Alejandro Gaviria, rector de la Universidad de Los Andes, y Brigitte Baptiste, rectora de la Universidad EAN. Foto: Pilar Mejía

CULTURA Y EDUCACIÓN

“La universidad de hoy debe ser activista”: una entrevista con Alejandro Gaviria y Brigitte Baptiste

Los nombramientos casi simultáneos de los nuevos rectores de la Universidad de los Andes y la Universidad EAN significaron unas movidas radicales y audaces de sus directivas. Hablamos con ellos sobre eso, sobre sus propias apuestas y sobre el estado de la universidad privada en tiempos en que su utilidad está puesta en duda.

Sara Malagón Llano y Camilo Jiménez Santofimio*
20 de enero de 2020

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¿Por qué creen que los eligieron a ustedes como rectores?

Brigitte Baptiste (B. B.): La EAN quería escoger a alguien que se preguntara qué está pasando en la sociedad, sobre todo en lo ambiental, porque ya había identificado en la sostenibilidad una urgencia y un espacio de posicionamiento de una filosofía de emprendimiento con visión de siglo xxi. Creyó que yo era una persona adecuada para fortalecer el ejercicio de leer la demanda social en torno al emprendimiento, además de tener una conexión especial con la gente por mi trabajo en el Instituto Humboldt, mi presencia nacional y en las redes sociales. Esta orientación distinta en la identificación de las personas, creo yo, responde a una preocupación de la universidad y a la evidencia de que no está respondiendo ni a la velocidad necesaria ni de la manera en que la sociedad lo está pidiendo.

¿Cómo estaba la EAN a su llegada?

B. B.: Sus directivas me dijeron: “No podemos seguir estafando a la sociedad con programas que hace veinte años repiten lo mismo, y sin estar seguros de si los graduados inciden de manera positiva en el mundo. Tenemos que reinventarnos, y usted aquí está para ayudarnos a hacerlo”. Es tremendo reto. Las expectativas son altas y da mucho susto.

Alejandro Gaviria (A. G.): Compartimos eso de las expectativas altas. Cuando tuve las entrevistas para ser rector, había tres diagnósticos. Uno tenía que ver con la universidad misma, con una crisis de confianza de los profesores con la administración central y entre los profesores mismos. Me dijeron que había una falta de sentido de propósito, de un proyecto colectivo que uniera a la universidad. El otro diagnóstico tenía que ver con que la universidad se había ensimismado, se había alejado de los problemas de la sociedad y había dejado de tener impacto. Y es que, como dije en mi discurso de posesión, “aquí nadie lee porque todo el mundo está muy ocupado escribiendo cosas que nadie lee”. El tercer diagnóstico se basaba en el contexto de lo que está ocurriendo con la educación superior en el mundo. Es decir, la disminución de la demanda. Creo que vieron que yo era una persona que podía ayudar a resolver todo eso.

¿Y cómo se siente ante esa expectativa?

A. G.: En una reunión con profesores alguien dijo, medio mamando gallo, sobre mi nombramiento: “No sé si sea para bien o para mal, pero la universidad necesitaba un líder espiritual”. Prefiero entender el cargo como el de un líder inspirador que apoya a la academia en la búsqueda de sentido de propósito y conexión con la sociedad. En mi posesión fui muy claro cuando dije que la universidad debe ser activista; democráticamente activista, incluso desafiantemente activista.

Ahondemos en ese concepto. ¿Qué es una universidad activista?

A. G.: Una que se involucra en los debates nacionales, con apego a la evidencia y de manera argumentada. Pero hay que ir más allá. La universidad activista asume, desde la cabeza, el rol de lo que los estadounidenses llaman el “intelectual público”. Es una universidad que se mete ya no solamente para decir “aquí hay un paper sobre tal tema”, sino para participar en la refriega de todos los días, tanto el rector como los profesores, escribiendo columnas, yendo a programas de opinión, participando en redes sociales, haciendo videos en YouTube, tratando de ponerle orden al caos de información y desinformación con que las sociedades actuales, nuestras democracias mediatizadas, imaginan el cambio social. Estar en una universidad activista es involucrarse en los debates públicos, manteniendo un respeto a la evidencia, los hechos, la lógica y los argumentos. Y en ese proceso –este tal vez sea un punto importante de lo que imagino como una universidad activista–, promovemos ciertas virtudes que se están perdiendo y que uno podría llamar “republicanas”: el respeto, la tolerancia, el desafío a la gritería y a la repetición sin mente de eslóganes. La democracia deliberativa es una utopía necesaria, y las universidades deberían, no esporádicamente sino casi todos los días, formar parte de esa democracia deliberativa.

