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| Foto: Santiago Ramírez

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Acacías, la cárcel donde los presos recuperan su libertad

Ubicada al lado de Alcatraz, esta colonia agrícola tiene la disidencia más baja del país. A pesar de estar ocupada en su mayoría por delincuentes de Bogotá, los casilleros no tienen candado: nadie tiene por qué robar.

Santiago Ramírez Baquero
10 de marzo de 2017

Justo en el kilómetro 3 por la vía Villavicencio-Acacías se encuentra una cárcel que no tiene paredes imponentes, que no es de color gris y que tampoco está rodeada por un anillo de alambre de púas. La cárcel Colonia Agrícola de Acacías es “única en Colombia”, eso dice su director Daniel Ortiz, la cabeza que lleva tres años al mando de este centro carcelario fundado en 1930 y que hoy cuenta con 4200 hectáreas para albergar 1.273 internos.

Con excepción de los campamentos, que son siete, el lugar está lleno del verde de la naturaleza y de sonidos que provienen de la espesa selva. Dos reclusos caminan tranquilamente hacia el sitio donde recogen el pasto que acaban de podar; tres se dirigen a una sala en donde seguirán dándole forma a un mueble de madera que ya casi está listo, y otro grupo de tres, vestidos con bata, tapabocas y gorro, van hacia un cuarto de panadería para sacar del horno unos hojaldres rellenos de bocadillo.

La Colonia Agrícola permite que 105 reclusos participen del desfile de carrozas que se organiza en el pueblo de Acacías, también deja que algunos participen en la maratón que se corre durante la Fiesta de las Mercedes. Así sea por unas horas, la libertad también es un beneficio cuando se está allí.


Un reclúso pasea a El Gringo, un caballo que ha recibido entrenamiento de varios internos (Foto Santiago Ramírez / SEMANA)

Ávila es callado. No comparte su nombre y aunque no extraña el frío y la oscuridad de su antigua celda en La Modelo, tampoco quiere pensar que la Colonia es el paraíso. “Usted puede ponerle a un pajarito una celda de oro, igual no podrá volar”, dice. Se va a darles de comer a los cerdos y entra a la pocilga para consentirlos.

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A unos metros de distancia, en un casino de lombricultura, dos hombres agotados por el trabajo toman un descanso. Huverts Girón está cansado de la rutina. De las mismas personas, del mismo trabajo y de la misma comida. “Hace muchos años que no saboreo algo delicioso, puede sonar simple o bobo, pero hace mucho que por mi boca no pasa algo rico, daría lo que fuera por un plato de mamá”. No habla sobre lo que hizo. No quiere recordar lo que lo llevó a prisión. Dejó de ser cristiano, dejó de predicar.

Se alejó de Dios

El primer día que Huverts ponga un pie en libertad irá a donde su familia, comerá lo que no ha comido en tantos años de encierro. Y comenzará su proyecto personal: tener una panadería.

Muchos de los internos estuvieron en Alcatraz –no la cárcel de Estados Unidos, sino la Penitenciaría Nacional de Acacías–, una cárcel de mediana seguridad bautizada así por algunos reclusos y que es vecina de la Colonia Agrícola.

Juan Carlos Ruiz, compañero de Huverts en el casino donde producen abono, ya superó la vergüenza que le producía recordar el delito por el cual está en la cárcel. En el 2003 dejó los cultivos de tomate y se fue para Guaviare con su hermano. Allí produjeron coca porque era lo único que podía darle sustento económico para sostenerse. Lo cogieron con 300 kilos de base de coca, ahora sólo quiere esperar a que sus 72 meses de condena terminen.

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En la parte más alejada de la Colonia queda la Comunidad Terapéutica, uno de los siete campamentos cuya sede es una casa que alguna vez funcionó como templo de oración y hoy tiene la función de rehabilitar a personas que han padecido la pesadilla de la drogadicción.


Huverts Girón sueña con tener una panadería cuando salga de prisión . (Foto Santiago Ramírez / SEMANA)

Ahí está John Jairo.

