Ilustración Cristian Escobar.

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Mienten las mentiras: los falsos positivos del periodismo

Si un periodista tuviese que escoger entre ética y estética, tendría que privilegiar lo primero. Sin embargo, algunos deciden ignorar deliberadamente esa máxima. Estos son algunos de los casos más atroces –que con el tiempo resultan incluso risibles– de grandes fraudes periodísticos.

Alejandro Gómez Dugand* Bogotá
20 de octubre de 2017

Si esta nota fuera sobre los mejores primeros párrafos del periodismo, tendríamos que hablar de “Hack Heaven”, una nota publicada por Stephen Glass en la revista The New Republic en 1998. En esos primeros párrafos, Ian Restil grita iracundo desde una esquina de la mesa. Dice que quiere un convertible. Un viaje a Disney. El primer ejemplar del cómic de los Hombres X. Una suscripción vitalicia a Playboy y a Penthouse. “Show me the money!”, grita Ian Restil, “Show me the money!”.

Restil, de apenas 15 años, está negociando con ejecutivos de Jukt Micronics, una empresa que el malcriado Restil –pero no por eso menos talentoso– logró hackear. Ian había publicado los salarios de los empleados de la empresa junto a fotografías de desnudos y un mensaje, cuando menos, arrogante: “The Big bad bionic boy has been here, baby” (El gran maloso niño biónico estuvo acá, baby). Los ejecutivos le ofrecen disculpas al muchachito por interrumpirlo: “Podemos conseguir más dinero”, le dicen. “Así, podrá comprarse el cómic y cuando tenga, digamos, edad suficiente, el carro y las revistas pornográficas”.

Restil tiene a los ejecutivos acorralados. Los ingenieros de Jukt Micronics, “una importante empresa de software”, no se explicaban cómo este adolescente había vulnerado la seguridad de la empresa. La decisión de Jukt era clara: antes de perseguir a Restil, debían contratarlo como asesor de seguridad electrónica. Glass explica cómo esta escena no es para nada disparatada. En su nota cita a Computer Inside, un boletín para hackers que aseguraba que al menos 900 hackers habían sido contratados en los últimos cuatro años para asesorar sobre temas de seguridad a empresas que ellos mismos habían infiltrado.

Las grandes historias del periodismo están hechas con escenas como esa: escenas con personajes tan inusuales como verosímiles y que apelan a los grandes tópicos de la literatura: Restil, el pequeño David que lucha contra el gigante Goliath. En la Biblia, David derriba al gigante de una pedrada.

El problema es que nada de esto ocurrió en el mundo real. Como lo descubriría Adam Penenberg, del equipo digital de la revista Forbes, Ian Restil nunca existió. Ni Jukt. Ni sus ejecutivos. Ni el niño pataletudo en la esquina de la mesa, ni los abogados arrodillados: todo fue una ficción creada de Stephen Glass, presentada como periodismo. “El artículo –escribió Penenberg en mayo de 1998– era un completo y absoluto fraude perpetrado por uno de los editores asociados (de The New Republic), Stephen Glass, de 25 años”.

Hoy hablamos tanto de fake news que el término parece ya un eufemismo peligroso: un saco demasiado grande en el que cabe la historia de Frida Sofía, la falsa víctima del terremoto de México del 19 de septiembre, la foto trucada de los tiburones navegando una carretera de Houston luego del huracán Harvey y las cadenas de WhatsApp en las que “expertos” anónimos aseguran que Colombia se convertirá en Venezuela. Parece que el torrente de noticias que no lo son exige un nuevo ejercicio de taxonomía que nos permita diferenciar su intención: una cosa es una foto falsa creada para conseguir viralidad y otra muy diferente es la campaña de desinformación que emprendió el Centro Democrático, tal como lo confesó Juan Carlos Vélez, en tiempos del plebiscito. Fake news, failed new, fabricated news… El asunto es que dentro de esas muchas palabras que en inglés son con “f”, y que pueden describir cierto “periodismo” de hoy, existe una contundente: fiction. Hablar de ficción en periodismo es plantear de entrada una paradoja irresoluble. En el oficio de contar la realidad, la ficción es el mayor de los pecados. Y sin embargo, la historia de Glass no puede ser descrita de otra manera. No es manipulación de la información, ni una edición mal intencionada: la de Glass es una historia inventada de cabo a rabo: para usar una “f” más, fabulaciones enmascaradas de periodismo.

El episodio de Hack Heaven fue un duro golpe para la prestigiosa The New Republic, un triunfo sin precedentes para el equipo digital de Forbes y el final definitivo de Glass, quien durante los siguientes 20 años tuvo que retractarse de muchas otras notas que firmó como reportero.

