Una torre de libros para entenderse a sí mismo y al mundo. | Foto: Istock

OPINIÓN

Santiago Gamboa reflexiona sobre el poder de la lectura en tiempos de coronavirus

Leemos para ampliar nuestra perspectiva, para habitar otras pieles, para viajar en el tiempo. En esta coyuntura leer cobra más significados.

Santiago Gamboa*
29 de marzo de 2020

Leer es resistir” es una de las frases de combate de mi compañero Mario Mendoza, una consigna que por estos días de Coronavirus adquiere nuevos y más profundos significados: leer para comprender mejor la vida, leer para darles un sentido al encierro y la soledad, leer para sacar la cabeza más allá del propio tiempo y ver lo que le pasa a este frágil planeta desde una perspectiva más amplia, leer para ser conscientes de que la vida nos conduce y acaba en la muerte, inexorablemente. En fin, leer también para intentar comprender un poco más al otro.

Pero escuchen un momento esta historia: una mañana, al salir de su apartamento en la ciudad de Orán, el doctor Bernard Rieux encuentra el cuerpo de una rata muerta en el vestíbulo. Lo comenta con el portero, quien de inmediato piensa que alguien debió traerla de afuera. Unos días después, miles de ratas salen a morir a las calles y los servicios de limpieza se ven obligados a recogerlas en cajas e incinerarlas, operación que repite varias veces al día. Pronto el portero enferma y el doctor Rieux se ocupa de él. Tiene fiebre alta y unos dolorosos ganglios en el cuello que cada vez son más grandes y oscuros. Al día siguiente muere, y otras personas comienzan a enfermarse y a morir, hasta que la ciudad de Orán comprende que se trata de una mortífera epidemia.

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Es el principio de La peste, de Albert Camus, la crónica de una terrible epidemia en Orán, en 1947, con decenas de miles de muertos que muestran, poco a poco, cómo el sentido de la existencia es dominado por un increíble azar. En este libro, Camus parece decirnos que los seres humanos estamos solos en el mundo. No podemos modificar el destino cuando la naturaleza nos domina, pues es más fuerte. Los dioses se han ido y el hombre, entregado al vaivén y al capricho de la vida, se tiene solo a sí mismo. Unos mueren y otros se salvan. No hay reglas. Lo único que puede salvar a ese pequeño hombre del gran absurdo de su existencia es la solidaridad. Creer los unos en los otros. Unirse para contener y rechazar la desgracia. Un positivo humanismo surgido no de la lectura ni del intelecto, sino de la pulsión defensiva de la vida. Porque una vida puede contener a todas las vidas y por eso defender al hombre concreto es defender al género humano. Es el hombre que se levanta y dice “no”, el gran tema de otro de sus libros, El hombre rebelde. Es el gran héroe de Camus: el que dice “no” cuando todos están ya entregados. Es la negación a aceptar un destino que da sentido a su existencia.

La obra complementaria, por supuesto, es el Decamerón, de Bocaccio, con la peste que asoló la ciudad de Florencia en 1349. Diez personas, siete mujeres y tres hombres, deciden salir de la ciudad y encerrarse en una villa para escapar de la terrible epidemia. ¿Y cuál es su única defensa? La palabra, el verbo que celebra la vida. Ante la proximidad de la muerte cada uno cuenta una historia sexual, erótica, desobediente y pícara. Hay buen humor y todos se ríen, porque afuera los cerca la tristeza, la crueldad, el desgarro. Se entregan al placer, porque afuera está el dolor. Eros desafía a Tanatos. Como a Sherezade, ellos sienten que las historias que cuentan, las palabras que usan para narrar, son la misma vida que intentan proteger y que celebran. Porque la muerte acecha desde la oscuridad. No sabemos en dónde se aloja, ni por qué viene. Es como un insecto invisible, como la fiera que me sigue por el campo sin que yo la vea. El hombre está ciego ante la peste (lo desconocido, lo que viene a destruirnos). Lo ignora todo y su muerte es parte de ese “no saber”.

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Ahora debo confesarles algo: esto que la epidemia impone a la sociedad se parece mucho a la vida de un escritor: trabajar en la casa, salir poco, leer mucho, estar solo. Por eso, en algunas épocas, el ejercicio de la literatura se ha visto como una actividad socialmente agresiva. Hoy el mundo comprenderá un poco más a estos seres solitarios que, de vez en cuando, salen de sus guaridas y, por eso mismo, son un poco torpes o desadaptados.

Supongo que la mayoría de la gente pasará las horas de encierro en las redes sociales hasta hacer sangrar sus dedos con chats y mensajerías, o acosando su identidad e imponiéndosela a los demás a punta de selfis que les permitan compartir el asombroso misterio (o glamur) de sus vidas. Y una parte, claro, buscará refugio en los libros. Esto puede ser interesante. He visto en Twitter que se multiplican las cadenas de recomendaciones. De algún modo yo mismo lo estoy haciendo aquí al hablarles de La peste y el Decamerón, las más conocidas de la “distopía pandémica”. También Daniel Defoe habló sobre el tema en Diario del año de la peste y Alessandro Manzoni en Historia de la columna infame. Existen incluso dos versiones colombianas del Decamerón: Fragmentos de amor furtivo, de Héctor Abad Faciolince, y, pidiendo excusas al respetable, mi propia novela Necrópolis. Ambas hijas de la obra de Bocaccio.

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Otros lectores, un poco agobiados por el bombardeo cotidiano de noticias alarmantes, prefieren libros de otros temas. A una amiga muy querida, por ejemplo, le recomendé El cuarteto de Alejandría, una historia múltiple que empieza con la enigmática Justine, mujer casada con un magnate egipcio, pero que decide hacerse amante de un escritor pobre. Es una de las novelas de mi vida. O lo que ando releyendo desaforado por estos días: El conde de Montecristo. ¡Qué escritor, Dumas! ¡Y qué novela! Precursora de las series de Netflix, pues fue publicada en 18 entregas. Gracias a ella, en estos días terribles, mientras el contagio progresaba en silencio por el país, yo estaba muy lejos, con Edmundo Dantés, detenido en la cárcel del castillo de If, frente a las costas de Marsella, charlando con el abate Faría y luego huyendo en la bolsa de un muerto, lanzado por los carceleros a las aguas del Mediterráneo. Porque leer será siempre una de las formas de la libertad.

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*Escritor.