Quizás lo primero que impresiona de Los suicidas del Sisga, de Beatriz González, sea su simplicidad: las sonrisas de los dos personajes retratados hacia lados opuestos, el rebozo de ella y el sombrero con una cinta de él, la forma en que las manos de los dos se confunden al sostener lo que parece ser un ramo de flores, y las líneas con las que está compuesta la pintura, todas torcidas.
Son dos pobres personas que González encontró en una foto del periódico El Tiempo. Él era un jardinero y ella una empleada de servicio y su pequeña tragedia nació del convencimiento de él de que el mundo estaba lleno
de pecado. Así, era mejor dejar de existir y saltaron a la laguna de Sisga después de tomarse la foto que reprodujo El Tiempo (en realidad, dice González, la fotografía primero la publicó El Espectador; El Tiempo le tomó una foto a la imagen de su competencia y en ese proceso se aplanaron los grises de la imagen, y eso fue lo que le llamó la atención).
Ahora, cuando las transgresiones del arte pop se han canonizado, podemos ver la obra de Beatriz González con otros ojos y encontrar, más allá de su interés por la cultura popular, una búsqueda continua de íconos que cristalicen momentos claves de nuestra historia, imágenes que resuenen más allá de su contenido anecdótico.
Esta obra, ganadora del Salón Nacional de 1965, trasciende ese momento agridulce de la pobre pareja. En las flores que sostienen hay algo de ceremonia alegre (por eso sonríen) pero el título nos indica lo que sucede después, entonces todo se vuelve otra cosa. La sonrisa, las flores, sombrero y rebozo, son todos antesala de la muerte.
Lo que vemos es la alegría melancólica de una pareja a punto de botarse a un abismo. ¿No se trata, acaso, de algo que hemos vivido una y otra vez en estos cien años? ¿No es una de nuestras constantes dar ese brinco de la alegría a la catástrofe, del optimismo arrebatado al derrotismo desolador?
Esta pintura fue apenas el comienzo de una carrera productiva e iluminadora que, en palabras de Marta Traba en la revista Eco de 1974, “determinaría un nuevo modo de ver el arte colombiano”. En esa misma reseña, Traba cita a González hablando sobre sentirse precursora de un arte colombiano y provinciano “sin horizontes”.
Quizás sea esa falta de horizontes lo que le ha permitido a González encontrar, una y otra vez, esos íconos que resuenan tanto en el contexto local; un talento que hoy, en esta época de artistas globalizados y globalizantes, se necesita con urgencia.