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‘Chente’ Díaz, 23 años después de su crimen | Foto: Archivo particular

CICLISMO

Estrella rodante... y fugaz: Chente Díaz, 23 años después de su homicidio

Este es el relato de Katalina Alayón la esposa del prometedor ciclista asesinado en 1995 y a quien las habladurías relacionaron con el narcotráfico. El crimen quedó en la impunidad y la mujer y sus hijos han cargado la cruz de las especulaciones apresuradas. Vida y obra del pedalista.

Por Andrés Felipe Escovar. Especial para SEMANA.COM
28 de septiembre de 2018

Bogotá, 2 de mayo de 1995. Despacho de la Agencia EFE. “El ciclista colombiano José Vicente Díaz, de 30 años, que militaba en el equipo Portugués Quintanilla, fue hallado muerto en una avenida de los cerros orientales de Bogotá. En principio se creyó que había fallecido en un accidente de tráfico, pero después se comprobó que fue de un disparo en la cabeza y que su cadáver fue arrojado desde un automóvil. Díaz había estado en el también equipo portugués Sicasal, con Edgar Corredor, y en el Café de Colombia. Estaba casado y tenía dos hijos. Había ido a la capital colombiana a resolver unos asuntos personales y su mujer expresó su extrañeza por el asesinato, porque no estaba amenazado de muerte”.

Veintitrés años, cuatro meses y algunas semanas después, Katalina Alayón, entre sorbo y sorbo de café, se lamenta por lo que llama la impunidad naturalizada por parte del mundo ciclístico de Colombia. Quisiera no sentirlo, esa situación generó un manto. La decisión fue ‘mantengámonos al margen del asunto’”, dice la esposa del ciclista José Vicente Chente Díaz, campeón de la Vuelta a la Juventud de 1986.

El despacho de prensa fue apenas una pieza suelta del lacónico rompecabezas que se tejió en torno al hecho. 8550 días después de que su cadáver apareció en la Avenida Circunvalar con carrera 22 de Bogotá, no han parado las suposiciones sobre las causas del crimen y quiénes fueron sus autores. Como muchos delitos que se cometen en Colombia, el de Chente Díaz terminó engavetado en los archivos de un juzgado.

Fueron muchas las tinieblas que envolvieron ese episodio del ciclismo colombiano. Se levantaron con una insinuación de la serie de televisión Pablo Escobar, el patrón del mal: una cámara enfocaba a un televisor en donde se registraba el asesinato de un ciclista, crimen que fue relacionado con el narcotráfico, la tragedia nacional que en los años noventa solía explicar parte de los crímenes sin respuesta.

La víctima termina siendo la culpable, dice Katalina.


Foto: Cortesía

La hermana de Ángel

Un profundo silencio prologa los recuerdos de Katalina. El primero que se le viene a la memoria es el de Ángel Noé, su hermano mayor, que conoció a José Vicente a comienzos de la década de los ochenta.  En 1982, ambos formaron parte del pelotón que corrió la Vuelta de la Juventud. La familia Alayón salía a ver entrenar a Ángel. Allí conocieron a José Vicente.

Mi casa siempre estuvo llena de ciclistas. Los amigos de mi hermano lo molestaban, le decían ‘cuñado’. En ese grupo estaba José Vicente. Los dos corrieron por los equipos Pastas Nuria y Café Águila Roja. Iban al velódromo y allí mi hermano me lo presentó. Desde esa época empezamos a ser novios: él me miraba a tres cuadras y decía ‘ella es mi novia’, yo también lo veía a tres cuadras y decía: ‘él es mi novio’”.

Katalina tenía solo quince años y su noviazgo con el joven ciclista discurrió a través de los mensajes que su hermano Ángel le llevaba. Aunque, cuando José Vicente llamaba a la casa, ella era la que contestaba el teléfono y aprovechaban para charlar un rato.

