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| Foto: Diana Rey

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Así se vive en La Sevillana, el segundo lugar más contaminado de Colombia

A esa estación de Transmilenio la rodea la atmósfera más tóxica de Bogotá, según los reportes del Ideam. Luego de un par de minutos en el sitio, dan ganas de huir. Pero hay quienes tienen que permanecer allí todos los días y durante horas.

17 de marzo de 2017

Luego de pasar media hora en las inmediaciones de la estación La Sevillana de Transmilenio, la zona más contaminada de Bogotá (y la segunda del país) se forma sobre al cara una fina máscara de polvo y los pulmones empiezan a flaquear. Ese es el efecto de que, en un perímetro de cinco cuadras al suroccidente de la ciudad, confluyan grandes fábricas, un río podrido, el matadero más grande de la zona y dos de las vías de mayor congestión, recorridas por tractomulas y camiones a toda hora.

Desde el puente de la estación se observa la postal gris completa: las chimeneas de las fábricas escupen su humo, los vehículos de carga pesada liberan los residuos tóxicos de la combustión. La mirada intenta fijarse en el horizonte pero a la hora pico es imposible, una nube de smog bloquea el alcance de la vista. Eso, sumado al estruendo del tráfico, crea un atmósfera insoportable. Dan ganas de huir al instante. Pero son muchos los que están obligados a permanecer allí, a diario y durante horas.

Pasadas las cinco de la mañana empieza a llegar la avalancha de trabajadores a marcar tarjeta en las decena de fábricas del sector. La estación de Transmilenio se revienta. Muchos arriban en bicicleta, sin siquiera un tapabocas que filtre el aire que entra a sus pulmonees agitados por el pedaleo. La madrugada ya se siente viciada. Margarita Roncancio abre su puesto ambulante de comida y al instante cubre con trapos las arepas y los chorizos para que no queden expuestos a las particulas que emanan de las chimeneas.

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Según el último informe de calidad del aire del Ideam, publicado en 2016, en ese sector se respira el peor aire de Bogotá. Un ejemplo, ese fue el único lugar, de todos los medidos en el país, donde la presencia de dióxido de azufre en el ambiente no estuvo dentro de la categoría "buena". Esa sustancia sofocante, generada por la combustión de los vehículos y la industria, genera graves efectos en la salud: opacamiento de la córnea, inflamación de las vías respiratorias y, en casos críticos, alteraciones síquicas y hasta paros cardiacos.

Omar Rodríguez llega a las 9 de la mañana con sus dos hijos a atender su puesto de dulces, en una acera frente a la estación. Sobre el techo de su chaza, cuenta, suele formarse una capa de polvo blanco, la misma que recubre las terrazas de las fábricas y que le pone un filtro opaco al entorno. Él intuye que son partículas del jabón en polvo que viajan desde las dos fábricas de detergente que tiene al lado y que, a veces, le causan ardor los ojos, como si hubiera estado viendo televisión durante horas. Cuando llega a su casa, al atardecer, se pasa un paño por la cara y lo mete en sus fosas nasales. El trapo queda gris.

José Gómez, vendedor de helados, dice que lo más difícil de soportar son las arcadas fétidas que llegan del matadero Guadalupe, a tres cuadras de ese punto. Para disgusto del olfato, esas oleadas se intercalan con las que emana del río Tunjuelo, que pasa por un caño cercano y recibe los desechos del frigorífico y de toda la zona industrial. En la tarde, a diario, José Gómez siente el coletazo de tanta toxicidad en su garganta adolorida y su voz afónica. "Todo es costumbre, a los que estamos acá por el trabajo ya no se nos da nada, hasta que el aire nos coja débiles y nos joda", dice.

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Según el informe del Ideam, en las mediciones hechas durante cinco años, la presencia de particulas diminutas (menores a 2,5 micras) suspendidas en el aire alcanzó a estar en repetidas ocasiones dentro de la categoría de "dañina para la salud". Es un dato preocupante. Esas partículas suelen estar compuestas de metales pesados y son tan pequeñas que viajan hasta el fondo de los pulmones, incluso pueden pasar a la sangre, según un estudio del Ministerio de Ambiente de Chile. Sus efectos: afecciones respiratorias como bronquitis o asma, especialmente en los niños.

El informe del Ideam inidica que, entre las 6 y las 8 de la mañana, en plena hora pico, cuando los carros y las personas se apiñan alrededor de la Sevillana, esas partículas alcanzan niveles altos en el aire. Y vuelven a dispararse entre las 8 y las 12 de la noche, cuando llegan vientos del sur y el occidente, "que pueden estar asociados al tráfico de vehículos pesados".

Jairo Hernández transita dos veces al día por allí. Es la parte que más odia de su recorrido. "Uno se mueve en bicicleta dizque para no contaminar la ciudad y vea, tiene que tragarse todo el humo que botan los carros". Y cuando dice eso, señala una hilera interminable de vehículos que se mueven a paso lento por la Autopista Sur, conformada en gran medida por tractomulas y camiones que llegan a cargar y descargar en las fábricas, o que intentan salir de la ciudad.

Y a los contaminantes se le suman los articulados de Transmilenio que se mueven por la troncal NQS Sur. Atrapados en medio de los dos carriles de la autopista están los empleados de Transmilenio. "No tenía idea de que estoy en el área más contaminada de Bogotá, pero sí sospechaba que no respiro el aire más puro", dice una de ellas. Lleva quince meses trabajando en ese punto, vigilando que los usuarios no se cuelen a la estación. En ese periodo le han dado tres gripas y todas, supone ella que potenciadas por el aire contaminado, han desembocado en infecciones de garganta.

Las cifras de la Secretaría de Salud indican que en Bogotá, durante el 2016, murieron 60 personas a causa de la gripa, empeorada por falta de tratamiento y las deficiencias del aire. Solo en febrero de este año, 189.000 personas acudieron a centros médicos con síntomas de infecciones respiratorias agudas.

En el sector también hay un centro automotriz. Aunque los carros expuestos para la venta son nuevos, algunos parecen usados, y los blancos se vuelven grises. Sobre la carrocería se forma una costra de polvo. Las misma que se fija a la piel de los transeúntes. Pasar un par de minutos en el sector, sin estar acostumbrado, es incómodo. Estar allí más de una hora ya parece una tortura. Los pulmones no terminan de llenarse de oxígeno. Las ganas de correr a darse una ducha son insoportables. Ese desespero tal vez es una alerta natural del cuerpo frente al riesgo que represente habitar ese lugar.