¿Cuál es el rol del rector ahí?

A. G.: El rector tiene que poner la nota. Tiene que dar ejemplo, hacerles ver a sus profesores que está bien que se expresen por fuera de la universidad, pues en una comunidad plural no vale nada dar órdenes.

B. B.: Creo que hay que tomar riesgos; no hay que tenerle miedo a expresar ideas basadas en la experiencia y la emocionalidad. Y sí, sabemos que podemos cometer errores. Yo no tengo ningún problema en pedir excusas cuando la refriega que menciona Alejandro produce daños colaterales. Soy cuidadosa en la comunicación, en cómo escribo y hablo, pero eso no me excusa de equivocarme. Sin embargo, no me puedo callar. Uno no puede ahogarse en el mundo de lo políticamente correcto, pero sí debería pensar todo el tiempo en cómo decir las cosas.

¿Cómo promover eso de “pensar en cómo decir las cosas” en la universidad?

B. B.: Estamos construyendo una escuela de diálogo que va a tener todos esos elementos: cómo habla uno, de qué forma se debe participar en el debate intelectual que requerimos en una Colombia en que toca sacar la cacerola para que nos oigan… y eso. Aun así, sucede algo extraño con quienes tenemos protagonismo. Nuestra sociedad tiende a construir liderazgos personales, mitos alrededor de las personas. El mito me genera una capa adicional que, además, no conozco; a veces no me reconozco en la forma en que las personas me ven. Y, al ser rectora, en ese liderazgo hay riesgos.

¿Qué riesgos?

A. G.: Cuando representamos comunidades plurales, hay un riesgo altísimo en nuestra presencia en las redes sociales. Es muy difícil desligar la voz del rector de la de la universidad, y cuando ponemos un mensaje en Twitter las dos cosas están un poquito mezcladas. Si uno se llena de escrúpulos concluye que lo mejor es no decir nada, pero no creo que sea lo correcto. Creo que los dos estamos aprendiendo cómo ser rectores en este brave new world de las redes sociales. Yo hasta ahora no me he autocensurado, y creo que Brigitte tampoco. Somos una universidad plural; los Andes lo es casi por definición, no está asociada a ningún dogma, partido o iglesia. Y “pluralismo” no significa “neutralidad” ni ser apolítico. Entonces creo que, con cuidado, se puede seguir manteniendo cierto activismo público. Pero confieso que es un proceso de aprendizaje.

B. B.: El espíritu del mensaje académico de cualquier universidad debe ser el llamado al debate crítico y a la pluralidad. Como rectores tenemos que invitar a que ese debate se desarrolle en cualquier ámbito, e invitar, casi que de manera prioritaria, a los que nos llevan la contraria y nos cuestionan, así sea de manera irrespetuosa o sin fundamento. En temas ambientales a mí me cuestionan constantemente por mi compromiso con el emprendimiento. Yo recibo de buena gana esas críticas porque me ayudan a no perder la perspectiva: la universidad en que estoy debe ser una que promueve la reflexión sobre el emprendimiento con criterios ambientales. Ahí el sector privado obviamente tiene una participación importante, junto con los emprendimientos sociales, colectivos y públicos de distinta naturaleza. Esa pluralidad es fundamental en la academia.

Hasta hace muy poco se sentía que un rector debía ser un gerente y un gestor de recursos, sobre todo en universidades como las suyas. ¿El cambio de enfoque que con ustedes se ha dado tiene un impacto en lo financiero? ¿Podrían llegar por ahí las primeras críticas?

A. G.: Cuando llegué encontré una reforma fracasada a los estatutos de la universidad que determinaba que debía haber un rector –un presidente dedicado a la consecución de recursos– y otra figura dedicada a lo académico. O sea, querían desligar las dos cosas. Esa idea no tiene éxito en la universidad. Yo entré con el doble mandato. No me voy a desentender de los asuntos financieros, pero tampoco de los académicos. Tiendo a tener una visión que es optimista casi de manera axiomática, y es que si uno avanza en lo académico, eso ayuda a resolver en parte lo financiero. Hoy tenemos una ventaja: no hemos sufrido todavía plenamente la caída en la demanda, pero el 70 % de nuestros ingresos viene de matrículas de pregrado, y eso nos hace vulnerables a cualquier cambio. En diez años la universidad va a ser muy distinta. Hay que hacer una transformación interna, una transformación digital y una diversificación de ingresos. Pero soy un líder académico, me gusta dar clase y propiciar debates académicos, y eso –quiero creer– facilita la solución de los problemas financieros.