Tiempo después, José Vicente se trasladó a Manizales para correr con el equipo Aguardiente Cristal, camiseta que vistió durante un año. Solía enviarle a Katalina cartas de amor escritas en las servilletas de los restaurantes donde descansaba, después de largas jornadas de entrenamiento.

Foto: Cortesía

Una decisión irreversible

Mi matrimonio fue con pedida de mano. Yo ya había cumplido 18 años. Él habló con mis padres y hubo una especie de negativa de parte de ellos.  José Vicente se paró y dijo: “Les estoy informando, no pidiéndoles permiso.

Se casaron con una ceremonia muy grande, como la que Katalina había vislumbrado en sus sueños de infancia.

Duramos mucho tiempo casados. Si él estuviera en este momento, lo seguiríamos estando.

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Dulce compañía

A José Vicente Díaz le gustaba el campo y la tranquilidad que le prodigaban esos espacios. Solía ir con Katalina en bicicleta a parajes aislados. Caminaban entre la vegetación de la cordillera de los Andes, donde han brotado los más grandes escaladores del ciclismo colombiano. En uno de esos paseos, antes de la Vuelta de la Juventud de 1986, Chente le confesó que su objetivo era ganarla para luego cruzar el charco competir en Europa, en la élite del ciclismo mundial. En esas charlas, Chente urdía los escenarios de extensas etapas que quería protagonizar con escapadas imposibles.

Me gustaban su rebeldía y coraje. No era muy obediente. Lo que se metía entre ceja y ceja lo lograba. Eso lo recordábamos como pareja. Cuando ganaba, nos reíamos de cuando soñaba despierto con esos triunfos.

José Vicente compartía con su esposa Katalina los planes de ataque en las diferentes clásicas y vueltas. La llamaba por teléfono desde algún hotel y le confiaba la que sería su estrategia. A veces Katalina lo acompañaba, como en la llegada de la etapa  Honda-Bogotá de la Vuelta a Colombia de 1990. Ya había ganado la fracción trazada entre Socorro y Tunja. Cuando José Vicente llegó de primero a la capital, ella le puso la camiseta en el podio.

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Un campeonato soñado

Bajo la dirección del Llanero solitario, Ricardo Ovalle, en 1986 José Vicente Díaz emprendió el camino hacia lo más alto del podio de la Vuelta de la Juventud, famosa por que edición tras edición lanzaba a los pedalistas jóvenes hacia el profesionalismo en Colombia.

Sostuvo una competencia muy reñida con Josué López -recuerda Katalina-. Chente ganó con un recibimiento en El Campín. Gracias a que él fue un ciclista combativo, pronto lo reconocieron, al igual que a mi hermano. Entonces, cuando me vieron llegar al estadio, tuve la oportunidad de que me dieran un lugar privilegiado. En esa vuelta estuve todo el tiempo en Bogotá, pero él, de antemano, me decía dónde iba a estar.  Luego de los masajes, hablábamos dos o tres horas por teléfono. Me contaba con pelos y señales todo lo ocurrido en la etapa. Tengo presente esos momentos en los que lo regañaba porque se sentía débil. Le decía que si veía que no podía que volviera a casa. Esas palabras le caían como un reto, lo impulsaban a seguir. Me contaba punto por punto todo, absolutamente todo. De ahí aprendí a conocer sobre clasificaciones y más cosas del ciclismo. Así me fui metiendo en ese tema. Lo conocí tanto a que sabía cómo iba por su rostro. Fue una experiencia muy bonita.

Cuando José Vicente Díaz se coronó campeón, Katalina le regaló un león de peluche, como esos que regalan a los ganadores en el Tour de Francia. Ese muñeco se convirtió en su amuleto. Lo bautizó Chentico. 


"Chente" Díaz cuando ganó la Vuelta de la Juventud. Foto: Cortesía

La curva de la resurrección

Después de coronarse campeón de la Vuelta a la Juventud, José Vicente Díaz se fue con su equipo Thomas de la Rue a República Dominicana. Allí lideró la competencia hasta que una fiebre y una caída se le atravesaron en su camino a un nuevo título. Pero la victoria quedaría en casa, pues se puso al servicio de su amigo y cuñado Ángel Noé, quien levantó los brazos al final de la carrera.

