“El asombro se entrena aprendiendo a ser despiadadamente observadora. Por un lado, eso uno lo trae de nacimiento, pero, por otro, es necesario fijarse en todo, y eso uno lo aprende según va siendo engañado”: Alma Guillermoprieto. Foto: Daniel Mordzinski.

Un retrato

Alma Guillermoprieto, intérprete de una época

La reportera que mejor contó los conflictos de América Latina en los años ochenta y noventa, ganadora del Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades en 2018, es una maestra de la empatía, obsesionada con la precisión de los datos. Un retrato.

Sabrina Duque*
27 de noviembre de 2018

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Los árboles aún daban frutos, se escuchaban los zumbidos de las abejas y los trinos de los pájaros. Pero no había más. Los campos estaban llenos de cuerpos ajusticiados, descomponiéndose al sol. Habían pasado más de dos semanas desde que el ejército de El Salvador llegó a la aldea El Mozote y mató a cerca de mil personas.

El 27 de enero de 1982, Alma Guillermoprieto publicó en el diario The Washington Post un texto sobre aquella masacre. Su relato no solo reveló en aquellos días el asesinato de cientos de hombres, mujeres y niños a manos del ejército salvadoreño. También conmovió a sus lectores con pequeños detalles de una vida interrumpida: pueblos arrasados, gallineros y campos de maíz abandonados. Caballos y vacas rematados. Cadáveres por doquier. Algunos calcinados por sus verdugos; otros, abandonados al sol.

Eran tiempos en que el gobierno estadounidense de Ronald Reagan intervenía con furia en América Central. Guillermoprieto y la fotógrafa Susan Meiselas, junto con Raymond Bonner de The New York Times, habían sido conducidos hasta ese lugar en una caminata de días por senderos escondidos, guiados por guerrilleros del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional. Habían pasado más de diez días desde que la radio clandestina de la guerrilla reportó la masacre de los habitantes de la zona: el ejército los acusaba de colaborar con la insurgencia.

Alma Guillermoprieto (nacida en Ciudad de México, educada en Estados Unidos) fue un puente entre dos lenguas en las décadas de los ochenta y noventa. Hacía su reportería en español y contaba en inglés. En 1978 había aterrizado en Managua, la capital de Nicaragua, sin más credenciales en el periodismo que uno que otro artículo para una publicación feminista, y algunas reseñas de danza para una revista semanal, según contó en el relato “El llamado sandinista”, escrito ese mismo año. “Con el corazón en la boca, presenté el pasaporte y la visa: ¿me creerían que era reportera? Pues no era verdad. Si bien era cierto que había escrito, me ganaba la vida como intérprete simultánea”. En aquella época, un amigo en Londres le había dado un empleo en Latin American Newsletters, un boletín quincenal. Ella recortaba notas de los diarios que le parecían importantes y las enviaba por correo a Londres una vez por semana. Pero en Nicaragua estalló la revolución y el corresponsal del boletín se había ido de pesca justo el día en que un comando de guerrilleros sandinistas se tomaba el Palacio Nacional, secuestraba legisladores y empleados y exigía que soltaran a sus compañeros presos. “Mi amigo editor estaba desesperado por encontrar quién pudiera ir a cubrir en directo la gran noticia. Con tal de ir a Managua, le prometí que le enviaría reportajes desde allá”.

Ella llevó a sus lectores anglosajones a entender las convulsiones que vivía entonces América Latina. Sus textos, llenos de empatía, hicieron posible comprender el embrujo que ejercían los guerrilleros sandinistas, el terror que los nicaragüenses habían vivido bajo el régimen de Somoza, el horror en que se ahogaba El Salvador… De Latin American Newsletters Guillermoprieto pasó a The Guardian. Luego llegó a The Washington Post y en los años ochenta fue nombrada jefa para América del Sur de la revista Newsweek. La muchacha que había comenzado como traductora se había convertido en la intérprete de una época.

Guillermoprieto no era solo una coleccionista de exclusivas, pues había llegado al oficio desprovista de vicios. Se aburría en las ruedas de prensa y, aunque no las despreciaba, las fuentes oficiales no eran su prioridad. En sus textos es evidente que camina mucho. Predomina la observación y los detalles abundan. En Nicaragua, en vez de juntarse al grupo que esperaba con paciencia boletines y conferencias, se iba con la fotógrafa Susan Meiselas a recorrer los pueblos, a conversar con la gente, a comer tortillas y gallopinto y a escuchar a los nicaragüenses contar su lucha.

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Rumiar hasta digerir

A inicios de los años noventa, Gabriel García Márquez la llamó a dictar un taller para la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI). Así, Guillermoprieto se convertiría en maestra de una nueva generación de periodistas. Al recordarla, sus talleristas de entonces resaltan dos características suyas: la meticulosidad y la libertad. La primera deslumbraba a sus alumnos: ella no ahorraba preguntas, observación, tiempo, caminatas hasta tener cada detalle posible del tema, del tamaño de una trinchera a los ingredientes de una tortilla. La segunda provocaba envidia: podía ir y quedarse el tiempo que fuera necesario en donde quisiera contar una historia. Había dejado los diarios y trabajaba con los tiempos más flexibles de las revistas. Esther Vargas, directora del portal Clases de Periodismo y editora web del diario Perú21, recuerda de aquellos días de taller que Guillermoprieto hizo y deshizo las entradas de su texto. La maestra nunca estaba satisfecha. “Siempre me preguntaba por cosas que yo no había visto, detalles en los que no me había fijado. Me obligó a regresar a reportear y aprendí, poco a poco, a mirar. Alma me enseñó a mirar y luego a contar”.

