Tibacuy tiene 5.000 habitantes y casi todos se conocen entre sí. Viven tranquilos, cuentan con todo lo que necesitan, ya que hace años la violencia se acabó. | Foto: Esteban Toro Martínez

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Tibacuy: la joya escondida de Cundinamarca

Tibacuy tiene 5.000 habitantes y casi todos se conocen entre sí. Viven tranquilos, cuentan con todo lo que necesitan, ya que hace años la violencia se acabó.

Juan Carlos Bayona*
27 de agosto de 2017

Hay en una ranchera este verso inolvidable: “Las distancias apartan las ciudades / las ciudades destruyen las costumbres”. Y es cierto. Tibacuy, por fortuna, está muy lejos de ser una ciudad. Y además, no quiere. Ni falta que le hace. Tiene 5.000 habitantes. Casi todos se conocen. Son vecinos con nombres para sus vecinos. Y con apellidos. Comprobé que tienen más o menos lo que necesitan. Un acueducto de un hontanar que los surte sin apenas problemas. Y lo van a ampliar construyendo un reservorio para 10.000 metros cúbicos. El resto lo hacen las leyes de Newton. Los colegios funcionan bien. La salud es aceptable. Tienen dos párrocos. Un comercio básico pero suficiente, y para la dicha de todos y su tranquilidad, la plomacera se acabó hace años. Tal vez hacen falta cosas. Una biblioteca pública, un pequeño cine, otros parques; esas cosas.

Y claro, mejores carreteras. Quizá lo más prioritario, aunque algunos tengan dudas. Incrustado entre los pliegues del cerro de Quinini, en la región del Sumapaz, Tibacuy existe hace más de cuatro siglos. Aquí llegamos el martes 7 de agosto. El primer lugareño que me encontré se llama Roberto Camelo, un campesino nacido, criado y bautizado en Tibacuy, como él mismo dice. Cuando le pregunté por las vías, Roberto, y su amigo Óscar Arévalo, cuentan que las obras arrancaron desde el gobierno del general Gustavo Rojas Pinilla. La carretera iba a pasar por aquí. Se interrumpen, y se quedan pensando un instante mirando los sámanos y las palmeras del parque. Pero la echaron por el otro lado, por Fusa, y nos quedamos aislados. Y es verdad. Tal vez de ahí le venga el lema a Tibacuy: ‘joya escondida de Cundinamarca’. Joya porque es pequeñito y se basta a sí mismo, y escondida porque hay que venir a buscarlo para que aparezca.

Pero volvamos a las carreteras. A fuerza de convenios y de canalizar dineros de la Nación y del departamento, a través del Instituto de Infraestructura y Concesiones de Cundinamarca (Iccu), el presupuesto del pueblo de 5.600 millones de pesos hoy es de 12.000. Lo que me dijeron muchos habitantes del pueblo sobre las obras es casi exacto a lo que me decía el alcalde, Eduar Serrano. Y eso no es fácil encontrarlo. Coinciden casi al centímetro.

El alcalde, un hijo de Tibacuy, conoce su pueblo y sabe que el crecimiento es imparable. Pero lo quiere hacer bien. Ordenado. Estudiado. Y sabe también que el 95 por ciento del municipio es rural, por eso con el apoyo del Iccu logró intervenir todas las vías terciarias del pueblo, que son, para decirlo en buen romance, los caminos de las veredas, esos que se van viendo al lado y lado de la carretera y desaparecen cuando apenas uno voltea a mirarlos.

Pues bien, esos caminos son como las nervaduras de una hoja y la carretera, como su vena. Y por ellas, nunca mejor dicho, corre la savia del pueblo que son los productos de la tierra y del esfuerzo del hombre. Para el caso de Tibacuy, café y hortalizas y frutas, muchas frutas. Lo que pasa es que no vemos estos caminos porque son pequeñitos, casi invisibles, y además empinados y sinuosos. Tal vez por eso los llaman vías terciarias, pero el nombre está mal puesto: sin las nervaduras la vena no serviría para nada y la hoja se secaría y acabaría marchitándose. No deberían estar en tercer lugar. Lo que pasa en realidad es que al viajero las vías terciarias no le interesan demasiado porque él va cómodo en su vena, vale decir, en la carretera departamental, que aunque maltrecha y por tramos desvencijada, lo lleva y lo trae sin demasiados problemas. Sin embargo, la necesidad está en otra parte.

Por ello se intervino, de la mano del Instituto de Acción Comunal, el ciento por ciento de los caminos veredales con una estrategia conocida: la placa-huella. Se le llama así porque está hecha en concreto reforzado con dilataciones en piedra fija también en concreto, que permiten el paso de los camiones y los camperos. Y como el tráfico no es mucho y es más bien de mediano peso, la placa huella se ha convertido en una especie de masaje amigo que permite el flujo de la sangre, casi literalmente, que viene de los surcos y las cementeras de toda la región. A veces tienen 50 metros los tramos, a veces 100 y los hay hasta de 200. Lo cierto es que no existe una sola vía terciaria que no tenga su placa-huella, su catéter aliviador.

Como era de esperarse, los campesinos ahora respiran más tranquilos. El tiempo para sacar sus cosechas es menor, y los fletes del transporte, también. Así me lo dijeron varios de sus habitantes. Pero no dejan de pensar en la carretera departamental, la que más se ve. Y ahí también se nota el progreso. A cinco minutos en carro (la distancia en nuestro país se mide en tiempo no en kilómetros) de Tibacuy, está Cumaca, su hermano gemelo. Hasta allí fuimos a acompañar al alcalde a los actos conmemorativos del 7 de agosto. Tuvimos que esperar a que nos dieran paso, porque las máquinas nos lo impedían. Llama la atención el tamaño de la maquinaria con el tamaño de la carretera, lo cierto es que los arreglos se empiezan a sentir en el turismo y, por supuesto, en la llegada más fácil a los centros de acopio.

En Cumaca, por las celebraciones, tuvimos que bajarnos del carro varias cuadras antes de llegar. Como debe ser. Obvio, no encontré a nadie que mirara con indiferencia el arreglo de la carretera mayor, que a su vez desemboca en la autopista a Girardot. Eso es apenas natural. Pero no quieren que en sus pueblos, pequeños y dulces, los perros no puedan seguir haciendo la siesta sobre ella, y que los colegios dejen de hacer sus procesiones al aire libre, y la banda del maestro Luna no pueda interpretar el himno nacional en plena vía, ni que los bailes y las comparsas se tomen todas las calles, por estar poniéndole más cuidado a la vena que a la nervadura, no quieren que, por acortar las distancias, se les olviden sus costumbres. O quizá soy yo el que no lo quiere.

*Educador.