Unos meses después la escuadra se disolvió. José Vicente fue fichado por el equipo Cafam, dirigido por Roberto Sánchez. Una nueva etapa en su carrera, la más dolorosa, pues una lesión en el tendón de Aquiles lo apartó un año de la carreteras.

El año en que estuvo inactivo ya habíamos ahorrado lo suficiente y nos fuimos a Tunja, donde vivían sus abuelos. Allí Chente adelantó su tratamiento médico. Fue una época triste pero nos acompañamos. Estuvo inmovilizado, un par de meses con yeso hasta que empezó a entrenar por cuenta propia. Sorpresivamente lo llamaron para volver a correr. Volvió. Tengo una anécdota muy chistosa de la Clásica a Santander. El profesor Carlos Pérez le dijo: ‘José Vicente, mañana lúzcase que vendrán personas de Europa’. Yo estaba ahí, acompañándolo. Fue tanta la angustia de Chente en esa etapa que cuando lo vimos estaba en una curva vomitando. Cuando se terminó la etapa, Carlos Pérez le dijo: ‘perfecto, hermano, todo el mundo lo vio’. A él le dio risa porque le ganaron los nervios y se sobrecargó de ansiedad. Efectivamente se lució: todos lo vimos vomitando en esa curva.

El regreso de José Vicente Díaz se consolidó cuando ingresó al ilustre equipo Café de Colombia, con el que ganó una etapa de la Vuelta a México en 1989.

Foto: Cortesía

Táchira, 1990

La Vuelta al Táchira era el clásico regional del ciclismo sudamericano. En la cordillera se libraron feroces batallas entre colombianos y venezolanos, alimentadas por las chapuzas políticas anuales. En las refriegas, grandes nombres como los de Patrocinio Jiménez o Miguel Samacá ocuparon el primer lugar del podio. En los años ochenta, los soviéticos asaltaron la competencia. Se presentaron como una nueva potencia que quería conquistar espacios diferentes a los de Europa occidental para ganar aliados. Casualmente en 1990, cuando se aproximaba el fin de la Unión Soviética y varios cambios en el mundo, la carrera profesional de José Vicente Díaz también daría un giro.

"En el barrio donde vivíamos en Tunja Chente era muy querido -recuerda Katalina-. Los vecinos ponían los bafles afuera y todos escuchábamos las carreras. Da la casualidad que el día que ganó una de las etapas estaba de cumpleaños e hicieron la transmisión desde mi casa. También triunfó en la contrarreloj, dos etapas más y en la clasificación general. Él se fue con todo a ganarla. Era muy bonito porque el acompañamiento de todos los vecinos y la familia fueron muy importantes".

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Al otro lado del charco

La llegada a Europa era inevitable. Café de Colombia ya se había despedido de sus años más gloriosos y el ciclismo nacional parecía caer en una depresión. José Vicente fue contratado por el equipo portugués Quintanilla. Katalina se quedó en el país. Estaba embarazada de su hija Luisa.

Chente vino para el parto. Siempre tuvo un alto concepto de la gratitud.  Recuerdo que el equipo español Kelme lo buscó y él decía que prefería guardarle lealtad a Adriano Texeira, quien le brindó su casa y su apoyo cuando José Vicente llegó con una mano adelante y otra atrás. Tanto lo apoyaron que le dieron cupo para que llevara a un ciclista colombiano que lo acompañara. Fue así como mi otro hermano, Alfonso Alayón, se marchó con él. Cuando uno está casado con un ciclista, tiene que ser más fuerte. Eso fue lo que yo aprendí. La mente del ciclista tiene que estar tranquila. Uno tiene que ser un soporte, no una carga.