B. B.: Cuando llegué a la universidad alguien me dijo: “Mire, yo la admiro por su trayectoria en investigación y el conocimiento ambiental, pero me da mucho miedo que quiebre la universidad”. Recibí el comentario con apertura porque los temas financieros son delicados. La decisión más reciente, sin embargo, es muy similar a lo que menciona Alejandro. Soy una rectora que, ante todo, lidera académicamente la universidad y su proceso de innovación, con responsabilidad financiera. Ahora mismo están definiendo un vicepresidente que estará técnicamente a cargo de la gerencia de la universidad. Pero hay decisiones con respecto a la calidad que dependen de mi liderazgo y que deben ser el factor de competitividad principal. Para 2020 hemos recortado mil millones de pesos en publicidad. La universidad no tiene por qué hacer publicidad del tipo “3 por el precio de 2”. Tenemos que garantizar calidad académica.

Queremos preguntarles por la utilidad de la universidad más allá de una perspectiva filosófica e histórica; es decir, pensando más bien en un joven de hoy: aquel que está decidiendo si entrar a la universidad o estudiar una carrera técnica, o no meterse al sistema educativo e impulsar su vida con herramientas propias. El contexto es este: tenemos una sociedad con una clase media creciente, y sin embargo vulnerable; una oferta virtual variada; universidades demasiado caras que ya no garantizan un ascenso socioeconómico; un mercado creciente de carreras técnicas, serias y no serias. En ese caldo, ¿por qué seguir yendo a la universidad, según ustedes?

A. G.: El joven que se decida por la universidad entra, en el caso de Los Andes, a una que pretende ser deliberante sobre la situación del país y que lo va a hacer más consciente sobre las posibilidades y dificultades del cambio social. Creo que tenemos que garantizar las posibilidades de autodescubrimiento. Las universidades modernas se están concibiendo como universidades con pocas entradas y muchas salidas. Un curso técnico ofrece un camino muy estrecho para hacer una cosa en muy poco tiempo. Una universidad ofrece un ámbito mucho más amplio donde un joven no tiene por qué definir su vida a los diecisiete o dieciocho años. Podrá entender quién es, qué le gusta, aprender a aprender y hacer cosas como cultivar habilidades blandas y discutir con compañeros con intereses distintos. Eso solo lo ofrece la universidad. A pesar de los problemas, sigue siendo imprescindible.

B. B.: La EAN es una universidad mucho más pequeña, privada, vulnerable, sin fondos de respaldo, y ha tenido que discutir sobre cuál es la trayectoria más viable para garantizar el cumplimiento de su propósito superior: ¿convertirse en una universidad de cincuenta mil estudiantes virtuales que fabrica empanadas de conocimiento? ¿O retornar a una perspectiva de alta calidad, donde la oferta se dirija a los mismos diez mil estudiantes que tenemos, más diversificada en términos de alcance del conocimiento, pero que tenga claro que una universidad es el ámbito de la discusión ilustrada de las cosas, el ámbito de la construcción de las discusiones? Eso plantea un desafío muy concreto: ¿cómo garantizar que se financie lo que se necesita para ofrecer una educación de calidad en emprendimiento sostenible?

A. G.: Quisiera agregar algo. Desde el punto de vista del beneficio social, las universidades que promueven el pensamiento crítico son mejores. Puede que esa idea no tenga una confirmación empírica, pero es un axioma, una causa, en la que seguimos creyendo: la educación liberal paga. Un ingeniero de sistemas consciente de los dilemas éticos de la inteligencia artificial y de las grandes corporaciones a las que les entregamos nuestra información va a ser mejor ingeniero. Si no creemos en esto, las universidades como hoy están concebidas no tienen un papel en la sociedad.

¿Cómo responder a esas preguntas que planteaba Brigitte?

