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BICENTENARIO

Hay que aprender otra historia patria

Tanto la historia patria tradicional como la historia crítica, se basaron en interpretaciones y debates sin contemplar otros elementos. La independencia, como la entendemos hoy, no fue resultado de los actos heroicos de unos pocos sino el fruto de muchos actores que entendieron que el derrumbe del mundo en el que habían nacido, el imperio español, era la oportunidad para vivir de otra manera y bajo otras condiciones.

Germán R. Mejía Pavony
6 de agosto de 2019

Durante muchas décadas del siglo XX se discutió con vehemencia si la independencia de Colombia había dado lugar o no a un cambio profundo a nuestra historia, la que había comenzado, para algunos, milenios atrás producto del poblamiento original de este territorio o, para otros, en el siglo XVI con la llegada de los conquistadores españoles. Ruptura histórica o variación política superficial: estos debates nunca tuvieron final y, si prestamos atención, todavía puede escucharse el eco de dichas disputas.

Las diferencias entre estas dos versiones tomaron fuerza finalizando el decenio de 1960, cuando historiadores y otros estudiosos de las ciencias sociales generalizaron las críticas a lo que ya entonces se conocía como historia patria. Aunque con anterioridad algunos intelectuales ya se habían pronunciado en contra de las versiones canónicas de la historia colombiana, como Luis Eduardo Nieto Arteta, quien durante las décadas de 1930 y 1940 dio forma a una interpretación de nuestra historia desde la economía, fue dos o tres décadas más tarde cuando realmente hizo carrera en las universidades una visión de la independencia profundamente crítica, no solo de lo sucedido sino de sus alcances para lo que sería el futuro del país.

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De esta manera, mientras que para muchos colombianos Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander eran los padres de la patria, de la causa de la libertad y, con ello, fundadores del Estado y las instituciones, para otros no menos numerosos, la independencia solo significó el ascenso de nuevas oligarquías, un renovado colonialismo, la continuidad de iniquidades y un sinfín de abusos. De esta manera, defensores y detractores de la independencia como suceso fundante de nuestra contemporaneidad se engarzaron en una brutal e intolerante polémica, alimentada a su vez por el conflicto social y político que hemos dado en denominar La Violencia.

Los aires renovados del nuevo milenio, aunados al desgaste por improductiva de la mencionada discusión y a la necesidad social y política de aceptar diferencias de criterio e interpretación sin que por ello liquidemos física o intelectualmente a nuestro contradictor, nos permiten encontrarnos hoy en la búsqueda de otras y más satisfactorias explicaciones a lo sucedió durante esos decenios iniciales del siglo XIX. De esta manera, la sórdida defensa de posturas ideológicas no es hoy un punto de partida para explicarnos como colombianos. Pero entender lo que está sucediendo requiere de otra breve explicación.

En efecto, en lo profundo de la polémica que mencionamos se encuentra un fenómeno que es imprescindible entender: la invención de la memoria nacional, esto es, de una historia patria. En este sentido, cuando los colombianos conmemoraron el primer centenario de la independencia en 1910, las festividades se realizaron fundadas en un relato ya maduro de la independencia que hizo, primero, del centralismo y del presidencialismo un destino del que no podíamos desviarnos a riesgo de sumir el país en el caos del desgobierno: por ello, solo podían ser héroes de la patria los adalides de dichas formas de organización del Estado.

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Segundo, enunciar en la preexistencia de la nación antes de la independencia la justificación de ella como tal: cambio en la política, continuidad en la cultura, y libertad en los derechos individuales, construyendo para esto una narrativa que hizo de la herencia hispana el cimiento de la colombianidad: la religión católica y el idioma español, esto es, la rehispanización de la memoria nacional. Tercero, de colocar monumentos en pueblos y ciudades cuya función siempre fue recordar aquellos héroes que con su martirio se convirtieron en padres de esta nueva sociedad, obligada por ello a honrarlos ya que les debíamos el futuro.

El cuarto elemento sobre el que se fundó esa narrativa histórica, está en entender la independencia como condición del progreso, razón por la cual la narración de dicho evento se vació de pasado, lo que facilitó su manipulación, y solo importó contarla desde los logros de haberla realizado; quinto, de dar forma a un programa expositivo de esta memoria posible de ser llevado a la escuela, de modo que todos aprendiéramos una misma narración: el recuerdo de nuestro origen se hizo así común, compartido sin importar diferencias sociales, regionales o culturales. Y, sexto, entregarle el cuidado de dicho relato de nuestra independencia a circunspectas academias cuyos miembros hicieron de su defensa el objeto de preocupaciones intelectuales y prestigios personales.