La historia perfecta

Acá es cuando la intención es importante. Glass ha dicho en varias ocasiones que lo que lo llevó a mentir era poder contar la “historia perfecta”, una suerte de santo grial al que todo reportero quiere llegar: historias que no admiten dudas, de personajes redondos, con anécdotas imposibles de olvidar. El problema es que el periodismo se parece a la vida, y la vida es todo menos perfecta. Al final, el periodismo es una batalla entre la ética y la estética en la que la primera siempre debe ganar.

Glass no es el único, ni el más grave, ni el más famoso. En 1980, Janet Cooke publicó “Jimmy’s World” en The Washington Post, una desgarradora historia sobre un niño de ocho años adicto a la heroína. En la nota, Cooke muestra a Jimmy –un niño precoz, de ojos café y marcas de jeringa en la “piel tersa de bebé de su brazo moreno”–. El niño vive con su mamá y su padrastro, personajes que bien podrían ser la mezcla perfecta de los relatos de Roald Dahl e Irvine Welsh. Ron, el padrastro, o alguno de sus clientes son los encargados de inyectar a Jimmy “hundiendo la aguja en el brazo huesudo y enviando al niño de cuarto grado a un gesto hipnótico”. Jimmy, nos dice Cooke, es adicto desde los 5.

La historia perfecta, claro, pero también una historia de ficción: no existió Jimmy, ni su padrastro, ni su madre. Todos fueron producto de la mente (¿y el talento?) de Janet Cooke. Pero lo que hace relevante el fraude es que, a pesar de que muchos de sus colegas en la redacción tenían dudas, los editores del Post no solo decidieron apoyar a su redactora, sino además nominarla al Premio Pulitzer. Cooke ganó el que tal vez sea el premio más prestigioso del periodismo, pero dos días después de recibirlo se vio obligada a devolverlo. En una rueda de prensa, Robert Woodward –editor del Post– reconoció el error de su diario: “Me la creí, la publicamos (...). Es una historia brillante, falsa y fraudulenta como es”.

La imaginación como recurso

Cabe mencionar al colombiano José Alejandro Castaño, ganador del premio iberoamericano de periodismo Rey de España, entre muchos otros. Castaño ha escrito para El Malpensante, Semana, SoHo y para esta misma revista, entre muchos –muchos– otros medios. Castaño fue una voz importante del periodismo nacional a comienzos de este siglo. Pero algunas de sus notas empezaron a generar dudas. En una describe cómo en un domingo de 2002 en el que se jugó un clásico futbolístico en Medellín ocurrieron siete milagros: un asmático se curó, un parapléjico brincó de su silla, un enfermo dejó la cama, una pareja voló por la ventana para caer encima de un vendedor ambulante sin que ninguno resultara herido.

Al día siguiente, Castaño publicó una nota en la que aseguraba que al DIM, equipo ganador del clásico, lo había recibido una corte de cinco prostitutas que, bajo un sol incandescente, gritaban “¡Los queremos, muchachos, gracias por devolvernos el alma y la alegría!”. Sin embargo, se prendieron las alarmas de las licencias periodísticas. Algunos reporteros que iban en el carro con Castaño aseguraron que esa escena jamás había ocurrido. Una publicación de El Malpensante y otra de La Silla Vacía dijeron lo que aparentemente ya decían varios en el gremio: Castaño inventaba personajes, escenas y datos para escribir sus “historias perfectas”.

Laura García, periodista colombiana, escribió un larguísimo blog en SoHo en el que salió en defensa del cronista paisa, y el mismo Castaño trató de salvar su carrera en un texto en el que escribió una frase que parece incriminarlo: “(La) imaginación es (un) recurso periodístico”.

Respuestas no pedidas

En el panteón de los periodistas de la ficción encontramos subgéneros. Están quienes, como Glass y Cooke, deciden entrevistar a personajes que no existen y describir escenas que jamás ocurrieron. Pero también están otros, cuando menos más valientes, que se atrevieron a publicar entrevistas a personas reales con quienes nunca conversaron. Uno de los casos más elocuentes es el del cronista argentino Nahuel Maciel, cuya historia quedó recogida en una crónica fabulosa –que no fabulada– publicada en Gatopardo por Eliezer Budasoff y titulada “El hombre que se convirtió en espejo”.

