Silvia Aristizábal, vicepresidente de Recursos Humanos de Koaj Permoda

Opinión

El poder de decir basta

El amor necesita de límites para ser real, seguro y duradero. Sin ellos, lo que se erosiona no es solo la relación con los demás, sino la conversación más importante de todas: la que tenemos con nosotros mismos.

Por: Silvia Aristizábal
2 de octubre de 2025

“Basta, ya no más… hasta aquí llegué.”

Con esa frase Ana entró a mi oficina. No hizo falta que explicara nada: dejó su celular sobre la mesa y las lágrimas hablaron por ella.

Ese día había tomado una decisión definitiva, aunque todavía no podía ponerla en palabras.

Le dije suavemente: “Vamos a hablar de límites”. Y me quedé pensando en lo profundamente humano de esa escena: una mujer exitosa, llorando en silencio porque nunca le enseñaron que podía decir “no”.

Un límite no es una muralla, es una declaración de existencia.

Es esa línea invisible que marca hasta dónde llegamos nosotros y dónde empieza el otro. Puede ser físico, emocional, laboral, sexual o temporal. Pero en nuestra cultura, poner límites sigue siendo revolucionario.

Crecimos con mensajes que muchos reconoceremos: “el niño bueno no molesta”, “la mujer virtuosa se sacrifica”, “el empleado valioso siempre dice que sí”. Desde pequeños nos enseñaron que nuestras necesidades importan menos que la armonía familiar, la paz del hogar, la estabilidad del trabajo.

Daniel Goleman lo dice claro: aprender a regularnos emocionalmente incluye el derecho a decir “no”. No es rebeldía, es supervivencia emocional. Brené Brown va más lejos: “Los límites son la manera más clara de amarnos a nosotros mismos y a los demás”. Porque cuando me atrevo a marcar lo que necesito, le doy al otro la oportunidad de relacionarse conmigo con honestidad, no con la versión domesticada de mí mismo.

Pero nosotros fuimos criados para ser cómplices de nuestra propia invisibilidad.

Marshall Rosenberg, creador de la Comunicación No Violenta, explica que cuando no aprendemos a expresar nuestras necesidades con claridad, terminamos explotando con rabia o colapsando en silencio.

Ana no era solo víctima de su jefa tóxica, ni de su pareja demandante, ni de su agenda saturada. Era prisionera de décadas de silencios acumulados. De todas las veces que tragó palabras por “no hacer drama”. De cada ocasión en que prefirió el malestar propio antes que la incomodidad ajena.

En muchos entornos laborales, los límites siguen siendo tabú. Se espera que ‘la buena empleada’ siempre esté disponible, que el líder tenga respuestas inmediatas, que la agenda se adapte aunque el cuerpo y la mente griten auxilio. “Es que usted es tan capaz”, nos dicen, como si la capacidad fuera una condena a la sobreexplotación.

La OMS reporta que durante la pandemia, la ansiedad y depresión aumentaron 25 por ciento globalmente. No es casualidad: vivimos en una época que premia la hiperproductividad y penaliza los límites.

Pero, ¿qué pasa cuando nunca ponemos un punto final? La fatiga, el resentimiento y esa tristeza sorda que no sabemos nombrar se vuelven compañía constante. Y aquí viene la paradoja más hermosa: poner límites claros no rompe las relaciones, las dignifica.

Un límite es como la cerca que cuida un jardín: no encierra, protege.

Un jefe que respeta los tiempos de su equipo construye lealtad real. Una pareja que sabe decir “necesito espacio” abre la puerta a una intimidad más honesta. Un padre que enseña a su hijo a escuchar un “no” sin manipular le regala una lección para toda la vida.

Creemos que por cariño, admiración o jerarquía, algunas personas tienen “permiso” para cruzar nuestras fronteras. Pero el amor sin límites no es amor: es dependencia. El respeto sin límites no es respeto: es sumisión.

“El amor necesita de límites para ser real, seguro y duradero.” Sin ellos, lo que se erosiona no es solo la relación con los demás, sino la conversación más importante de todas: la que tenemos con nosotros mismos.

El estudio de Harvard sobre felicidad y longevidad lo confirma con 80 años de evidencia: lo que más predice una vida plena no es la genética ni el dinero, sino la calidad de nuestras relaciones. Y las relaciones de calidad no se construyen con silencios incómodos, sino con límites transparentes. Decir “no” a tiempo es decirle “sí” a vínculos más sanos, más honestos, más humanos.

Ana salió de mi oficina ese día con una tarea: escribir en una hoja todas las veces que había dicho “sí” cuando quería decir “no” en el último mes.

La lista ocupó dos páginas. Lloró de nuevo, pero esta vez de alivio. Por fin tenía un mapa de su propia traición. Tres meses después me escribió: “Aprendí que poner límites no me hace mala persona. Me hace persona.”

Ahora te toca a ti hacer el inventario.

¿Qué tanto priorizas lo que otro quiere por encima de lo que tú necesitas? ¿Con quienes te resulta más difícil poner límites? ¿Qué voces de tu infancia todavía susurran que tus necesidades no son tan importantes?

El límite no es un muro, es la columna vertebral de tu dignidad. Es la diferencia entre existir y vivir realmente. Aprender a decir basta, como hizo Ana, no nos aleja de los demás: nos acerca a quienes realmente quieren estar con nosotros desde el respeto, no desde la comodidad de nuestra renuncia.

Porque al final, poner un límite es escribir tu nombre en tu propia vida.

En una cultura que tradicionalmente ha valorado la armonía grupal por encima del bienestar individual, aprender a decir “basta” no es solo crecer: es encontrar el equilibrio entre cuidar a otros y cuidarnos a nosotros mismos.

La versión más auténtica de ti mismo está esperando detrás de esa palabra que nunca te atreviste a pronunciar: basta.

Silvia Aristizábal, vicepresidente de Recursos Humanos de Koaj Permoda