Masha Gessen durante la Marcha del Orgullo LGBTQ en Brooklyn, Nueva York, el 20 de mayo de 2017. Foto: Misha Friedman | Getty Images.

UNA ENTREVISTA CON MASHA GESSEN

“Hoy la batalla es sobre el lenguaje”: Masha Gessen

Esta periodista ruso-estadounidense escribió la biografía más crítica del presidente ruso Vladimir Putin y, por desafiarlo, fue despedida de su trabajo como editora. Ahora es columnista de The New Yorker y una de las analistas de política internacional más agudas de Estados Unidos. Hablamos con ella a propósito de su paso por el Festival Gabo 2018 de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI).

Felipe Sánchez Villarreal*
24 de septiembre de 2018

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Masha Gessen (Moscú, 1967) ha sabido deshilvanar el poder y apuntarle con su pluma. Reportera, investigadora, autora de más de una decena de libros y activista de organizaciones de derechos LGBTQ, lo suyo ha sido hurgar los reveses de una cartografía política global que parece seguir anclada a los relatos de la Guerra Fría: la incesante puja de poder entre Rusia y Estados Unidos. Esa cartografía ha sido el escenario de su propia vida. Nació en la Unión Soviética, vivió diez años de su adolescencia (1981-1991) en Estados Unidos –adonde sus padres judíos migraron por el antisemitismo de la era Brézhnev– y volvió a la naciente Federación Rusa en 1991.

A finales de los años noventa, Gessen vivió de cerca el ascenso de Vladimir Putin, que luego reconstruyó en la biografía The Man Without a Face: The Unlikely Rise of Vladimir Putin (2012). A través de entrevistas con quienes lo conocieron antes de su llegada al poder, Gessen rastreó su vida desde que era un agente ordinario de la KGB (agencia de la policía secreta en la antigua Unión Soviética) y sugirió que, desde sus primeros años, Putin había empleado estrategias de intimidación para abrirse camino. En 2012, fue despedida de la revista de periodismo científico Vokrug Sveta, donde era editora jefe, por rehusarse abiertamente a enviar un reportero a cubrir un evento propagandístico de la Sociedad Geográfica Rusa presidido por Putin. Un año después, en plena persecución contra la “propaganda homosexual” promovida desde el gobierno, migró a Nueva York y, desde entonces, vive y trabaja allí.

Desde 2007, Gessen es columnista de la prestigiosa revista The New Yorker, en 2017 ganó el National Book Award con su libro The Future Is History: How Totalitarism Reclaimed Russia, publicado ese mismo año, y se ha vuelto una de las voces más relevantes en los debates sobre democracia, derechos LGBTQ y política contemporánea en Estados Unidos, sobre todo desde la elección de Donald Trump a la presidencia. Hablamos con Gessen antes de su visita a Colombia como invitada especial del Festival Gabo 2018, que se celebrará los próximos 3, 4 y 5 de octubre en Medellín. Allí participará en una conversación con el periodista venezolano Joseph Poliszuk y el periodista estadounidense Jon Lee Anderson sobre las estrategias de resistencia que comparten en su lucha por defender la libertad de expresión.

En una conferencia que impartió en la Universidad Griffith, Australia, usted concluyó que las recientes coyunturas políticas habían desafiado nuestras ideas de lo imaginable y de lo posible. Un ejemplo de esto fue la elección de Trump. ¿De qué forma el concepto de imaginación puede ayudarnos a entender el clima político hoy?

Definitivamente debemos expandir nuestra idea de imaginación para entender lo que sucede en el mundo de hoy. Como humanos, tendemos a convencernos de que las cosas son como son y que permanecerán idénticas por siempre. Por eso la idea de imaginación es esencial para concebir cierta manera en que se está reformando la política: una que desde nuestro aparato conceptual tradicional no sería posible entender. Para eso es muy útil pensar lo imaginario en la política desde tres frentes: primero, desde la idea del pasado imaginario, que es a lo que recurren Trump, Putin y otros líderes populistas de derecha. Es una promesa de regreso a un tiempo que nunca existió, a un pasado que ofrece cierto sosiego. Un clásico: “Make America Great Again”, “regresemos a Rusia a la grandeza”.