B. B.: Una parte importante tiene que ver con quiénes van a participar en la construcción de esa educación: si es solo el Estado –en la universidad pública– o las familias en quienes debe recaer la responsabilidad de pagarles la carrera a los jóvenes y hacer enormes sacrificios para que concluyan sus estudios, o si hay otros actores que deberían valorar esa formación como un bien colectivo importantísimo. En esa conversación obviamente aparecen los empresarios y la cooperación internacional, que dicen que la construcción de conocimiento de calidad es una responsabilidad compartida. ¿Cómo la vamos a compartir? ¿Nos interesa formar a personas en programación y desarrollo de software, o quisiéramos ofrecer una formación más humanista y estamos dispuestos a apostarle a eso? Estamos convocando a esos sectores a conversar al respecto. Por ahora uno de mis objetivos más urgentes es abrir un espacio de becas para mujeres trans, porque obviamente esa demanda me llega todo el tiempo; mujeres que están en condición de trabajo sexual en la calle, mujeres abusadas, mujeres que me dicen “si yo hubiese tenido una oportunidad, hubiera hecho algo distinto”.

¿Será la Universidad de los Andes en el futuro más pequeña?

A.G.: No creo que más pequeña, pero en la próxima década las universidades van a tener que crecer menos en infraestructura y estar más conectadas con el mundo digital. Y van a tener que funcionar de manera menos ofertista. Las universidades tienen una doble naturaleza, que es paradójica: para sus estudiantes son acerca del futuro, pero deben seguir siendo las guardianas de una tradición, de lo que la humanidad ha pensado, de las preguntas sin respuesta. La humanidad lleva muchos años a tientas, y vamos a seguir a tientas porque de alguna manera la vida no tiene un sentido intrínseco. Estas reflexiones, ¿quién las va a hacer en un mundo en que se acaba el ocio? Tiene que haber un espacio para eso, y ahí tienen que jugar las universidades. El problema es que les puede pasar lo que les pasó a los medios de comunicación. Todos sabemos que el buen periodismo es un bien público imprescindible, y que la universidad es imprescindible, pero ambas pueden quedar desfinanciadas. Esa es la gran pregunta que está gravitando sobre nosotros.

¿Cuáles son los planes concretos para este año?

B. B.: 2020 es el año de la reinvención de la EAN y de dar lugar a un nuevo modelo educativo que probaremos a partir de 2021. Necesitamos responder al escepticismo de los jóvenes sobre la formación superior, mejorar las capacidades de las personas para participar en proyectos colectivos, la empatía, las habilidades blandas. Todas las universidades estamos hablando de proyectos de vida, de darles un sentido a los estudiantes. La pregunta es cómo: cómo volver a la EAN una universidad verdaderamente sostenible, que responda por lo que enseña, que dé ejemplo, que incorpore la diversidad a fondo. Vamos a hacer un concurso de talentos para identificar personas que consideran que tienen habilidades especiales; que tienen trayectorias, algo que aportar, aun cuando no tengan un título doctoral, una formación compleja en la academia. Sobre eso ya hemos estado hablando con muchos actores indígenas, por ejemplo, o con chicos escolarizados en casa. Es decir, con actores de la sociedad diversa y compleja de Colombia. Vamos a abrir un espacio para atraer nuevos talentos que nos ayuden no tanto a dictar clase, sino a pensar la universidad del futuro. También queremos renovar el programa de becas de la universidad, que es muy pequeño, con posibles nuevos acuerdos institucionales. Y por último, apostarle fuertemente a la internacionalización, pero haciéndolo de manera distinta; que no consista simplemente en programas de intercambios.

