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| Foto: Alonso Sánchez Baute

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Conejo: crónica de dos mundos paralelos

El escritor Alonso Sánchez Baute estuvo en La Guajira, en la zona de concentración de las Farc que alguna vez fue el epicentro de una polémica nacional. Así se vive allá el tránsito a la paz.

15 de julio de 2017

Hay un pueblo árido y sin nombre en algún lugar de Líbano que finalmente conoció la televisión al inicio de este siglo. Lo que siguió está narrado en una película que en 2011 ganó el premio Francois Chalais en el Festival de Cannes. Es la historia de un pueblo dividido radicalmente entre católicos y musulmanes al punto de que hay un cementerio para unos y otros al que solo acuden las madres a llevar flores a sus hijos muertos en la guerra. El cura y el imán justifican la sangría. “Hay un muerto y todo muerto hay que vengarlo”, afirma el sacerdote que dicen las Sagradas Escrituras, las cuales hay que cumplir.

Las mujeres tienen ahora la inquebrantable determinación de proteger a su familia (una de ellas oculta que otro de sus hijos ha muerto por una bala perdida y hay ese dolor terrible y doble de una madre que no puede desahogarse porque sabe que esa ‘debilidad‘ podría causar la muerte de su otro hijo). Pero hay un problema: quizás porque matar es más fácil que razonar, los hombres aquí buscan el más mínimo y baladí motivo para la venganza. Son dueños de un impresionante cosquilleo en los dedos y cualquier excusa es válida para apretar el gatillo. Con ingenio y audacia las mujeres logran cierta paz, pero llega la televisión y con ella los noticieros que dan cuenta del odio que ambas religiones han sembrado en otros pueblos. Es entonces cuando este pueblo se convierte en una bomba de tiempo.

2.

A La Guajira, otra tierra igual de árida y de salvaje, de inclemente sol y de cardones, la habitan historias así: de duelos y de dolor. Duelos como el del Tite Socarrás (un hombre celebrado por Escalona), herido de muerte por su suegro y rematado por sus cuñados. Su nieto, Gregorio Puello, cuenta: “Desde que nació era supremamente problemático. Le gustaban los conflictos y llegó incluso a comprar peleas”. Según la mitología vallenata a Tite lo carbonearon en contra de sus cuñados y su suegro, Bolívar Olivella, quien ya estaba molesto con él por haberle seducido a la hija,estalló en ira. Como en aquel verso de Les Luthiers, “Mi honor está en juego y de aquí no me muevo”. Se mataron mutuamente.

Hace veinte años en Conejo sucedió algo similar. Zutano dijo de Fulano y Perencejo se vengó. Hoy nadie sabe exactamente cuál fue el malentendido que acabó con la vida de Hugues García, un patriarca que vivía en plena plaza principal. Lo asesinaron a la entrada de su finca Santa Rosa (justo el lugar por donde se ingresa a Pondores, el campamento de las Farc). Luego hicieron lo mismo con uno de sus hijos. Tiempo después fueron asesinados dos hijos de la familia acusada del crimen: los Ariño, que vivían al otro lado de la plaza. El resto del pueblo tomó partido por uno u otro bando porque a los colombianos nos encanta comprar peleas ajenas.

Un compositor local escribió: “Una vez siendo pequeño/vi niños sufriendo algo que no olvidarán/la violencia marcó con sangre ese día/acabó con la alegría/se llevó del poeta su poesía/y del canto su melodía”. La historia podría ser un capítulo corto de la novela de los Cárdenas y los Valdeblanquez, aquellas dos familias guajiras ficcionadas luego por Laura Restrepo en Leopardo al sol, que por seguir la enseñanza bíblica del ojo por el ojo y el diente por el diente se exterminaron a sí mismas. Solo que aquí una de las dos familias se fue a vivir a otro pueblo. No huyó como cobarde: sobrevivir es un asunto de valientes.

Lo fácil hubiera sido la venganza, seguir matándose por el honor de la sangre hasta perder todo rastro sobre la tierra. Solo uno siguió por el camino del crimen: el tan temido Marquitos Figueroa García. Con él en la cárcel las dos familias aplacaron el odio y los García volvieron al pueblo luego de firmar una fiducia con los Ariño: si un miembro de alguna de esas familias es asesinado la otra debe pagar un monto altísimo. La guerra terminó con la negociación. Hubo perdón ¿y olvido? Lo cierto es que los García volvieron a Conejo, viven en paz con los Ariño, se saludan de beso y se preocupan por la salud de unos y otros.

Con 1.911 habitantes Conejo es el mayor corregimiento de Fonseca, el municipio al centro de La Guajira que hace siglos era el límite del Valle del cacique Upar. Es un pueblo agradable (salvo por el calor salvaje), bien bonito, ya no huele a plomo. Tiene dos puestos de salud, cinco tiendas, una iglesia, tres billares, tres galleras y una biblioteca; sus calles están pavimentadas y en sus aceras crecen árboles de matarratón y maíz tostao podados en redondel.