Un hombre de pelo gris, tatuajes hechos en la cárcel y cicatrices en los brazos. Esta es su octava vez en una cárcel, aunque prefiere no llamar así a ese lugar ubicado sobre una de las montañas limítrofes entre la llanura y la cordillera, donde se puede ver un paisaje colorido que John Jairo llama “Paraíso”.

Dice que después de haber recorrido los pabellones de la Modelo y la Picota, donde vivió peleas y sintió la paranoia que producen la marihuana, el bazuco y el pegante, la Comunidad Terapéutica no parece una cárcel. Siente algo cercano a la libertad y aunque podría escaparse con facilidad, no lo intenta.

La Colonia Agrícola tiene la tasa de reincidencia más baja del país: solo el 2 % de los internos vuelven a cometer algún delito.

“Cuando era pequeño me sucedió algo terrible y por eso caí bajo. Vivía en Juan Rey, iba en mi bicicleta y choqué con mi hermanita menor de siete años, iba pasando una tractomula, usted ya sabe qué pasó después”. La muerte de su hermana lo hundió. Después su vida fue terrible.

A su padre y su hermano los mataron, y en su cuerpo lleva las iniciales de sus nombres, tatuajes hechos con tinta china y aguja de coser. “He perdido mucho tiempo de mi vida”. Cuando habla, John Jairo extiende las manos involuntariamente como si rezara un Padre nuestro.

El cuarto donde duermen los internos de la Comunidad está lleno de camarotes. En varias camas reposan algunas biblias abiertas en algún pasaje especial.

Para aprisionar a sus reyes con grillos,
Y a sus nobles con cadenas de hierro;
Para ejecutar en ellos el juicio decretado;
Gloria será esto para todos sus santos.
Aleluya.

“Aquí los casilleros no se pueden cerrar con candado”. Porque nadie tiene que ocultar nada y nadie tiene por qué robar. John Jairo esculca entre la ropa que está en su casillero y saca un bolso que hizo con envolturas de dulces. Aprendió a hacerlo cuando estaba abajo en el campamento Cola de Pato. Se lo cuelga con entusiasmo y mira por la ventana hacia un peladero que en el futuro será la cancha de fútbol.

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“Hoy descansamos, pero todos los días trabajamos en esa cancha de fútbol para que quede bien bonita”. Ahí John Jairo quiere graduarse. Ahí quiere saltar hacia la libertad y quiere que Beatriz esté con él.


John Jairo Rincón se tapa los ojos con una venda para recordar el día que los llevaron al río. (Foto Santiago Ramírez / SEMANA)

Un día, hace algunos años, John Jairo se robó una bicicleta todoterreno y 300.000 pesos. Otro robo más de los muchos que hizo. Pedaleó hasta el barrio San Bernardo con la intención de tener sexo por 10.000 pesos y pasarse un carrazo de bazuco. Allí estaba Beatriz. Y se enamoró.

“No le tengo miedo al diablo. Yo puedo ver la droga, puedo ver a gente metiendo, eso ya no me interesa. Pero tengo que ir allá a salvar a Beatriz, tengo que ir a ese infierno llamado Samber”. Sabe que cuando esté libre, Beatriz estará allá, pero no quiere imaginar a quién se va a encontrar. No quiere torturarse con ese momento.

Ha intentado suicidarse. Se nota en las cortadas profundas marcadas en sus brazos; dice que suicidarse es para valientes, que hay que tener coraje para querer irse del mundo cuando uno quiere. Pero a pesar de eso, también ha vivido días felices.

Una madrugada los dragoneantes los levantaron antes del amanecer. Les hicieron vendarse los ojos y caminar durante una media hora por la selva. Ninguno de los internos de la Comunidad Terapéutica sabía qué estaba sucediendo, pero varios de ellos dicen que la espera valió.

Se quitaron la venda de los ojos, la luz del sol los cegó durante unos segundos y cuando la vida volvió a tener color, vieron algo parecido a un sueño. Estaban en el río y había una olla con sancocho. Algo estalló dentro de los reclusos. Dicen que fue alegría. Algunos no tenían un día así desde que eran niños, lo vivieron como algo increíble.

“Fue uno de los días más felices de mi vida”.