A.G.: En Los Andes tenemos cinco prioridades. Una es la diversidad socioeconómica: estamos duplicando las becas y cambiando el margen en los mecanismos de admisión para que a la universidad llegue gente que no estaba llegando históricamente. El segundo tiene que ver con una reforma estatutaria para darles más participación a algunas instancias de la universidad, sobre todo al Consejo Académico, el Consejo superior, los profesores y estudiantes. Históricamente, por ejemplo, los profesores no elegían a sus representantes. Ahora los podrán elegir democráticamente. Ese es un rompimiento muy grande con setenta años de historia. Ha habido cierta animadversión hacia los mecanismos más directos de participación. Eso lo haremos con una reforma a los estatutos. En cuanto al impacto en la sociedad, vamos a tener una cátedra abierta sobre temas medioambientales con énfasis en los debates éticos, y vamos a hacer, junto con la Escuela de Gobierno y la Facultad de Economía, debates sobre algunos de los puntos de la protesta social: desigualdad, reforma pensional, reforma tributaria y demás. En cuanto a posgrados, queremos hacer una apuesta distinta y más agresiva con virtualidad. En 2021 tendremos la primera maestría completamente virtual de ingeniería de software, en español, con Coursera, y acabamos de hacer un plan para tener en dos o tres años al menos cuatro o cinco maestrías plenamente virtuales. La universidad ha sido tímida en este tema, pero en posgrados queremos meternos a la virtualidad como una forma de aumentar nuestro impacto, tanto en las regiones de Colombia como en América Latina. Allí puede tener un mercado potencial inmenso.

Hablemos de las causas de la movilización en Colombia y la agenda de la década que acaba de arrancar. ¿Cómo se puede integrar por ejemplo el feminismo aún más en la universidad?

B. B.: La perspectiva de los feminismos es indispensable para la academia porque estamos viendo la aparición de la primera generación de jóvenes completamente expuestos a la reflexión sobre el género. El género ya es una categoría cultural muy distinta a la que fue durante tres mil años de historia, y eso lo trajeron las feministas; y las feministas, a la academia. Hay que darle una relevancia central en la creatividad, en la liberación del espíritu, en las nuevas éticas del relacionamiento sexual entre las personas, en las nuevas responsabilidades de crianza. Creo que las discusiones sobre feminismo y la comunidad LGBTI cuestionan incluso la noción de naturaleza, y por eso hay un fenómeno muy interesante de los últimos años: la convergencia de esos movimientos con causas ambientales. Es absolutamente maravilloso.

A.G.: Yo soy tal vez un neofeminista. No era muy sensible y comencé a serlo en el Ministerio de Salud con el debate sobre los derechos sexuales y reproductivos, y otros que me tocaron y me sensibilizaron bastante. Volví a la universidad y encontré que, en los seis años que estuve por fuera, el tema se volvió fundamental. Las universidades hoy tienen que estar metidas en esto, tanto en temas de equidad en la contratación como en el tema del acoso y abuso, tan complejo en las comunidades universitarias. Siento que estamos rezagados. Yo no veo el feminismo como una cuestión coyuntural, sino como algo ligado a una transformación profunda de la sociedad, y las universidades tienen que transformarse para estar a tono y ser a su vez líderes del cambio.

B. B.: La feminización del mundo es espectacular.

A.G.: Yo creo que va a llevarnos a otros valores, a otras formas de entender el mundo, aunque no sé si va a ser suficiente para salvar el planeta, Brigitte.

B. B.: También soy escéptica…

¿Qué dicen sobre el acuerdo de paz y el papel de la universidad en su defensa e implementación?

A.G.: El acuerdo es una invitación a donde el Estado no ha llegado, a construir capacidades de la sociedad en ciertos lugares donde no se han construido, a disminuir las grandes brechas territoriales, a llevar el conocimiento por fuera de Bogotá. Ahí tiene que estar la universidad. Es un espacio que se abrió, y en el fondo les dio a muchos profesores, académicos y demás gente una nueva esperanza, cierta convicción. En la universidad estamos comprometidos casi mayoritariamente con esa idea de construir. Yo estoy en una posición difícil porque hice parte del Gobierno de Santos, y la paz en Colombia tiene un tinte partidista; ni siquiera político, partidista. Pero seguiremos combatiendo eso.

B. B.: Yo iba para allá. Creo que lo más importante es rechazar la acusación de que el proceso de paz se invalida por razones partidistas. Claramente fue un proceso complejo, con ires y venires, que concluye con una propuesta. Cuando uno la analiza de manera objetiva, es una propuesta fácil de entender y de aceptar.

A.G.: Son mucho más complejos los ciento cuatro puntos del comité del paro... Otra discusión en que hemos tenido una postura casi como universidad, porque tenemos un centro de investigación sobre eso, es la política antidroga. Ahí también hay que tener una posición fuerte. Toda la evidencia muestra que la política contra las drogas, como se desarrolló en el mundo entre los años cuarenta y los cincuenta, fue un fracaso que causó sufrimiento humano, violaciones a los derechos humanos, y que estuvo motivada por elementos racistas y clasistas.

