El líder indígena Argemiro Prieto, quien apoyó la minga en un principio, pero luego se apartó. | Foto: Iván Bernal

CRÓNICA

El municipio que les dijo sí a los hidrocarburos

Ortega, en el Tolima, vivió una crisis económica tras la minga indígena que obligó a parar las explotaciones en la zona. Sin embargo, por medio de una acción popular, sus habitantes le dieron el aval a esta industria.

Iván Bernal Marín*
8 de noviembre de 2018

Con unos 36.000 habitantes, Ortega es una de las poblaciones más grandes del sur del departamento del Tolima. Hoy sus calles lucen vibrantes, transitadas por camiones cisterna que arrastran largos tanques de combustible. Rugen y dejan una estela de resplandor plateado sobre las vías recién pavimentadas, abiertas entre densos matorrales y palos de mango. También pasan cabras, mototaxis y algunas gallinas cacareando con el cuello erguido.

Al fondo aparecen los Cerros de los Avechucos, enmarcando el horizonte. Son unas formaciones rocosas y cuadradas, como cajones que se alzan hasta 2.600 metros hacia el cielo. El mito dice que unas aves gigantescas llegaban a posarse allí, en el amanecer de la humanidad. Pero el último gigante que vieron en Ortega fue Ecopetrol.

Lo más cercano, ahora, es la firma Hocol, filial del grupo empresarial estatal. Y tal parece que la mayoría de sus habitantes no quiere que alce el vuelo. Porque en las calles de Ortega crece una nueva historia que empieza a cobrar fuerza de mito o leyenda. Este es el primer pueblo colombiano que le dijo sí a la exploración y extracción petrolera, y que se manifestó masivamente para favorecerla.

Dieciocho meses de minga

Cuando el petróleo se fue, Ortega se convirtió en una población fantasma. El restaurante de Wilson Melo Fuentes quebró. José Isledier Ducuara tuvo que sacar a sus dos hijos de la universidad y entregar un apartamento que estaba pagando.

Wilson y José no se conocen, pero quedaron del mismo lado de la moneda que voló por el aire en 2015, cuando varias comunidades de indígenas pijaos declararon una minga y se tomaron las instalaciones del campo petrolero en el sector Toledo, para hacerle una serie de exigencias al gobierno nacional. Ambos quedaron del lado de los perdedores.

José tiene 57 años y ascendencia y cultura indígena. Trabaja en campos petroleros desde hace casi tres décadas, cuando aún no habían nacido sus hijos, Álvaro Isledier y Yaizuri Cecilia. Camina entre tanques y piscinas negras en la reabierta zona de operaciones en Toledo. Hace un alto para hablar de lo más impactante que le tocó vivir: ver a compañeros y familiares entre aquellos que bloquearon las actividades y lo dejaron sin trabajo por más de un año. El sol parte las nubes grises y destella en su casco.

“No dejaban pasar nada. Lo que quedó adentro, quedó adentro”. Los establecimientos de comercio de la zona urbana empezaron a cerrar sus puertas. Solo había actividad laboral en el hospital, la inspección de Policía y las oficinas de la Alcaldía. Y la iglesia. Vio a amigos y vecinos irse a vender aguacates en los semáforos de Bogotá.

Aunque ya había abonado 57 cuotas de un apartamento, no pudo cumplir con su pago durante tres meses y el banco se lo quitó y lo remató. Sin embargo, dice que no guarda rencores. Hoy habla con una voz tranquila, sin reproches, resignada. “Lastimosamente fueron los efectos del problema social que se generó acá. Lo tomé como algo que le pasa a uno en la vida. Igual, hay que levantarse, seguir y no culpar a nadie”.

En 1992 José empezó su vida laboral como conductor de maquinaria pesada. Ahora es capataz de producción. Una de sus tareas es velar por un contador de días sin accidentes en el campo. Suman 627 desde que todo se normalizó. “Antes llevábamos 3.600 días sin accidentes”, dice. La minga implicó borrón y cuenta nueva. El próximo año sus hijos se graduarán de ingenieros electrónicos de la Universidad de Ibagué.

Wilson Melo también tiene dos hijos, de 20 y 19 años, y como José, se vio obligado a reanudar sus cuentas. Pero su historia es la de un afectado que pasó del lamento a la acción; un negociante que se convirtió en activista cuando se vio contra las cuerdas.

