempo y de la peor manera posible.

Es taimada. La depresión se disfraza de sentimientos con los que estamos plenamente familiarizados y por eso pasa desapercibida incluso ante nosotros mismos porque, ¿quién no se ha sentido triste, desanimado y ahogado de vez en cuando? ¿Quién no ha querido apagarse o no ha querido acostarse deseando no despertarse jamás?

Pasa. Le ha pasado a todo el mundo en algún momento de la vida, pero a los depresivos nos pasa a diario y antes de que nos demos cuenta, esta cosa horrible que ya no podemos confundir con un momento aislado de tristeza, abrumadoramente ha inundado todos los aspectos de nuestra vida.

Luego nos diagnostican y la sospecha que teníamos se convierte en certeza: estamos rotos por dentro y no tenemos la menor idea de cómo repararnos. Asumimos nuestra nueva realidad de mala gana y nos negamos a nosotros mismos que tenemos una enfermedad que en últimas nos avergüenza.

Pero la tenemos y no se soluciona con un par de suturas. Ojalá fuera así de fácil, pero no lo es. ¿Cómo reparamos algo qué sabemos que está dañado, pero no sabemos cómo está dañado ni en dónde? ¿Cómo saber si debemos rendirnos ante esta nueva realidad o resistirnos a ella y pelear?

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Desde mi experiencia, como yo lo viví, como aún lo hago y como logré finalmente entenderlo, la depresión es algo así como estar condenados a vivir con nosotros mismos cuando nosotros somos nuestro peor enemigo. Nos convertimos en la jaula de la que más queremos escapar, pero no podemos hacerlo.  

Antes de que nos demos cuenta terminamos viviendo en el recuerdo del camino corto que hay entre una sala de redacción y su respectiva sala de juntas un piso más abajo y así, poco a poco, nuestros recuerdos más tristes y dolorosos se nos vuelven un lugar de residencia permanente.

Los llevamos con nosotros a todas partes y los revivimos una, dos, tres, miles de millones de veces tan intensamente como el día en el que ocurrieron cuando todavía no eran recuerdos sino realidades; y tocan a la puerta de nuestro subconsciente transformándose en pesadillas recurrentes que, por desgracia, no se olvidan cuando nos despertamos por la mañana.  

Incesantemente tratamos de olvidar el olor de esa persona a la que quisimos demostrarle tanto, pero no pudimos, o el color de la luz que iluminaba la sala en donde se nos acabó la vida por la que tanto trabajamos y que siempre perseguimos. Pero tratamos en vano:estamos irremediablemente atrapados en el peor rincón de nuestra memoria cuando todo lo que queremos es escapar de ella.

Somos la voz odiosa que nos recuerda nuestros peores errores y que ignora a la voz consciente que le suplica que pare. Somos el torturador que sin descanso nos muestra durante las 24 horas del día los episodios, las personas y los lugares que quisiéramos no haber conocido jamás.

Y después de un tiempo esa voz que no se calla ya no quiere ser acallada. Ya no la queremos silenciar y la comenzamos a escuchar con atención; la alimentamos y dejamos que nos hable más duro porque nos está dando las mejores excusas para llevar a cabo la única solución que hemos venido contemplando desde hace algún tiempo y la única salida viable que sentimos que nos queda. La única de hecho.

Algún tiempo atrás había estado sentada toda una tarde en la terraza de un apartamento que fue mío por tres días y tengo claro que, en ese momento, viendo anochecer en una ciudad que por sus recuerdos aprendería a odiar, seria y sobriamente contemplé la posibilidad mientras adentro unos amigos me ayudaban a empacar.

Pero esas cosas en últimas no se planean. Pasan de una forma tan automática que ni siquiera nos damos cuenta cuando las estamos llevando a cabo. Después nos despertamos enfermos, y cuando el cuerpo sana es que la verdadera batalla comienza. Y sí que es una batalla porque el problema reside en donde tradicionalmente buscamos las soluciones a nuestra vida: en la racional y confiable cabeza que al menos a mi nunca me había fallado.

Yo no la entendía y hubiera querido nunca hacerlo. Como mi vieja, yo estoy segura de que muchos pensarán que la depresión es una excusa de personas débiles y negativas que nunca han tenido que luchar por nada.

O en mi caso fatalismos y tremendismos de niños “bien” a los que les han dado todo y se desvanecen al primer desafío que se les presenta en la vida de privilegios que siempre han llevado. La verdad es que en últimas se vuelve irrelevante lo que la gente piense porque el enemigo real es uno mismo.

Ojalá hubiera sido yo quien tuvo esta idea genial de que cada vida no se puede reducir a nada que no sea ella misma y por eso la muerte no solo es el único verdadero árbitro de la felicidad, sino que es la única medida por medio de la cual podemos juzgar la vida misma.

Esa idea escrita por Paul Auster en La Trilogía de Nueva York de repente cobró vida ante mis circunstancias y se convirtió en una lección aprendida, pero no fue la única revelación que me fue concedida en estos meses de enfermedad.

Me di cuenta de que nunca somos tan plenamente conscientes de nuestra felicidad como si lo somos de nuestra tristeza y recordamos con facilidad el momento más triste de nuestra vida, pero tenemos que esforzarnos por recordar el más feliz.

Tal vez porque la felicidad es un estado de ánimo más débil y frágil que la tristeza; o tal vez porque la visión idealizada que tenemos de la felicidad es que debe ser perfecta. ¡Quien sabe! Pero sea de la manera que sea no supimos identificarla mientras nos sonrió durante años y ahora sus recuerdos están ensombrecidos por una oscuridad que no se quita.

Es cruel, en serio, pero ahora tengo la certeza de que solo hace falta que suceda algo peor en nuestras vidas para darnos cuenta de que sí éramos felices después de todo. Imperfectamente felices (porque nada es perfecto) pero felices.

Después de haber recorrido el infierno y seguir buscándole una salida, todo lo que seguimos deseando es una noche de sueño sin interrupciones que este procedida por una mañana en la que sintamos deseos de vivir, pero no porque nos toca, sino porque queremos. Los días convertidos en meses y los meses en años siguen transcurriendo y un día, un día no tan horrible, nos animamos a escribir estas líneas".