En algunos rincones de Útica aún se ven las heridas que dejó la avalancha del 2011. Sin embargo, hoy los lugareños salen adelante gracias a la agricultura y al turismo. | Foto: Mario Pedraza

INVESTIGACIÓN

Así es Útica hoy, siete años después de la avalancha que lo destruyó

La vida en en este municipio cundinamarqués transcurre tranquila. El pueblo les brinda diversas opciones a los turistas (tradicionales, caminantes o extremos) y ha comenzado una nueva historia.

Antonio Morales*
27 de agosto de 2018

Útica es un pueblo cálido, oloroso de panela, pintado y atravesado por todos los pájaros habidos y por haber, donde la gente prefiere la fantasía del apodo al rigor del nombre. Uno de esos pueblos tranquilos, donde poco sucede y la calma la rompen la llegada de la flota o el trasegar de los viejos camperos Carpatti. Y un día pasó… eso.

El 18 de abril de 2011 la tranquilidad de los días arrumados uno sobre otro, se vio invadida por una avalancha de lodo provocada por el desbordamiento de la quebrada Negra, que afectó casi todo el casco urbano.

La embestida torrencial de la naturaleza pudo haber sido una especie de Armero, pero la oportuna alarma permitió que la población se salvara a las carreras. Solo dos personas fallecieron. Pero el pueblo anegado de barro, troncos, ramas, pedruscos y todas esas cosas sin nombre que llevan las avalanchas, se vio profundamente afectado por la argamasa invernal de aquel año once, que cruzó todo el país de la mano de La Niña, reina lluviosa de la devastación y el ahogo.

Algo más de siete años después, hay que buscar las cicatrices con esmero en un pueblo recuperado, en gran parte con recursos de la Gobernación de Cundinamarca, pero que no olvida. Solo hurgando en las esquinas y en los lotes, aparecen las heridas, las costras y tajos de la fuerza de la quebrada que se subió siete metros. Y entre las ruinas, las más bellas –porque las ruinas tienen esa estética de lo derruido, de lo perdido que aún se ve–, está la del colegio Manuel Murillo Toro. Me adentro entre sus patios y edificaciones agonizantes, entre todo lo revuelto. ¿Puede haber un turismo de lo macabro? Tal vez sí. Millones de personas van a Pompeya para ver la vida muerta en un instante, o a Armero para recorrer los caminos del fango asesino hoy seco como el viento.

Los gritos y risas del recreo aún cuelgan de los árboles y las paredes, en esta ausente crónica. Pelados y peladas han vuelto para dejar sus esperanzas o sus quejas pintadas en tableros y paredes: “Presa de la naturaleza”, “Este no es el fin”, “¿Cómo nos educamos?”, o bien el lánguido testimonio hiperrealista: “Nadie aquí”. ?A pocas cuadras acontece Colombia, con todo lo crudo y maravilloso que puede ser este país. El nuevo colegio de primaria y bachillerato Manuel Murillo Toro es una serie de casetas hirvientes alineadas sobre la vieja vía férrea que iba tan lejos… oliendo a Magdalena y bullicios, descolgándose por las montañas hacia el progreso, cortada de tajo cuando la otra avalancha, la de tractomulas e insensatos, acabó con los trenes.

Un colegio en ruinas y otro construido sobre ellas. Virtud o error, según se mire. Ironía y quizá metáfora de necesidades y de ese salir adelante de nuestro pueblo frente a las adversidades. Una institución que será trasladada a las afueras del municipio donde volverá a nacer. Útica, sin olvidar, se ha desprendido y salido bien librado de aquel golpe de la naturaleza. Ha encontrado en la tradicional ganadería y la agricultura de caña de azúcar, guayaba, banano o aguacate, el camino para enderezar las finanzas del municipio y de no pocas personas; y ha llegado el turismo, dividido en tres tipos de visitantes.

El primero, el tradicional. Que viene a veranear, a pasar los días en torno a una piscina en medio de las ceremonias típicas de la chancleta, la pola y el viudo de bagre, el estridente vallenato, la visita al restaurante y a veces el baño de asiento en la hoy mansa quebrada que puede convertirse en un volcán horizontal. Ese turista adoba su piel con bronceadores y su mente con letargos, cuando llueven sueños.?El segundo, el caminante. El turista que quiere perderse en los senderos montañosos, mirar el horizonte hecho de lomas y lomas que bajan o suben, según se aprecie. El que prefiere degustar el paisaje desde trochas y riberas. Desde las hondonadas donde se practica la arqueología del instante, en esos territorios campesinos cruzados por aguas, vegetaciones apabullantes, Andes calientes donde huele a prehistoria, a indígenas panches celebrando en los recodos, con ese pajarerío que canta incansable. Parajes con todos los verdes del universo. Tierra hoy sin guerra donde ya nadie se esconde detrás de los guaduales. Y esa gente de Útica, mestiza sí, pero también blanca y ojiclara, evidencia de que por aquí pasó cualquier Federmán dejando su ADN del Rin.

Y el tercer turista, el extremo. El que quiere mezclarse con las aguas o las rocas, el viajero corpóreo y de latidos, a quien se le ofrece el turismo de aventura con escenarios perfectos para el rafting, el kayak, torrente en neumáticos, torrentismo en cinco cascadas, rapel, motocross, ciclismo de senderos, o bien el parapente para quien pretenda sentirse como un gavilán bajando desde los riscos en circular vuelo hacia los valles. Turismo lleno de atractivos naturales y aun sobrenaturales, como los atardeceres de arco iris o las noches estrelladas.

Y unos y otros, los turistas de gustos distintos y bolsillos diferentes, todos podrán albergarse en hoteles y hotelillos, en fincas y hostales. Mochileros o sedentarios, todos bienvenidos a este municipio de fondo marino elevado por los cataclismos primigenios, bienvenidos al billar del pueblo, a la plaza pintada por la ausencia de acontecimientos, a la deliciosa molicie de los días sin afán.

Les espera la sombra, les espera el guía “buche e pájaro” o cualquier otro. El territorio se dispone a cambiarles por unos días las ideas y confortarlos con el agroturismo, la ruta de la panela o de la miel. La avalancha de 2011 ha sido perdonada. Ahora es memoria. 

*Periodista.