Angélica Cujar y su hija Valentina. | Foto: Archivo particular

TESTIMONIO

“Si no hubiera conseguido un corazón, me habría muerto en menos de un año”

Angélica Cujar recibió el diagnóstico de insuficiencia cardíaca a los 24 años. Su caso fue tan avanzado, que sólo la podía salvar un trasplante. Esta es su historia.

Silvia Camargo, editora de SEMANA
29 de septiembre de 2015

“Tenía 24 años y vivía en Barranquilla cuando empezaron los síntomas: falta de apetito, tos constante, sed y mucho cansancio. Además, siempre amanecía muy inflamada. Pero los médicos me decían que era un alergia y que la tos era una manía mía.

En ese entonces yo estaba recién graduada como comunicadora social y trabajaba en una compañía de financiamiento comercial. Me incapacitaba mucho. Tuve tres hospitalizaciones, pero los médicos en Barranquilla no llegaban al diagnóstico. Me llenaron de medicamentos y me mandaban reposo.

Yo admito que también era muy descuidada porque tenía síntomas y no les ponía atención porque para mí era más importante el trabajo. Un día mi papá me regañó porque tenía los riñones inflamados. Me dijo: "No importa el trabajo, se me va al hospital" y aunque me arreglé para ir a la oficina, primero pasé por la clínica. Ese día me hospitalizaron.

En una ocasión los riñones se inflamaron tanto, que decidí venir a Bogotá. Cuando me auscultaron los médicos no oían el corazón por la poca fuerza con que bombeaba. Además estaba grandísimo. Ni los riñones ni los pulmones trabajaban bien y me ahogaba. Me agachaba a recoger algo y me fatigaba. Dormía casi sentada porque si me acostaba, no podía respirar. Estaba vuelta nada. Así me encontró el doctor Efraín Gómez, cardiólogo que ha llevado mi caso hasta hoy.

Él me dijo que tenía insuficiencia cardíaca e investigó por qué. Luego de hacerme una prueba del mal de Chagas, que salió negativa, creemos que probablemente tuve miocarditis viral, una infección en el músculo del corazón que me dio tal vez por una gripa que no me cuidé. Como nadie la detectó, la enfermedad progresó silenciosamente hasta que los síntomas fueron demasiado graves.

Recibí tratamiento, pero me dio por irme a Estados Unidos y allá a veces tomaba las pastillas y a veces no, y eso me ocasionó dolores de cabeza terribles y vómito. Cuando regresé fui a ver al doctor Gómez y me dijo que estaba totalmente descompensada. Me hicieron otro tratamiento, pero al cabo de poco tiempo me anunciaron que ya no había nada para mí y que la única opción era un trasplante de corazón. El doctor decía que si no lo conseguía, no viviría más de un año.

Conté con muy buena suerte, pues sólo esperé dos meses: hasta el 7 de noviembre del 2000. No me permiten saber de quién era, pero en la sala de cirugía alguien mencionó que la donante era una joven de 21 años que se había accidentado. Mi papá le daba gracias a esa persona porque me salvó. Quería abrazarla pero no lo dejaron.

El día de la operación los médicos querían que me despidiera de mi familia por si acaso. Pero yo nunca pensé que me fuera a morir. Mientras todos lloraban, yo entré al quirófano diciéndoles "mañana nos vemos". La recuperación fue dura porque después de tener un corazón tan débil, recibir uno tan sano fue un impacto grande para todo el cuerpo.

Pero al mes ya estaba en la fiesta de matrimonio de mi hermana. Uno vuelve a vivir porque enferma no podía hacer nada. Medio caminaba y me cansaba. Era como si tuviera más de cien años, no podía ni comer, todo me caía mal. Los otros órganos se mejoraron de una. No hubo más problemas de riñones ni pulmones.

El lío fue que a los tres meses de trasplante quedé embarazada. Sólo me dicuenta a los cinco meses, cuando empezó a crecer la barriga. Yo quería ser mamá pero el doctor Gómez decía que era riesgoso porque los medicamentos para no rechazar el corazón son inmuno-supresores y podrían ser peligrosos para el bebé. Él se concentró en cuidar la salud del bebé más que la mía. No se qué hizo, pero la niña nació perfecta por cesárea.

Hoy debo tomar esos medicamentos para evitar el rechazo de por vida. Tengo que ir al cardiólogo cada tres meses, hacerme exámenes anuales. No hago dieta, pero si debo evitar fritos, salsas y grasas. Debo ser tranquila. Cumplo todo menos con el ejercicio. A veces se presentan problemas como cuando se me forman callosidades en los sitios donde conectaron el corazón, lo que produce una especie de corto circuito que los médicos deben quemar. Tengo que evitar exponerme a bacterias y ambientes propensos a infecciones. Pero ya no me enfermo de nada.

Esta enfermedad me cambió. Siento que hay que vivir la vida día a día. Antes pensaba mucho en lo que iba a pasar, pero ahora siento que el futuro es incierto. Mi hija Valentina, que el doctor Gómez llama ‘verraquina’ por todo lo que ha aguantado, es mi polo a tierra y cuando me estreso me calma. Desde chiquita me cuida, y me recuerda que me tome las pastillas. El doctor Gómez ha sido clave y me dice que tiene que cuidarme para durarle mucho a Valentina. Mi mamá vive pendiente y me ayuda con medicamentos porque el proceso para obtenerlos es largo.

Pero además de eso, el solo hecho de recibir el corazón de otra persona me ha hecho distinta. Dicen que el ADN tiene memoria y yo estoy convencida de eso porque muchos de mis gustos cambiaron. Antes me fascinaba tener las uñas largas y ahora no las soporto. También me empezó a gustar la comida de mar, que antes no la podía ver. Y luego de vivir en tierra caliente, ahora soy una cachaca que no resiste el calor”.

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