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Violines en el cielo

La ganadora del Oscar a la mejor película extranjera es la historia de un músico que encuentra su verdadero destino.

Ricardo Silva Romero
16 de enero de 2010

Título original: Okuribito
Año de estreno: 2008
Dirección: Yôjirô Takita
Actores: Masahiro Motoki, Tsutomu Yamazaki, Ryoko Hirosue, Kazuko Yoshiyuki, Kimiko Yo, Takashi Sasano, Tetta Sugimoto.

Es, en verdad, una película conmovedora. Un pequeño relato de familia que se le queda a uno por dentro, que crece y crece con el paso de los días. Pertenece a toda una tradición del cine japonés, la de las historias mínimas que revelan el sentido de la vida, a la que han contribuido maestros como Akira Kurosawa (Ikiru), Yasujiro Ozu (Historia de Tokio) o el mismo Takeshi Kitano (El verano de Kikujiro). Su título original, Okuribito, que ningún colombiano interesado en la política dejará pasar de largo, significa algo así como "la gente que envía", "los remitentes". Porque, por supuesto, de eso se trata este largometraje compasivo: de cómo la gente que se muere se convierte en una parábola que nos enseña a vivir, de cómo la muerte, si la recibimos como cualquier otro gesto de la vida, se puede transformar en la moraleja de una biografía.

En inglés la han llamado Departures: "partidas". Y en español le han puesto un título incomprensible: Violines en el cielo. No sé si viene de alguna frase de alguna escena que no recuerdo. Pero, sea como fuere, no tiene sentido. Para empezar, el protagonista, Daigo Kobayashi, es un chelista que se queda sin trabajo cuando quiebra la orquesta en la que trabaja. Viaja al pueblito en el que nació, a la casa que ha dejado vacía la muerte de su madre, con una esposa educada para ponerle buena cara a cualquier mal tiempo que aparezca. Y un día, en medio de su desesperación de desempleado, acepta un trabajo que en un principio le produce una profunda vergüenza (preparar los cadáveres para los funerales) pero que pronto se le convierte en un destino: o, lo que es lo mismo, en una manera digna de poner los pies sobre la vida.

No aparecen, pues, cielos ni violines por ninguna parte. Sólo un hombre que hace las paces con el mundo -con sus absurdos, con sus injusticias, con sus grandes sorpresas- gracias a un oficio inesperado.

Dirigida por el experimentado Yôjirô Takita, que antes de esto ha pasado por todos los géneros imaginables, desde el porno ligero hasta la comedia de buen corazón, la emocionante Violines en el cielo ganó el premio Óscar a la mejor película extranjera de 2009, por encima de obras tan brillantes como Vals con Bashir y La clase. Es, claro que sí, un largometraje excelente. Pero resulta curioso, por decir lo menos, que la clave de su éxito sea que cuenta una historia japonesa hasta la médula (una historia sobre reconocer justo a tiempo cuál es nuestro verdadero destino) por medio de una estructura narrativa que se lo debe todo al cine norteamericano. Daigo, el protagonista, como cualquier protagonista de cualquier guión gringo, sabe muy bien lo que quiere, pero no tiene ni idea de lo que necesita.

Ya lo sabrá. En la escena final, que llegará, quizá, un poco tarde, tendrá que aceptar que la vida, como los dramaturgos de oficio, nunca deja cabos sueltos.