El segundo es el problema de la imaginación del presente. Escarbamos, intentamos explicar de muchas maneras fenómenos como por qué Donald Trump es presidente. Buscamos todo tipo de recursos de la imaginación para explicar por qué sucedió, por ejemplo, la idea de que fue un complot ruso. Todos son intentos por tratar de no imaginar que Donald Trump es el presidente, y que, en últimas, fue elegido por los ciudadanos de Estados Unidos.

Y el tercero, el más interesante para mí, es el problema de imaginar el futuro: ciertos políticos han encontrado que la única forma de combatir el poder del pasado imaginario es la promesa de un futuro glorioso, la creación de una visión de mundo hacia la que la gente sienta que puede caminar. Eso es lo que explica, por ejemplo, el éxito de figuras como Alexandria Ocasio-Cortez o Andrew Gillum. Esos políticos, al contrario de los populistas de extrema derecha, no hablan de un pasado glorioso, sino de un futuro diferente.

En algunas columnas recientes en The New Yorker también ha cuestionado la democracia como ideal. ¿La actualidad política global nos ha instado a repensar esa premisa?

Creo que tenemos un malentendido básico sobre la democracia en cuanto concepto y en cuanto práctica. Normalmente, cuando se habla de democracia, la gente solo piensa en una serie de mecanismos: elecciones libres y transparentes o una libre economía de mercado. Pero creo que hay una confusión sobre lo que es esencial y suficiente para pensarla y ejercerla. En Estados Unidos, esa combinación entre una economía de mercado y unas elecciones libres y transparentes ha sido suficiente, en apariencia, para mantener un concepto de democracia en el imaginario colectivo. Entendida así, la democracia permanece como un ideal, una aspiración: que exista un gobierno de la gente; que quienes son gobernados, gobiernen también. Pero ese ideal es imposible.

A ciertos discursos contemporáneos les falta todavía hacerse las preguntas más profundas sobre lo que realmente implica pensar la democracia. Esta no es solo la política electoral: es eso que ocurre en el espacio público, cuando la gente decide y actúa junta para crear espacios de cohabitación. Y en ese movimiento surgen nuevas formas de entender lo común. Los nuevos municipalismos están creando nuevas formas de conceptualizar lo público, están haciendo entrar en conflicto la idea clásica de democracia como mecanismo electoral. Se está acentuando la tensión entre ciudades y estados, entre gobiernos nacionales y locales, porque grupos que tradicionalmente habían permanecido marginados de las estructuras de poder están allanando esos espacios.

¿En qué consisten los nuevos municipalismos? En una columna, usted hablaba de que ese fenómeno se está viendo de forma más nítida en Barcelona.

Lo que he analizado en el caso de Barcelona es cómo allí se está gestando un nuevo discurso político. Barcelona ha tenido una inyección fundamental de personas que, aunque no son mayoría, llegaron al poder y están pensando de otras maneras la democracia y las instituciones. Son representantes elegidos de una forma distinta, lo que llamo “los programas sin partidos” (es decir, colectivos ciudadanos que eligen candidatos por sus ideas y valores y no por pertenecer a partidos políticos tradicionales). Considero que no importa la vía, pero la clave de los nuevos municipalismos es ese experimento de divorciar los hábitos naturalizados en nuestros mecanismos democráticos.

Ada Colau, la alcaldesa de Barcelona, y su coalición quebraron las ataduras de la política tradicional, haciendo ver que sus medidas institucionales eran insuficientes para enfrentar lo que estaba pasando. Eso es importante, impulsa a dar nuevas conversaciones. Además, Barcelona ha abierto un espacio de pensamiento hacia algo que me interesa mucho también: la feminización de la política. Allí los líderes están empezando a recurrir a las emociones y los afectos para pensar en el andamiaje de lo común.

¿Puede profundizar en esa idea de la feminización de la política?

La forma de percibirlo más claramente es desde la discusión sobre las emociones y los afectos. Más que pensar la vida en común o las acciones de los gobernantes desde la materialidad o desde la exterioridad, ciertas organizaciones o programas están enfocándose en ayudar a restaurar las narrativas de las personas; en restaurar un sentimiento de dignidad. No son conceptos extraños a la conversación política en el mundo, pero el hecho de que se estén priorizando en ciertos espacios es muy relevante. Los políticos entienden muy bien, instintivamente, la importancia de las emociones, se esfuerzan por hacer sentir bien a la gente.