Maciel se hizo famoso en los noventa por publicar entrevistas muy extensas con personajes como Mario Vargas Llosa, Carl Sagan, Umberto Eco, Juan Carlos Onetti y Gabriel García Márquez sin haber hablado con ellos. No solo eso: las conversaciones imaginarias entre Maciel y García Márquez llegaron a convertirse en un libro que se publicó en 1992. Así describió Budasoff el episodio: “(El) joven Nahuel Maciel presentó en la Feria del Libro de Buenos Aires Elogio de la utopía, una recopilación de conversaciones con García Márquez que no eran reales, prologada por un texto del escritor uruguayo Eduardo Galeano que Galeano nunca escribió, con un prefacio a cada capítulo plagiado, palabra por palabra, de un libro del sacerdote argentino Mamerto Menapace, a cuyos textos solo les había cambiado la palabra ‘Dios’ por ‘Utopía’”.

Las entrevistas que no ocurrieron son un género cultivado por los fabuladores del periodismo. En junio de este año el diario chileno La Tercera tuvo que reconocer que varias entrevistas publicadas por una de sus reporteras, Ximena Marín Lazaeta, habían sido o bien inventadas o plagiadas de otros medios. Marín había firmado una entrevista con Álvaro Uribe y con el español José Luis Rodríguez Zapatero sin haber hablado con ninguno.

También el periodista Martín Caparrós fue, en 2013, víctima de la fabulación. “Maestro! Un periodista? ecuatoriano q intentó hablar conmigo y no me encontró, igual publica su entrevista (sic)”, anunció Caparrós en un trino que incluía un link a una nota del Expreso firmada por Rubén Darío Buitrón. “Sacó algunas frases de 1 nota q escribí para el NYTimes, otras de 1 entrevista radial, y otras de su imaginación calenturienta (sic)”.

Pero no solo con palabras se miente. Este año el ilustrador peruano Cristhian Hova tuvo que disculparse públicamente luego de haber asegurado que tres de sus ilustraciones habían sido portada de The New Yorker. Una de ellas, en la que Trump se balancea sobre una máquina de juegos en forma de carrito, aparecía en una nota de la revista Somos que tomó por sorpresa al periodista Diego Salazar: “¿Cómo es posible que un artista peruano haya publicado no una, sino varias veces en The New Yorker y no nos hayamos dado cuenta?”. En una nota publicada en el portal clasesdeperiodismo.com, Salazar cuenta paso a paso cómo descubrió las mentiras de Hova, quien no solo no había publicado en la revista, sino que además había plagiado una ilustración de Barry Blitt.

¿Periodismo mágico?

Si esta nota fuera sobre los mejores primeros párrafos del periodismo, estaríamos obligados a hablar de Caracas sin agua, una nota de Gabriel García Márquez publicada en 1958. En esos primeros párrafos, García Márquez narra cómo el ingeniero alemán Samuel Burkart se afeita en un penthouse de la capital venezolana, asediada por esos días por una fuerte sequía. Ante la escasez, Burkart se ve obligado a ser recursivo y valerse de otro líquido para podar su barba: “Burkart compró una lata de jugo de naranja y se decidió por una botella de limonada para afeitarse. Solo cuando fue a hacerlo descubrió que la limonada corta el jabón y no produce espuma. De manera que declaró definitivamente el estado de emergencia y se afeitó con jugo de duraznos”. Por supuesto, los párrafos iniciales de Caracas sin agua son tan maravillosos como inventados. Nunca existió Burkart más allá de la imaginación de García Márquez.

Son muchos los casos en los que se pueden encontrar exageraciones y mentiras en los reportajes de García Márquez. En una nota publicada por Néfer Muñoz en 2014 en BBC Mundo se habla, por ejemplo, de una ocasión –en 1954– en la que Gabo viajó a Quibdó a cubrir una protesta “multitudinaria”. Al llegar, García Márquez y el fotógrafo descubren que el tal paro no existió y que Primo Guerrero, corresponsal de El Espectador, había inventado la protesta. Obstinado en no regresar con las manos vacías a Bogotá, el mismo García Márquez se puso en la tarea de convocar a las multitudes para poder tomar las fotos y sacar la nota. El Espectador publicó la nota con el título Historia íntima de una manifestación de 400 horas. En ella, escribió Muñoz, “García Márquez asegura que la protesta duró 13 días, ‘nueve de los cuales estuvo lloviendo implacablemente’”. García Márquez, autor de una cita que aparece y reaparece toda vez que se habla de ética periodística: “En el oficio de reportero se puede decir lo que se quiera con dos condiciones: que se haga de forma creíble y que el periodista sepa en su conciencia que lo que escribe es verdad. Quien cede a la tentación y miente, aunque sea sobre el color de los ojos, pierde”.

*Literato y periodista. Director de Cerosetenta.

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