B. B.: Y destruyó el medioambiente.

A.G.: Y no tuvo ningún impacto. En este tema hay mucha evidencia que trasciende las opiniones. Por eso, en relación con ello, como universidad estaremos en la búsqueda permanente de ese bien escaso que es la razonabilidad.

B. B.: Un sueño es que dentro de la universidad pudiésemos pensar, por ejemplo, en la coca como la fuente de productos y emprendimientos distintos, que además permitan reposicionar una planta sagrada, nativa, llena de beneficios potenciales para la sociedad. Así como con el cannabis, Colombia debería hacer un alto y decir: “En la coca hay toda una cultura de la salud, del bienestar, que hay que desarrollar”. Mientras la prohibición siga tan ciega, no podremos avanzar. No podremos ni siquiera investigar. Para uno tener un invernadero con planticas de coca para hacer química verde –la EAN tiene un gran departamento de química verde buscando hacer eso– se necesitan dos años de permisos y la vigilancia del Estado.

¿Cómo proponen abordar la problemática en torno a la corrupción en la siguiente década?

A.G.: Es un tema que me preocupa porque para analistas, periodistas, opinadores es muy atractivo reducir la totalidad de los problemas sociales a la corrupción. Es una explicación facilista. Sumo a eso lo que yo llamo “el espectáculo de la corrupción”, que se caracteriza en Colombia por una máxima grandilocuencia y una mínima eficacia. Voy a decirlo de esta manera: no es que haya que llevar la corrupción a sus justas proporciones, es que hay que llevar el análisis de la corrupción a la justa proporción. Es un tema que genera muchas emociones y que el país no analiza bien. La corrupción muchas veces no es la causa de los problemas, sino la consecuencia de malos diseños del Estado; incluso los mismos instrumentos para combatir la corrupción generan corrupción. No creo que Colombia vaya a eliminar la corrupción dándoles más poder a los organismos de control, por ejemplo. Seguir pensando que ese es el único problema tiene un efecto muy nocivo: acaba con la confianza en las instituciones. Las universidades debemos tener capacidad de discernimiento, de entender los problemas y los contextos, y combatir la idea de que todo es corrupción, cuya gran ventaja es que soslaya la complejidad del mundo: ya no necesitamos ciencia porque en el fondo todo es una fábula, y lo que necesitamos es a otros, igualitos a nosotros. Eso sí, completamente moralistas. Lo voy a decir así claramente: hay cierta estupidez en la forma como están siendo analizados los problemas. El llamado desde la universidad es a entender la complejidad, a entender el mundo.

B. B.: Tal vez siempre ha sido así, solo que ahora esto es tremendamente visible porque las redes y los medios de comunicación lo permiten, o nos crean esa ilusión. Yo estoy constantemente tentada a abandonar las redes. A veces me acuesto frustrada, pensando que no logran nada y, además, desgastan. Al otro día me levanto y digo: “No, tenemos que poder construir una pedagogía en el uso de las redes”.

Para terminar, no podemos dejar por fuera de esta entrevista a las artes y la cultura. ¿Cómo encajan en su visión de universidad? ¿Y cómo entienden la economía naranja?

A. G.: Yo creo en el arte como resistencia, pero no podemos exagerar con eso. Si el arte fuera solo resistencia, dentro de sus manifestaciones quedaría excluido, por ejemplo, Jorge Luis Borges. Creo que el arte es resistencia contra lo que somos, contra la condición humana. Es una protesta contra la muerte, contra el paso del tiempo, lo inevitable, la tragedia de la vida. Estoy de acuerdo con Brigitte. Debemos aceptar que, por ejemplo, la Ley del Cine en Colombia trajo recursos importantes y permitió un montón de manifestaciones culturales independientes que han hecho crítica social a pesar de estar financiadas por el Estado. No creo mucho en la economía naranja como está siendo concebida. No creo en ese dirigismo, en esa forma de ver la cultura como emprendimiento. Pero sí creo en el papel del Estado en la cultura, y en la vitalidad de nuestra sociedad. Soy un convencido de que, paradójicamente, nuestro sufrimiento, la violencia, todo lo que hemos vivido nos ha hecho creativos. Es una especie de sublimación colectiva.

*Sara es la editora y Camilo el director de ARCADIA. Agradecemos a Juan Simón López la transcripción de esta entrevista.

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