Barcelona y Trump lo hacen por vías radicalmente distintas. Para Trump, esa sensación de bienestar está centrada en él: él quiere gustarle a la gente. Barcelona, en cambio, le ha dado la vuelta a ese discurso. Allí hablan de las experiencias afectivas de las personas que viven en una sociedad: si los ciudadanos se sienten respetados, si sienten que su dignidad es reconocida. Los instrumentos para llegar a ese reconocimiento, a ese trabajo interior, vienen de estrategias públicas ya conocidas, pero que son básicas: regular precios de la canasta familiar, mejorar el espacio público, prevenir los desahucios para que la gente no deba irse de sus casas. Si reformulamos el objetivo primordial de esas acciones políticas como un objetivo emocional, más que material y exterior, la conversación da un giro importante.

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En sus análisis, usted ha resaltado la urgencia de “cambiar los términos de la conversación” para pensar otros modos de vivir en sociedad. ¿Por qué es tan importante el lenguaje para conceptualizar la política?

El lenguaje es la moneda de la política. No podemos crear soluciones para vivir juntos si no podemos hablar entre nosotros, si no tenemos una realidad compartida que, en esencia, construimos desde el lenguaje. Necesitamos palabras con significados comunes para cohabitar un espacio común. Ese soporte está en gran peligro en los Estados Unidos. La idea de una realidad compartida está fracturándose, y eso está directamente relacionado con la forma en que el lenguaje está siendo usado y abusado. Así intentemos desviar la mirada de alguien como Trump, el proceso que él ha estado ejerciendo en esa crisis es inevitable: tenemos a un presidente que miente todo el tiempo, que se esfuerza por ensamblar una realidad distinta a la que una mayoría de la población acepta. La efectividad de ciertos discursos como el suyo nos ha hecho cuestionar ideas o relatos básicos sobre cómo funciona el mundo donde vivimos.

He estudiado particularmente la forma como Trump usa el lenguaje. Hace cosas extrañas: dice cosas que sabe que no son ciertas, desgasta las palabras hasta que ya dejan de significar, pero también se apropia de ciertas expresiones, sobre todo aquellas que tienen que ver con relaciones de poder, y les da el sentido exactamente opuesto. Usa, por ejemplo, la expresión “cacería de brujas” para describir la investigación sobre Rusia en su contra. Pero, si uno revisa bien, históricamente la cacería de brujas es un ataque hacia personas vulnerables. No podría haber una cacería de brujas hacia el hombre más poderoso del mundo. Entonces la batalla ya no es sobre los hechos, sino sobre el uso del lenguaje y la construcción de los relatos compartidos.

Si la lucha es ahora por el discurso, ¿el periodismo podría enmendar las fracturas y reconstruir esos relatos comunes?

La capacidad del periodismo de moderar el lenguaje, ese campo común, es limitada. Creo que el periodismo debe aprender mucho de las discusiones académicas. En Estados Unidos se han hecho esfuerzos importantes para que el periodismo aprenda de las herramientas que ofrecen la sociología, la historia o la ciencia política en las universidades. Y no se trata de que los relatos comunes se hayan empezado a desestabilizar desde que subió Trump. No. La relación de este país con su historia común ha sido estructuralmente problemática. Intentar defender, desde el periodismo, una forma única de narrar la historia o de entender lo colectivo también es inviable. Lo que puede hacer el periodismo es revisitar la historia oficial, no para reafirmarla, sino para contarla desde otras voces.

Algunos populistas de extrema derecha han desacreditado las luchas de esas voces históricamente marginadas. ¿Qué tan peligroso es esto para la construcción del relato común del que habla?

Siento que ese efecto es irreversible, porque ha sido producido colectiva y sistemáticamente. Por ejemplo, el falso lema de que “todos somos iguales”, utilizado por algunos populistas de extrema derecha, cuando sabemos que los contextos político y cultural nos determinan. Es evidente que el punto cero del que parten quienes enuncian eso en países como Estados Unidos es el punto cero del hombre blanco. De ahí se normaliza la idea de que todos somos el hombre blanco y así se neutralizan las luchas de identidades que sí han sido históricamente vulneradas. Esa es la pelea que debemos seguir dando.

*Editor digital de ARCADIA

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