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A los 18 años Howard Hughes Jr. había perdido a sus padres. Heredó una fortuna que dedicó a sus pasiones. Compró la aerolínea TWA por una cifra astronómica y fue contratista del gobierno de Roosevelt, un hecho que incrementó su fortuna pero lo metió en problemas políticos. | Foto: Bettmann

PERSONAJE

Howard Hughes, un magnate como ninguno

Una nueva película de Warren Beatty intenta retratar al excéntrico millonario, pero ¿cuál es la verdadera historia de este símbolo de la fortuna, el poder y la locura?

23 de diciembre de 2016

Falleció el 6 de abril de 1976, pero, prácticamente, hacía mucho nadie había visto a Howard Hughes Jr., el electrizante magnate de los años treinta y cuarenta. Se había desvanecido 20 años atrás ese hombre que revolucionó la industria aeronáutica, que persiguió récords e impulsó proyectos delirantes como el avión más grande del mundo, el que con su faceta de playboy que producía películas de Hollywood se acostaba con cientos de mujeres, entre ellas las rutilantes Katharine Hepburn y Ava Gardner. Ese personaje que hizo todo, sin quererlo, para profundizar su leyenda.

Porque, a la larga, Hugues terminó víctima de su paranoia, adicción y delirio. Al final de su vida el pelo le llegaba a la cintura, sus uñas eran tan largas que se enroscaban, y tenía llagas y ronchas de mugre en la piel. Un estado diciente para alguien que siempre vivió obsesionado por la limpieza. Solo tres veces en esos 20 últimos años se cortó el pelo, recluido en pisos enteros de hoteles a los que nadie podía acceder. Solo sus servidores, un grupo de seis hombres de los cuales cinco eran mormones, quienes por cumplir órdenes o por conveniencia no lo protegieron de sí mismo. Al morir, su herencia fue objeto de enormes pujas y controversia.

Falleció a bordo de una aeronave en vuelo de Acapulco a su Houston natal. Un final paradójico para un pionero de la aviación que, además, buscaba asistencia médica que su fundación científica había perfeccionado. En sus peores días, Hughes llegó a pesar 50 kilos y a medir 6 centímetros menos de lo que marcaba con la espalda recta (1,91 metros), en años en los que los presidentes de Estados Unidos cultivaban su amistad, convencidos de que era capaz de mover montañas.

Desde que supo de la muerte del magnate, el actor Warren Beatty se postuló para interpretarlo. Le tomó 40 años, pero lo logró en 2016. En Rules Don’t Apply, una película que dirige y protagoniza, Beatty retoma al personaje en 1958, una década después de donde lo dejó Martin Scorsese en The Aviator (2004). Y si bien esta producción no genera tanto interés como la de Scorsese, para Michael Drosnin, autor del libro Citizen Hughes, ambas son fútiles intentos de contar la esencia de un hombre único y complejo. El periodista e investigador que siguió los pasos de Hughes y sus dolorosos días finales aseguró a la cadena radial NPR que Leonardo DiCaprio, hoy ganador del Premio Óscar, “no transmitió en absoluto el poder que irradiaba Hughes”, y no espera mucho más de Beatty.

Estas dos cintas se suman a otras tres y a decenas de libros que han intentado ilustrar la vasta y retorcida existencia del magnate excéntrico por excelencia. Encapsular en toda su dimensión al hombre que creó el arquetipo del millonario-conquistador-aventurero-ermitaño es imposible en tres o en 500 páginas. Su vida tuvo matices e intrigas personales, sociales, empresariales y políticas, y quienes se la juegan por contar su historia solo pueden enfocarse en una parte. E incluso así, se arriesgan a fallar en el intento.

Genes eternos

Howard Robard Hughes Jr. nació el 24 de diciembre de 1905, fruto de una relación desequilibrada. Su padre, Howard Hughes Sr., había dado tumbos por años entre fortunas y bancarrotas, y disfrutaba de un estilo de vida díscolo con affaires en cada viaje. El nacimiento de su hijo encendió en él una llama creativa, la idea de pensar en la industria petrolera. La revolucionó en 1909 cuando inventó un taladro que permitía perforar el granito. Todas las compañías de exploración se vieron obligadas a recurrir a su empresa Hughes Tool Co., y la fortuna familiar creció como espuma.

Howard Jr. se convirtió en un niño millonario, pero no feliz. Su madre, Allene Gano, la nieta aristócrata de un general confederado en la guerra civil, sembró en él actitudes obsesivas que lo acompañaron toda su vida. En Howard Hughes: The Untold Story, el periodista Peter Harry Brown relata que Allene sobreprotegió a su hijo, en extremo, por el pavor que le producía pensarlo enfermo. Lo bañaba varias veces al día con un poderoso desinfectante. Su padre trató de romper el ciclo sobreprotector. Pagó fortunas para que lo recibieran en internados, pero su paranoica madre no demoraba en llevarlo de vuelta a casa con el pretexto de que sus compañeros eran vehículos de gérmenes.