En la plaza principal decenas de niños corretean en las noches. Llaman la atención sus pedestales vacíos: la virgen y el héroe fueron destruidos a martillazos por uno de los cinco loquitos del pueblo. La señal de teléfono más cercana se agarra en el límite de Fonseca, veinte minutos atrás. Esta es otra Colombia, igual de aislada y de olvidada como otras tantas. Colombia es como un archipiélago de pequeños mundos paralelos.

3.

El lunes 16 de marzo de 2016 el Gobierno nacional recibió 15 millones de dólares de la Fundación Bill & Melinda Gates que entraron a las arcas del Plan Nacional de Lectura y Escritura del Ministerio de Cultura ‘Leer en mi cuento‘, el cual busca fortalecer las 1.444 bibliotecas públicas del país y convertirlas en espacios que ofrecen servicios utilizando la tecnología de forma creativa mediante el fomento de la lectura y el desarrollo cultural y comunitario”.

Dos millones de dólares fueron destinados para la adquisición de 20 Bibliotecas Públicas Móviles (BPM) en asocio con la ONG francesa Bibliotecas sin fronteras para llevar los servicios bibliotecarios a zonas rurales y de difícil acceso. Cada una consta de cuatro módulos. El de Lectura cuenta con 300 títulos para préstamo y consulta; el de Informática consta de 17 tabletas, 15 audífonos y 5 computadores; el Audiovisual guarda un televisor, un proyector, 3 cámaras de video y un tablero; en el Administrativo van un computador, 4 mesas, 16 sillas, una planta eléctrica y un kit de limpieza. Todo junto pesa 750 kilos y se instala en 20 minutos. El Gobierno las usa para construir confianza y estimular el compromiso ciudadano y la democracia en los Puntos de Transición a la Normalidad (PTN) que alojan los campamentos de los desmovilizados de las Farc.

El encargado de la BPM en Conejo es Gilberto Pabón, cucuteño, 28 años, 1. 86 de estatura. En enero se mudó aquí sin imaginar que su trabajo partiría en dos la historia reciente del pueblo. Antes de ser promotor de lectura era policía. “En algún momento entendí que a través de lo social se puede impactar una comunidad inventando maneras de que la gente común le pierda el miedo a los libros y se apropie de la cultura”. ¿Cómo lo hace? Con baladas literarias, video camping, cine al aire libre, lunadas literarias, talleres de música, de pintura, de canto. Dice: “A cada comunidad hay que metérsele con lo que más le apasiona”.

Su aterrizaje en Conejo fue forzoso. Según cuentan en el pueblo el primer escollo fue el alcalde de Fonseca. “Decía que ese cargo debían darlo a alguien de su partido político y no a un cachaco” (cachaco aquí es cualquier persona nacida al sur de Curumaní, al centro del Cesar). Gilberto lo enfrentó en más de una ocasión hasta que el alcalde cedió. Los líos no terminaron (esta historia es como la de Ulises en su camino a Ítaca).

El nuevo adversario fue la rectora de un colegio infantil que meses antes había solicitado una biblioteca al Gobierno nacional. “Creía que la BPM era para ella y no permitía que la sacara del lugar donde la guardaba”. La trama podría ser pasto de novela: dos entidades peleándose por una biblioteca en una región en la que no se lee. Gilberto le expuso el problema a Deiver Guerra, vicepresidente de la Junta Comunal, y al comandante Joaquín Gómez, quienes se pusieron de su lado tras entender que si la rectora se quedaba con los módulos solo los alumnos de ese colegio tendrían acceso a ellos.

Las Farc cedieron por un mes una casa arrendada para el efecto. Al mes Gilberto debió mudar los módulos a su casa y, como dice, se convirtió en paletero: todas las mañanas trasladaba los 750 kilos a diferentes partes de Conejo. Hasta ese momento los conejeros lo miraban de lejos, pero verlo arrastrar los módulos hasta situarlos bajo una sombra los impactó. “No podíamos seguir haciéndonos los locos ante quien mostraba tanto interés por nosotros”, afirma Dalvis Molina García.

Cuenta Deiver que “una noche Gilberto convocó a una reunión para contarnos qué era eso de la biblioteca y para qué podría servirnos. Ahí nos vendió la idea”. ¿Cómo logró un cachaco que pegara un proyecto tan ajeno a la cultura local? “La estrategia que me inventé fueron las piquerias (esta es una región rica en decimeros y compositores de vallenatos). Todas las tardes nos reuníamos desde las seis con ese pretexto y entre canto y canto hacíamos lunadas literarias o cine al viento”.