José Vicente solía llamar a Katalina cada semana, hasta que no pudo aguantar más la distancia. Le pidió a Adriano Texeira una casa y un carro, aunque tuviera que recibir menos sueldo. Quería que su esposa y su hija estuvieran en las llegadas de las diferentes competencias en las que participaba.

Recibimos muy buen trato, éramos los consentidos. Duramos tres o cuatro años. Mi vida diaria era normal y me salió el gusto por la asesoría de imagen. Fue una época muy tranquila porque yo tenía la posibilidad de estudiar, trabajar y estar con mi hija Luisa. El único estrés era pasar la autopista y llegar a la playa.

El ambiente de las competencias era diferente al de Colombia.  Se extrañaba el fervor que hervía por las carreteras nacionales hace 30 años. En ese tiempo predominaba la imagen de que el escarabajo soportaba cualquier adversidad, pero al otro lado del Atlántico nada sucedía por casualidad, y todo era producto de la medicina, la ingeniería y la nutrición. 

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Regreso a casa

En 1995 el equipo portugués Quintanilla se unió con la escuadra Ryalcao para competir en Colombia. Fue la oportunidad para que la familia Díaz regresara a su patria. Además de las carreras, aprovecharían para empezar los trámites para radicarse después en Portugal.  Volvieron a instalarse en Tunja. Todos los días José Vicente salía a entrenar. Durante mes y medio Katalina solía recibir a los ciclistas que frecuentaban la casa familiar.

Fueron días de esplendor que terminaron de forma abrupta cuando José Vicente decidió ir a ver a su cuñado en la etapa final de la Vuelta a Colombia de 1995.


Foto: Cortesía

José Vicente se fue a Bogotá el día antes de la cronoescalada. Viajó con dos bicicletas para llevarlas a mantenimiento. Se iba a quedar donde unos amigos y de ahí saldría al alto de Patios, donde llegaban los competidores. Esa tarde hablamos y me dijo dónde estaba.

A Katalina la atropellan recuerdos confusos, que llenan de vacilaciones su relato. A medida que se acerca a comentar aquel instante en que se enteró de lo que pasó con su esposo, sus palabras se llenan de ansiedad ante lo que fue un desenlace inevitable y demoledor. Como la de quien teme a las alturas y se precipita al abismo para deshacerse del terror a la caída.

En la noche no me llamó. Al otro día llamé muchas veces a mi hermano Ángel pero me dijeron que se había ido temprano a ver la etapa. Yo me fui a buscar a mi mamá para almorzar con los dos niños y no sabía lo que pasaba. En esa época nosotros teníamos un taxi y el cuñado mío que lo estaba conduciendo me buscó en el restaurante y me entregó un papel con un número anotado. Me dijo que llamara a mi hermano Ángel porque como no me había podido ubicar, se había comunicado al taxi. Durante el almuerzo miré el papel y pensé que no debía ser nada importante. Luego nos fuimos al centro a comer un helado y allí, desde unas cabinas, llamé pero no me contestaron.

Bogotá, entre la bruma

Al regresar a la casa, Katalina vio a un grupo muy grande de personas apostado en la puerta. Por un momento pensó que su vivienda se había incendiado pero todo cambió cuando vio a su suegra llorando. Atravesó el remolino humano en el que brotaba la afirmación de que a José Vicente lo habían matado.

Yo no entendía a cuál José Vicente se referían. Me comuniqué con mi hermano y él me dijo: ‘alístese porque jodieron a Chente, al parecer está muerto’. Yo tenía 26 años. Recuerdo que nos fuimos con mi cuñado y mi suegra a Bogotá y mi mamá se quedó con los niños, ya había nacido José Vicente. Creo que recobré la noción de la realidad como al mes. Entré en un shock emocional, de elevarse fuera del mundo real, de no comprender nada, de no entender nada. Pensé que era una equivocación pero me encontré con que era verdad. Cuando llegamos a Bogotá, mi hermano me dijo que debía ir a las oficinas de la Fiscalía en Paloquemao. Allá me entregaron una bolsa con las pertenencias de José Vicente: la argolla de matrimonio y una cadena con la virgen de Portugal. En ese momento yo no estaba conectada con la realidad. Me dieron un número en un papel y nos fuimos a Medicina Legal donde corroboramos que era él.