Para bien o para mal, Howard Jr. heredó más que dinero de sus progenitores. Su padre lo interesó por la ingeniería muy temprano, tanto que a los 14 años el niño le pidió un auto de lujo para analizarlo. En un mes desarmó y armó el vehículo como si fuera un juguete y demostró una capacidad e intuición superiores a las de un niño cualquiera. Décadas después se caracterizó por ser un mujeriego empedernido como su papá, pero se lavaba las manos hasta sangrar, resultado de la germofobia de mamá.

El carrusel

En 1923 Hughes perdió a su madre y un año después a su padre. A los 18 años asumió las riendas de una enorme fortuna familiar, pero tuvo que luchar contra varios parientes que conocían su interés por Hollywood y por la aviación, y pensaban que desperdiciaría el dinero. Logró que la ley lo reconociera como adulto y, para rematar, utilizó el método recurrente en su vida: les pagó a quienes tenían acciones una cifra considerable, consiguió el control de la compañía y no le respondió nunca más a nadie.

Joven y libre, emprendió su camino de pasiones. A los 25 años se casó con Ella Rice, una texana con la que vivió en el hotel más lujoso de California. Hughes también buscó un hombre que le sirviera de mano derecha y lo encontró en Noah Dietrich. El millonario expresó a sus allegados su hoja de ruta: “Quiero convertirme en el mejor golfista del mundo, el mejor productor de Hollywood, el mejor aviador del mundo y en el hombre más rico del mundo”, y no falló en ninguno de esos propósitos. Aprendió de cine (inspirado por su tío guionista), de aeronáutica, practicó golf (poco se menciona que ganó torneos) y jugó el rol de tumbalocas ‘hollywoodense’, a punta de piropos, invitaciones y flores, a mujeres de la escena. Su esposa quedaba cada vez más como una memoria distante.

Su primera producción fílmica, Hell’s Angels, pretendía recrear batallas aéreas de la Primera Guerra Mundial. En ella invirtió 3,2 millones de dólares de la época, una fortuna con la que, entre otros detalles, importó biplanos reales de Europa. Para el rol femenino principal escogió a Jean Harlow, para muchos la antecesora de Marilyn Monroe, cuyos senos lo maravillaban (esa parte del cuerpo femenino lo obsesionaba). La carrera de la rubia despegó desde el estreno en 1930. La cinta recibió buenas críticas de la prensa, un triunfo para el magnate, que vivió un romance con la actriz que marcó el fin de su primer matrimonio.

El torbellino de mujeres nunca cesó, y por sus brazos pasaron muchas actrices más como Billie Dove, Ida Lupino, Ginger Rogers y Nancy Carroll. Luego, como cuenta Marta Riviera en el diario El País: “En la segunda mitad de los años cuarenta, por la vida de Howard pasaron Yvonne de Carlo, Lana Turner, Rita Hayworth, Terry Moore, Cyd Charise, Liz Taylor y la joven Jean Peters, que acabaría por convertirse en su segunda esposa”.

Tuvo varios accidentes aéreos que fueron machacando su cuerpo poco a poco. Y uno en particular en 1946, cuando pilotaba un monoplaza, llevó al magnate a una espiral descendente que terminaría años después en la misantropía y la reclusión casi absoluta. El siniestro lo dejó terriblemente lastimado y quemado.

Aun así, hizo más películas, voló más, construyó con madera ocho motores de pistón para el avión Hércules H-4 (apodado por la prensa Spruce Goose) más grande que un jumbo actual, pero nunca capaz realmente de volar. También conquistó más, revivió la carrera de Katharine Hepburn, a quienes muchos consideraban veneno de taquilla. Compró la aerolínea TWA por una cifra astronómica y el estudio RKO, todos juguetes en su historia.

Pero su declive ya era irreversible. Por cuestiones físicas, a las cuales se sumaron cuestiones legales asociadas a sus empresas, Hughes se fue alejando de la vida social y se convirtió en un adicto a los analgésicos. También a unas inyecciones que varios biógrafos no autorizados califican de heroína. Recluso, también sentía los efectos de una sífilis nerviosa, cada vez más sordo, y solo un puñado de personas podían verlo. Alquiló por años pisos enteros de hoteles de lujo para su uso privado en Las Vegas, en Acapulco y hasta en Managua, hasta morir.

Riviera anota otro episodio curioso que lo forzó a salir de su encierro, al menos parcialmente. “En 1971 un escritor llamado Clifford Irving publicó una biografía suya que, según decía, él había autorizado. Para contrarrestar el efecto de la publicación, Hughes concedió una larguísima entrevista telefónica a siete periodistas”. Se recuerda especialmente la parte en la que les preguntaba si reconocían su voz.

Con el tiempo el legado de Hughes suma episodios extraños y caprichos inimaginables, como comprar una cadena de televisión a la cual pedía que repitiera las películas desde el comienzo cuando se quedaba dormido. Pero también de cooperación con la CIA en 1970, y de un impulso a Richard Nixon que animó al presidente a cometer los errores de Watergate. Todos ellos confirman que mientras más se sabe de Howard Hughes, más insondable resulta su misterio.