A partir de esta iniciativa la comunidad se fue integrando. Todo fue un paso a la vez que concluyó el 30 de junio. Un mes atrás los conejeros habían conseguido que el alcalde de Fonseca les donara un local de 57 metros cuadrados situado en una de la esquinas frente a la plaza principal. Gilberto y sus nuevos amigos perifonearon pidiendo colaboración para el cemento, para los ladrillos, para la arena.

Cada día cada quien daba según podía: 5, 10, 20.000 pesos. “Cada una de las tres galleras destinaba de sus ganancias el 10 por ciento para la biblioteca –recuerda Pabón-. En el Billar El gran John hicimos un torneo en el que participaron 12 personas. El ganador donó espontáneamente los 500.000 pesos del premio. Después hicimos un bingo en la refresquería”.

La recolección de dinero no paró ahí. Hicieron cuatro ollas comunitarias, vendiendo a 2.500 pesos el plato de comida. “Era el plan dominguero y casi todo el pueblo venía a comprarnos”. Prepararon 2.000 bollos de mazorca y 2.000 pasteles de cerdo que igual vendieron en Pondores como en Valledupar. En esa lucha se consolidó el grupo Amigos de la Biblioteca, llamados medio en broma Los doce apóstoles por el número que suman excluidos Gilberto y cuatro de los cinco locos del pueblo -Coqueto, Joel, Acevedo y Pepe- que ayudan todos los días a barrer la calle, a trapear el local, a limpiar las mesas, a encargarse de la logística (son los que traen y llevan la silletería cuando hay cine o hacen teatro). Nadie les paga por eso, pero ellos son felices porque se sienten útiles, aceptados, incluidos (ah, la inclusión. ¡Cuánta falta hace en este país!).

Cuando se trabaja en equipo se llega más lejos: al final recogieron noventa millones de pesos con los que compraron 10 pacas de cemento, 1.000 ladrillos, 10 pacas de estuco, pintura, mucha pintura. Todos los días trabajaban hombro a hombro hasta las once o doce de la noche, a veces hasta la madrugada. Un artista local hizo en las paredes unos dibujos hermosos y hasta al poste de luz convirtió en lápiz. “A las cinco de la mañana volvíamos a trabajar, a las seis una señora nos traía desayuno de regalo, a las doce pasaba otra señora a convidarnos de su almuerzo”.

Todos aportaban con lo que podían. Los que no tenían plata a veces llegaban con refrigerio, con agua, con limonada. Esto habla de la hospitalidad de la región. “Una noche llovió y se perifoneó buscando una carpa y en nada llegó gente con plásticos para taparlo todo”. Un cachaco, “doce apóstoles” y cuatro loquitos construyeron en 21 días una de las más bellas bibliotecas de Colombia. Hoy, sobre la calle, hay una pared que hace las veces de pantalla de cine, de cortina de teatro, de escenario de piquerias. Los viernes se reúnen allí de 200 a 300 personas. “En el país no se hizo pedagogía del conflicto pero acá se ha hecho una pedagogía cultural bárbara”, me dirá al día siguiente Joaquín Gómez.

“El éxito fue la humildad”, enfatiza Gilberto. Recién llegó a Conejo ayudó durante ocho días seguidos a limpiar el acueducto. Decían “Este cachaco viene aquí a qué”. Él no tenía nada que ver con ellos pero a la par se puso la camiseta. Esto también habla bien de la comunidad, de la sensibilidad en medio del conflicto. “En la desconfianza creímos en él, en la biblioteca y en la posibilidad de sacar juntos un proyecto adelante”, dice Deiver. Otro músico local compuso otro vallenato, “Un aplauso pido a Gilberto Pabón/ese profesor que vino de lejos/con orgullo Conejo lo recibió/y hoy es como si fuera hijo de este pueblo/el Ministerio de Cultura se sobró/trayendo este gran proyecto a nuestra tierra/una biblioteca móvil nos mandó/y hoy es orgullo de mi Colombia entera”.

4.

En el campamento de desmovilizados en Pondores todo estaba planeado para que yo adelantara un conversatorio con Jaime sobre literatura y la manera como la cultura puede ayudarnos a unirnos como país, pero justo esa mañana de jueves él entró a un quirófano para que le sacaran unas carnosidades que le crecían en los ojos.

Así que allí estaba yo, de pie y solo frente a 63 desmovilizados que me miraban con desconfianza porque apenas cinco minutos antes les habían dicho que debían oírme sin decirles siquiera mi nombre ni por qué yo estaba allí. Rápidamente leí un texto que había escrito para estudiantes de noveno grado en Cartagena. Al termina  alguien me dijo al oído que así como allí había profesionales con especializaciones que sabían cuatro idiomas (como Joaquín Gómez, que vivió 13 años en Moscú) la mayoría había cursado hasta tercero de primaria. Hablé más coloquial entonces. Fue inútil: unos me miraban con rudeza, como animales en acecho; otros bostezaban. Finalmente encontré eco en uno de los tres comandantes de compañía, Sahamir de Esparta.