Katalina aún se pregunta porqué en el lapso de tiempo entre el almuerzo con su madre y sus hijos, en el paseo a comer helado por el centro de Tunja, no se enteró de nada a pesar de que todo el mundo sabía lo ocurrido. No se percató ni siquiera de alguna extraña mirada.


Una cruz a cuestas

Katalina también fue objeto de las indagaciones hechas por la Fiscalía para esclarecer el crimen. Averiguaron por sus “grandes” cuentas bancarias, a las que se refiere con ironía, pues lo único que tenían era una casa que aún le debían al banco. La interrogaron en dos ocasiones y  era visitada con frecuencia por funcionarios judiciales.

Asumo y presumo que hubo seguimientos. El caso fue trasladado a Tunja y tuve de sombra a un investigador por mucho tiempo. Supuestamente yo debía saber lo que pasó. Lo que tengo claro es que fue un absurdo. Dejaron a unos bebés sin su padre, a una mujer viuda, acabaron con una figura del ciclismo que habría podido trascender mucho más y, sobre todo, a una buena persona, llena de amigos.

Dentro de las especulaciones, surgió la hipótesis de transacciones turbias. Katalina dice que de haber sido así hace tiempos se hubiera comprobado.

Le quedó fácil al amarillismo decir cualquier cosa y quedó un manto oscuro que aún lo lleva uno. Es muy triste que a uno lo terminen vinculando con casos oscuros cuando eso no es así. A Chente lo vincularon con el narcotráfico, como solían hacer en esa época con cualquier víctima de un hecho violento. Hay cierto periodismo que no tiene en cuenta el futuro de las personas y que los hijos de los afectados crecen y no pueden seguir llevando una marca.

Katalina contrasta a la inepcia de las entidades judiciales y la ignominia de algunos medios de comunicación con las apreciaciones de la gente del ciclísmo.

Miguel Bermúdez y Miguel Molina dijeron que si a José Vicente lo mataron fue por callar algo y no prestarse para transacciones oscuras. Hasta un mecánico de bicicletas dijo que vio a Vicente subirse a un carro con un ramo de flores pero hasta el momento no me han aparecido hijos ni amantes. Yo tengo una intuición de lo que fue. Hay cosas que se hablan y se dicen pero las víctimas vivimos con miedo porque terminamos siendo los culpables. Jamás he practicado la mendicidad ni acepto salir como la viuda pobrecita porque tengo la capacidad del trabajo. Sí, sé que en algún momento de la historia de Colombia hubo causas oscuras y uno trata de dejar todo eso quieto por el miedo que da, porque tengo hijos, porque se puede herir a alguien y la víctima termina con temor y prefiere guardar silencio. Nada me va a devolver a Vicente y uno se hunde en el silencio y en el miedo.


Foto: Cortesía

La ausencia

Las conjeturas del asesinato llegaron hasta el escritorio de Adriano Texeira, el propietario del equipo Quintanilla. Él se comunicó vía fax con Katalina, pero luego todo se difuminó porque ella debía ocuparse de sus dos bebés: Luisa tenía cuatro años y José Vicente un año y medio.

Luisa tenía mucho amor por el padre, ella lo recuerda. Tuvo tratamiento médico porque enterraba sus muñecos. Cometimos el error de que viera a su padre en la funeraria. Sentía que los demás eran culpables por meter a su papá en esa cajita. Eran momentos de confusión y ella no entendía por qué habían puesto a su papá allí. Eso no se supera jamás. Una pérdida así no es reemplazable, pero el dolor va cambiando de forma, te acostumbras a la ausencia… Es algo muy difícil y dura toda la vida...

