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Noche de bodas malograda

La novela más reciente del escritor inglés Ian McEwan es una historia de amor que ocurre en los comienzos de la revolución sexual de los años 60.

16 de agosto de 2008

Ian McEwan

Chesil Beach

Anagrama, 2008

184 páginas

En un primer momento, la historia que nos va a contar el escritor inglés Ian McEwan en su última novela parece anacrónica. ¿Dos jóvenes que llegan vírgenes al matrimonio? ¿Una noche de bodas malograda? ¿Cómo así? ¿De qué época antigua vienen a hablarnos? ¿Qué interés puede tener eso para el liberado lector de hoy? ¿La nostalgia de lo retro? Desde luego que no. Lo que tiene Chesil Beach es pura y simplemente el encanto de la buena literatura: una prosa irresistible, unos personajes creíbles en su drama intemporal.

Edward y Florence acaban de casarse y van a consumar su matrimonio en un hotel estilo Eduardiano de la costa de Dorset. Es una noche de julio de 1962. Lo cual quiere decir que todavía no ha empezado en pleno -aunque ya hay breves indicios- la gran revolución sexual de los 60, y la única vía, el único camino socialmente aceptado para tener relaciones sexuales con la persona amada, es a través del matrimonio. "La píldora era un rumor en los periódicos, una promesa ridícula, otro de los cuentos chinos que llegaban de América".

Como todo el mundo, los jóvenes desposados pertenecen a una época y no pueden escapar a ella. Los miedos, los tabúes, la profunda ignorancia en materia sexual, son reales. "Nada se hablaba nunca; tampoco notaban la falta de conversaciones íntimas. Eran cuestiones más allá de las palabras, de definiciones". La época, entonces, señala que Edward y Florence se encuentran asustados, que quieren prolongar a como dé lugar la cena. La cama de cuatro columnas en la que yacerán juntos, al fin, como dos personas adultas y libres, no deja de intimidarlos, aunque se amen con furor. Vale decir, de la cena al pánico escénico.

Pero el contexto histórico, por prolija que sea su indagación, no ofrece una explicación definitiva. Hay algo distinto en esa pareja, unos motivos específicos. Teniendo en cuenta el gran amor que siente el uno por el otro, resulta exagerada su torpeza y demasiado patético y absurdo lo que les está ocurriendo. En la ansiedad de Edward por un desempeño digno, en el temor casi patológico de Florence por la penetración, hay algo que sobrepasa los temores comunes de su generación. Sí, es necesario acudir también a la biografía y a la sicología en busca de mayor claridad. Y, por qué no, a su diverso origen social.

En ese nuevo acercamiento encontramos que Edward procede de un pequeño pueblo de las Chiltern Hills y su padre es un maestro de escuela. Creció en una casa a la deriva -su madre perdió la lucidez luego de un golpe en la cabeza- con dos hermanas menores, entre la mugre y la desidia. Con gran esfuerzo estudió historia -le atrae la vida de esos personajes de bajo perfil que pueden llegar a ser decisivos- y la relación con Florence le ha dado acceso no sólo a una mujer bonita e inteligente, sino al mundo más interesante que gira alrededor de ella. No es para nada un arribista, pero sería inadmisible para él aceptar que todo eso se puede perder por la complejidad de un comportamiento sexual. ¿Cómo explicarlo sin afectar la autoestima? Florence es una violinista con talento, sensibilidad y persistencia. Su origen burgués es para ella simplemente un hecho que facilita las cosas: cumplir más pronto sus sueños de fundar un cuarteto prestigioso. Pese a su vida espiritual y un tanto monástica, a su costumbre de controlar los sentimientos, la aparición de Edward le ha hecho ver que un amor limpio y físico es algo posible para ella.

La época, la sicología, la clase. Ya están esbozados unos personajes para que los acompañemos a develar lo que les impide consumar su matrimonio en forma jubilosa. Aunque nunca es fácil (ninguna época lo es, la revolución sexual, ahora lo sabemos, no fue la panacea), no debería ser tan traumático. Todo es cuestión de paciencia. O de no hacer nada, de esperar. De decisiones tan sutiles dependen a veces los destinos. Esa es la gran apuesta novelística de McEwan. Y al menos él, con Chesil Beach, ganó.