Movilización por el Sí

Wilson vive a unos 30 minutos del campo petrolero de Toledo, en el centro de Ortega. En la plaza, algunos jóvenes se agrupan en las bancas a disfrutar con sus celulares de la señal de wifi gratis, cobijados por árboles frondosos, rodeados de casonas de techos rojos encendidos con la luz de la mañana. Wilson solía tener su restaurante por allí; ahora despacha desde el patio de su casa, a unas seis cuadras. Conservó el nombre incluso después de la quiebra: La Fonda de Pompi, en honor a su padre, Pompilio.

Les vendía almuerzos a las empresas y a contratistas petroleros. Preparaba entre 60 y 80 platos diarios. Hasta 200, cuando hacían eventos con empleados y comunidades. Alcanzó a facturar 18 millones de pesos mensuales. Un día, con el paro, cayó a cero. Tuvo que despedir a las cocineras y entregar el local.

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En ese momento, uno de los líderes de la minga indígena promovía una consulta popular en la que les preguntaba a los habitantes de Ortega si estaban de acuerdo con detener definitivamente toda actividad de exploración de hidrocarburos.

“Con unos amigos llegamos a la conclusión de que teníamos que hacer algo, tomar parte y demostrarles a las empresas que necesitábamos de ellas y las íbamos a apoyar”. Se sumaron vendedores de la plaza de mercado, dueños de ferreterías, trabajadores de estaciones de servicio, comerciantes de electrodomésticos y hasta los mototaxistas, que ya no tenían a quién hacerles domicilios.

‘Sí, Ortega, sí, desarrollo’, se lee en una calcomanía desteñida en el chasís de una motocicleta estacionada en la terraza de la casa de Wilson, a la sombra de una pera de maracá que rompe el andén. Ese es el nombre del movimiento que conformaron para recolectar firmas en favor de la actividad de hidrocarburos. Lograron recoger más de 5.474 de ellas. Superaron por poco las 5.437 que la Registraduría les avaló a quienes querían frenar el desarrollo petrolero mediante una consulta popular.

División indígena

Argemiro Prieto es el líder pijao de ocho comunidades indígenas. Pertenece al cabildo Canalí Venta Quemada, un resguardo ancestral en Ortega conformado por 28 familias. En un principio apoyó la minga. Luego, descubrió que otros líderes no tenían interés en dialogar. “No sabían lo que estaban reclamando y se formó un despelote muy feo. Como cuando pelea la sobrina con el primo y uno no sabe a quién apoyar”.

El hombre de 56 años se quita la gorra y deja al descubierto un pelo ralo y cobrizo. “Yo nunca iba con mentalidad de formar una guerra. No se trataba de que las empresas se fueran de aquí sino de sentarnos a discutir el desarrollo de las comunidades”. Este cultivador de plátano y cachaco, criador de cerdos y vendedor de tamales, terminó apartándose y movilizando a su gente. Como él, cientos de indígenas también se sumaron a apoyar el sí con una única condición: que cualquier actividad que lleven a cabo las compañías debe ser respetuosa con el medioambiente.

Combustible municipal

En su oficina, con un crucifijo a las espaldas, el alcalde Benjamín Aponte explica la importancia de este sector en Ortega. Por cuenta de esos 18 meses de paro dejaron de percibir cerca de 1.000 millones de pesos.

El municipio tiene una tradición de más de cinco décadas de explotación petrolera. Los indígenas afirmaban que eso está acabando con los ríos, la flora y la fauna, y reclamaban que era hora de detenerla. “Decían que nos íbamos a quedar sin agua. Que la industria nos iba a causar un colapso e íbamos a tener serios problemas de terreno y de salud para los niños. Que ya eran 50 años de explotación y que se debían tomar correctivos. Que nos quedáramos con la agricultura, con el café”.

Anualmente, Ortega recibe unos 6.000 millones de pesos por regalías e incentivos a la producción. Invierte esos recursos en vías, educación, salud, alcantarillado e infraestructura física, entre otros campos. Esto, sin contar subsidios, generación de empleo y programas de responsabilidad social. Mientras hace este cálculo, en el pecho de la camisa blanca del alcalde vibran las tres figuras que conforman el escudo municipal.

“Aquí está la tumba de Manuel Quintín Lame Chantre, el cacique indígena que regía las comunidades en su momento. Ellos lo consideran un ídolo y le hacen sus cultos”, dice, al referirse a la imagen que destaca en la parte superior del escudo: los Cerros de los Avechucos. A un lado están las tres torres de explotación petrolera y, al otro, el café.

*Enviado especial Semana Rural.

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