Yo había quedado muy dolida de los comentarios. De que te señalen. Que tengas esa marca en la frente de la “viuda del que mataron”. Son tan delincuentes como los asesinos aquellos que hacen señalamientos y juzgan sin conocer. No tienen ni la mínima noción del daño que se le hace a las personas, del daño que me hicieron a mí y a mis hijos. Yo lo llamo como el manto oscuro que te cubre. Sí, me saludan, me abrazan, pero ahí está esa oscuridad. Que cada cual piense lo que quiera. Mi cabeza está en alto”.

Katalina decidió alejarse del ciclismo, era la mejor manera para abstraer a sus hijos de ese mundo en el que vivió su padre. Parecía vivir dentro una burbuja, que al final, como todas, termina por estallar.  

Lo que se hereda… 

Año 2010, Girardot. Era la hora del almuerzo y Katalina se topó con una vía cerrada por una clásica que se corría en el municipio. Intentó trazar un nuevo trayecto para así no encontrarse con algún viejo conocido o con algún recuerdo. Sin embargo, desde lejos, el narrador Rubén Darío Arcila la reconoció. Le pidió una entrevista. Se regó la bola de que ella se encontraba en el lugar.

La entrevista con Rubén fue de lágrimas, estaba con su libro ‘El último apaga la luz’. Yo fui un poco renuente con el asunto pero eso se volvió jolgorio y me invitaron a la etapa para que bajara la bandera. Al otro día acompañamos la etapa y mi hijo me dijo que qué tal que fuera ciclista. Yo le dije ‘mejor no’. Él ya estudiaba cocina".

José Vicente, el hijo de Chente, se acercó furtivamente al ciclismo. Su cómplice fue su tío Alfonso Alayón. Organizaron una competencia de un ascenso de tres kilómetros. Le dieron zapatillas y un casco improvisado, suficientes para que empezara a pedalear con un estilo muy parecido al de su padre. Cuando Katalina se enteró le advirtió que se mantuviera al margen de ese asunto. Nada que hacer. El joven continuó.

Eso duró casi dos meses y lo llamé al orden. Ya me habían llamado por fallas del estudio y el trabajo y le pregunté que qué estaba pasando. Él me dijo: ‘lo que te voy a contar no te va a gustar’. Me lo puso con dramatismo: sacó un carnet y unas fotos. ‘Lo que pasa es que mi tío me compró zapatillas y un casco porque lo que yo quiero es ser ciclista. Mejor te invito a que en noviembre me acompañes porque tendré la primera carrera’. Eso fue a finales de 2014. Desde entonces decidí apoyarlo. Ha sido difícil, empezó tarde pero ha tenido sus progresos. Se ha caído, nos han robado las bicicletas, hemos tenido muchos inconvenientes. Seguimos luchando.

José Vicente hijo en una carrera (izquierda) y en compañía de Katalina, su madre (derecha) Fotos: Cortesía

La estrella rodante

El manto oscuro empieza a correrse. A pesar de esas dificultades, he tenido una vida muy bonita. Cuando voy a Boyacá me ven como esa amiga, esa hermana y mamá del ciclismo. Ese reconocimiento es muy bonito. La gente no se acostumbra a verme sola. Siempre me buscan marido. Alguien me preguntó si reconstruí mi vida. Yo contesté, ¿acaso alguna vez estuvo destruida? Tener otro marido no es reconstruir mi vida. Yo ejerzo mi profesión, mi pasión son mis hijos, mis actividades, el ciclismo. Es muy bonito sentir que me quieren. Quizás soy yo quien ve ese manto y empieza a correrlo. Necesito que así sea porque mi hijo sigue en su carrera ciclística.

En el mármol de la tumba de José Vicente Díaz quedó inscrito su apodo ciclístico.

Alguien dijo: “¿ustedes han visto las estrellas fugaces? Él es una estrella fugaz”, pero como no quedaba bien eso de fugaz, prefirieron bautizarlo José Vicente, la estrella rodante.