En las últimas semanas, Colombia ha sido testigo de un fenómeno que, aunque no es nuevo, adquiere hoy una dimensión más inquietante: la justicia por mano propia. Lo que antes parecía una reacción aislada frente a hechos de inseguridad empieza a convertirse en una expresión colectiva de frustración, cansancio y desconfianza institucional. El caso del conductor linchado por una multitud, tras ser señalado de atropellar a varios motociclista en el suroccidente de Bogotá a mediados de noviembre, expuso con crudeza la rapidez con la que la indignación ciudadana escala hacia la violencia extrema. Ese episodio no surge de la nada; es la consecuencia de un país emocionalmente saturado frente a hechos que se repiten y que afectan la vida cotidiana.
Aunque las cifras de criminalidad fluctúan, la sensación de inseguridad permanece anclada en la vida diaria. Esa percepción más emocional que estadística, deteriora la confianza en la justicia, rompe la paciencia social y empuja a comunidades enteras a actuar por su cuenta, y cuando la gente siente que está sola frente al delito, es más probable que reaccione de forma impulsiva, incluso violenta.
El problema de fondo es estructural. Cuando las instituciones no logran responder con eficacia, se fractura un pacto básico entre Estado y ciudadanía. En ese vacío emergen la rabia, el miedo y la impotencia, emociones que desplazan los mecanismos formales de resolución de conflictos y dan paso a las turbas, a los linchamientos y a las reacciones improvisadas que, lejos de contener la violencia, la amplifican. La justicia por mano propia no es valentía ni empoderamiento: es un síntoma de deterioro social que exige atención seria y coordinada.
El cierre del 2025 confirma esa tensión. A lo largo del año, distintos territorios experimentaron incrementos en hechos violentos, extensión del control de actores armados sobre corredores estratégicos, y un comportamiento criminal que se volvió más agresivo y más visible. Zonas urbanas reportaron aumentos en hurtos agravados y ataques, mientras zonas rurales enfrentaron desplazamientos, extorsión y presiones sobre la actividad productiva. La combinación de estos factores desbordó capacidades locales y acentuó la sensación de que el Estado llega tarde, llega poco o simplemente no llega. Este deterioro del orden público no solo afecta la seguridad física: erosiona la confianza, alimenta la desprotección y crea las condiciones para que escenas de violencia colectiva se repitan.
De cara a 2026, el país no solo enfrenta un punto de inflexión en materia de seguridad, sino un año electoral que exigirá instituciones capaces de transmitir confianza y estabilidad. Las elecciones traerán consigo retos de orden público, desinformación, presión territorial y tensiones sociales que pondrán a prueba la capacidad del Estado para mantener control y responder con oportunidad. En este contexto, será determinante contar con capacidades fortalecidas, operaciones coordinadas y mecanismos modernos de prevención que permitan anticipar riesgos, reducir vulnerabilidades y sostener un clima de seguridad que dé tranquilidad a la ciudadanía.
Recuperar la seguridad y la confianza en las instituciones es el desafío más urgente del país. Los ciudadanos quieren algo esencial: volver a sentirse seguros. Para lograrlo, se requiere una estrategia que integre al Estado, al sector privado, a la seguridad privada formal y a las comunidades en un mismo propósito. Cuando esta articulación funciona, se restituye la confianza y disminuye el impulso de la justicia por mano propia.
La frustración social es comprensible, pero la violencia colectiva no puede convertirse en norma. Recuperar la seguridad exige corresponsabilidad, estrategia y un trabajo conjunto que fortalezca el orden, la convivencia y el Estado de Derecho. Ese es el camino para evitar que la indignación se siga convirtiendo en violencia.
Nazly Riveros Rodríguez, consultora estratégica en seguridad