Álex Ayala, cronista español y autor de Los mercaderes del Che (2012) y Rigor mortis (2016), entre otros títulos, describe a Guillermoprieto como alguien que “no tiene una opinión para todo –como sí parecen tenerla muchísimos periodistas–, y a menudo calla. Pero cuando ofrece su punto de vista, suele ser como un sopapo que te despierta”. Agrega que “no es una periodista que recurra a los fuegos de artificio para suplir la falta de reportería. Todo lo contrario, es de las que rumian lo que ocurre una y otra vez hasta digerirlo. Y para eso se amarra a los datos, los testimonios y, sobre todo, al estar ahí, a la reportería de primera mano”.

Esa obsesión de conseguir una reportería perfecta dejó huella en Juan Carlos Calderón, periodista ecuatoriano, fundador del portal Plan V y coautor del libro El gran hermano (2011), quien dice que antes de conocerla repetía la idea de que la reportería debía ser sólida, pero no había visto los niveles a los que la lleva Guillermoprieto. “Impresiona la enorme rigurosidad con que construye sus textos. Nos mostraba el proceso de chequeo de datos que atravesaba. Contaba las grandes historias de un país –la caída de Collor de Melo, la captura de Abimael Guzmán– con escenas. Sientes sus textos como algo tan corpóreo. Tan real...”.

El periodista y profesor Héctor Bujanda, venezolano radicado en Guayaquil, recuerda las sesiones como un momento de ejercitar el lenguaje. “Alma transmitía esa obsesión de que el lenguaje en una crónica debe desplegar el movimiento exacto que mejor se adecué a la sinfonía de la realidad. En eso hacía valer una ética que trascendía los preciosismos: convertir el lenguaje en una experiencia comunicable y, por ende, en documento del presente”. Bujanda subraya, además, la distancia que Guillermoprieto sostenía con Ryszard Kapuscinski: ella “no compartía las soluciones literarias en desmedro de la veracidad. Atemperar la pasión periodística, no permitirse licencias poéticas ni dejarse corromper por el vedetismo les garantizaban a sus textos la posibilidad de hacerse transparentes, de que el lector se olvidara quién contaba qué y se metiera de lleno en realidades duras y complejas marcadas por un coro de voces y acercamientos que iban edificando un gran fresco social”.

Esther Vargas, de Clases de Periodismo, añade que su estilo de reportería marca la pauta de su estilo de escritura: “Se convierte en una ciudadana del país que recorre como reportera para contarte una historia lo más cercana a la verdad, y lo consigue. Nos enseñó en sus talleres que el reportero debe sumergirse en la historia que va a contar, lo cual implica conocer a la gente, tocarla, y comer lo que come, ser parte de su día a día”.

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El asombro y los libros

Guillermoprieto, quien por buen tiempo se ganó la vida como reportera de diarios (donde cortaban muchas escenas) comenzó a escribir en los años noventa para la revista The New Yorker, y allí sus crónicas le trajeron reconocimiento en el mundo periodístico. Con los años, empezó a coleccionar trofeos. En 2008, la Cátedra Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara y el Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Baruch. En 2017, el Premio Ortega y Gasset. En 2018, el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades. Pero más que los galardones, nos quedan sus obras. Desde Samba (1990), en la que cuenta un año en la vida de quienes brillan durante los tres días de Carnaval de Río de Janeiro. O Al pie del volcán te escribo (2000), que compila trece crónicas publicadas en The New Yorker, de Nicaragua a Argentina, de Perú a Colombia. En La Habana en un espejo (2004), cuenta su propia historia, la de la bailarina que entiende que nunca encabezará un elenco, la alumna de Martha Graham y Merce Cunningham que deja Nueva York para ir a enseñar danza en la Cuba revolucionaria de finales de los años sesenta. Unas memorias tan personales como históricas: la muchacha que llega ilusionada con una cierta idea de la revolución empieza a entender el sistema de castas y privilegios, el castigo a los distintos.

Guillermoprieto se ha consagrado a un periodismo de empatía y precisión. Su mirada siempre encuentra el asombro, aunque con los años en el oficio sea más difícil mantenerlo. En una entrevista con el periodista peruano Diego Salazar, publicada en Letras Libres, ella cuenta que vivir en el asombro se entrena. “Se entrena aprendiendo a ser despiadadamente observadora. Por un lado, eso uno lo trae de nacimiento, pero, por otro, es necesario fijarse en todo, y eso uno lo aprende según va siendo engañado. El engaño es una gran lección. Y uno es engañado cuando no se fija suficientemente en las cosas”.

A pesar de ser una maestra del periodismo hace años, algunos insisten en recordarla como una bailarina, aunque ella misma haya dicho que fue una bailarina fracasada. Esa desazón, la de quien ha invertido años en la disciplina y ya sabe que nunca será solista, es el inicio de La Habana en un espejo. Me sorprende la importancia que se le da en cada reseña a ese oficio, que a estas alturas de su vida ya es anecdótico. Quizás porque suena bonito comparar la elegancia de su estilo con la imagen de una muchacha haciendo una pirueta.

Cada vez que leo sus crónicas, encuentro a una reportera que sabe preguntar y volver a preguntar, pero también quedarse callada y observar el mundo. Leer los silencios de quien le ha abierto su casa. Ella ha hecho de no pertenecer una ventaja a la hora de contar historias. Aunque en sus textos no parezca extranjera, con su mirada de recién llegada acostumbra a encontrar detalles y novedades que quizás para un periodista que ha nacido en ese sitio son parte del paisaje. Después de tantos años de contar a América Latina, Alma Guillermoprieto no es extranjera en casi ningún país. O quizás lo sigue siendo en todos.

* Periodista y traductora ecuatoriana. Ganadora de la Beca Michael Jacobs de crónica viajera 2018, otorgada por la FNPI.

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