Medio siglo más tarde, a comienzos de la década de 1960, ya se sentían vientos de una tormenta que amenazaba destruir esa memoria. De hecho, los eventos realizados para dar nueva fuerza al recuerdo colectivo fueron importantes en el ciclo conmemorativo de los 150 de la independencia, realizados entre 1960 y 1961. Obras de gran importancia como la Historia Extensa de Colombia, museos hoy convertidos en hitos sociales, como el del Florero, hoy llamado de La Independencia, o la construcción de grandes monumentos como el del Pantano de Vargas o el del Puente de Boyacá, son ejemplos de las acciones realizadas en ese entonces. Pero los cuestionamientos al relato de comienzos del siglo XX eran inevitables: una nueva historia, esto es, una manera distinta de narrar nuestro pasado había cobrado forma pues ahora no eran héroes y batallas lo que explicaban nuestros orígenes republicanos.

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Al contrario, no solo ingresaron mujeres, negros e indios al relato, sino que la misma idea de haber dado forma a un profundo cambio social y político fue controvertida por lo que se entendió como continuidades de la sociedad colonial en la nueva república: la concentración de la propiedad de la tierra en una improductiva aristocracia; relaciones serviles de trabajo; la esclavitud; caudillismos dominantes en una sociedad todavía estamental; en fin, relaciones sociales regidas por las disciplinas y ritmos de un catolicismo intolerante. Sin embargo, esta nueva historia apenas rasguñó la memoria nacional que dio forma a la nación desde los años finales del siglo XIX, no pudiendo así reemplazar el relato patrio por el crítico en el recuerdo colectivo de los colombianos. Pero si logró erradicarla en gran manera de la escuela, lo que produjo un efecto inesperado: los colombianos nos quedamos sin historia. Sin ninguna de las dos versiones.

A pesar de las diferencias entre estas dos visiones de la independencia, ellas compartieron una misma ausencia, un mismo vacío: ambas narraron la independencia como si el país estuviera aislado del planeta. Hoy nos sorprende constatar que tanto cultores de la historia patria como de la historia crítica construyeron interpretaciones y debates sin contemplar que nuestra independencia se dio en el marco del imperio español, de los complejos enfrentamientos de éste con Francia e Inglaterra, y del cruento final del antiguo régimen.

En esos estudios es difícil encontrar, que primero fueron las provincias de la Nueva Granada las que se independizaron de la monarquía española y que ello fue condición para que pudiera cobrar forma como proyecto de futuro un Estado que luego llamaríamos Colombia; segundo, que dicha independencia fue posible en el marco de lo que hoy conocemos como la “implosión” del imperio español y las denominadas revoluciones atlánticas. Tercero, que los ensayos de gobierno que se dieron durante los críticos años de 1811 a 1816 fueron escuela de gobierno al tiempo que arena para dirimir posturas filosóficas y concepciones de Estado que estaban circulando en occidente desde hacía al menos dos centurias; cuarto, el miedo que las revoluciones francesa y haitiana generó entre quienes lideraban la autonomía, primero y, luego, la independencia de las provincias que habitaban. Quinto, de una parte, la crisis del antiguo régimen en Europa y, de otra, la capacidad de los viejos imperios absolutistas de sobrevivir por décadas al impulso revolucionario de las nuevas repúblicas; en fin, sexto, la paradójica actuación de los Estados Unidos de Norteamérica pues al tiempo que dieron respaldo a las nuevas repúblicas, en especial las suramericanas, intrigaron para que Cuba y Puerto Rico siguieran bajo el control de España, motivados por su interés en convertir el Caribe en su mar interior e impedir una revolución negra en sus Estados del sur.

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Todo lo anterior, crítico de las dos posturas que enunciamos, ha sido producto de renovadas preguntas de una nueva generación de historiadores. Estos, en el marco del ciclo conmemorativo de nuestra independencia que inició en 2008, han dado lugar a una renovada interpretación de lo sucedido en el tránsito del imperio español a las repúblicas americanas. Hoy, entonces, podemos entender que entre esas dos realidades sí produjeron profundas transformaciones en la sociedad que convirtieron al vecino en ciudadano, y a éste, en sujeto de derechos y protegidos por la ley, la que se blindó en la separación de poderes, los que a su vez encontraron en lo público el escenario propicio para el encuentro de individuos al tiempo que los controles a la libertad recién ganada. Y así con muchos otros asuntos que, debemos convenir, eran en 1811 o 1812 un proyecto, sí, pero sin los cuales nuestro futuro como repúblicas no era posible. Sin duda quedaron algunos rasgos de la sociedad colonial vigentes por muchos años más, algunos hasta el día de hoy como nuestra actitud transaccional ante la ley, posible de rastrear hasta el siglo XVII.

La independencia, entendemos hoy, no fue resultado de los actos heroicos de unos pocos sino, ciertamente, el fruto de una acción colectiva en la que confluyeron muchos actores que, durante un relativo corto lapso, lograron entender que el derrumbe del mundo en el que habían nacido, el imperio español, era la oportunidad para vivir de otra manera y bajo otras condiciones. Es cierto, esto no incluyó a todos los sujetos de la nueva república, pero también es cierto que hasta ahora parece que solo por este camino algún día todos podrán ser incluidos como iguales en lo que hoy llamamos Colombia.

*Decano Facultad de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Javeriana