Su mirada era igual de incisiva y recelosa, pero había también en ella rasgos de curiosidad. Como la mirada de una ardilla. Habló de la obra de Gabo, de Sabato, de Benedetti, de Galeano, de Sun Tzu. Una mujer perdió la timidez: “En Colombia los escritores viven como en otro mundo y no les interesa contar la verdad del hambre y la miseria y de la lucha y la mezquindad…”. La saqué del error hablándole de libros y escritores nacionales. Otra más se animó: había leído La madre, de Gorki, Crimen y castigo, La peste. Una que estaba sentada en primera fila contó que con frecuencia pasan cine en el campamento y listó unos 15 títulos, la mayoría rusos. Uno, dos, tres hombres contaron sus lecturas sobre política y economía y hablaron de Marx y citaron de memoria El capital y otra vez mencionaron El arte de la guerra. Mientras los oía me preguntaba cómo sanarán esa mirada ellos mismos ahora que regresen a la ‘normalidad‘.

Durante años debieron enfrentar adversidades y construir destrezas de supervivencia propias de la selva. ¿Cómo se desnudarán de la corteza y dejarán atrás la dureza que les enseñó a vivir en el monte como a ese personaje literario, Tarzán, quien desde niño debió adquirir habilidades físicas para sobrevivir en medio de la jungla? ¿Serán capaces de adaptarse al pavimento o se perderán de nuevo en la espesura como al final hizo Tarzán? Luego uno me dirá que hay desconfianza, incluso entre ellos mismos, porque hay incertidumbre; porque ninguno ve su futuro asegurado; porque no saben lo que pasará en esta otra selva, la urbana, la de cemento. Para ellos también lo que viene será duro.

A las 11:30 la charla terminó. A esa hora en punto se sirve siempre el almuerzo. Gilberto visita con frecuencia el campamento llevando los libros que le piden en préstamo y retirando lo que ya han leído. Me contó entonces que todos los días los excombatientes se levantan a las 3:30 am y que de 4:00 a 6:00 a. m. reciben clases. Quise saber, “¿se preparan para la vida de civil o para la política?”. Gilberto contestó: “Los libros que más sacan de la BPM son los de derecho penal y administrativo y los de economía”.

Tras desayunar se va cada uno a sus tareas. Hacia las 3:00 de la tarde se bañan todos a la vista de todos. A las 5:00 es el refrigerio (ese día fue agua de panela con queso). Luego la mayoría se dedica a lo que más le gusta: jugar ajedrez. El campeón, dice Gilberto, es Sahamir de Esparta, quien también escribe poemas en los que resalta a Tirofijo y al Mono Jojoy.

Me saludé entonces con Joaquín Gómez. Hablamos de Saramago, del Evangelio según Jesucristo, de que Portugal no hace suficiente honor a su legado. Luego me invitó a almorzar lo mismo que la tropa: arroz blanco con huevo perico. De postre, la tercera parte de un banano. De tomar, jugo de sobre. Mientras yo comía él hablaba: “Para nosotros era menos peligroso cuando estábamos en el monte. Ahora no solo estamos concentrados donde todo el mundo sabe, sino también completamente desarmados. Hay temor ciudadano de lo que pueda suceder con la guerrilla en la calle, pero somos nosotros los que estamos expuestos y a partir del primero de agosto estaremos aún más expuestos. No podemos convertirnos en escoltas unos de otros. Estamos completamente indefensos. Si no hay perdón y reconciliación vamos de cabeza al paredón”. Creyeron en el Gobierno, firmaron el Acuerdo de Paz, se concentraron y se desarmaron (al oírlo tuve la imagen, que por fortuna fue fugaz, de un morrocoyo sin caparazón. Pero no se puede pecar de ingenuo. Son guerreros sin armas pero también políticos. Y la política, lo sabemos, es como el fuego valyrio). El Gobierno, en tanto, camina a los tiempos de la burocracia. ¿Se caerá todo este empeño por una simple cuestión de tramitología? Kafka estaría feliz de contarlo.

De nuevo pienso en los mundos paralelos en los que vive este país: en Bogotá se afirma una cosa pero acá se confirma otra. A través de los medios nacionales se muestran imágenes de las viviendas ya listas para entregar, por ejemplo, pero lo cierto es que por ahora ninguna sirve. Aquí viven 251 desmovilizados y se construyeron 55 casas, pero fui incapaz de permanecer en una de ella un minuto entero: aquello es un horno. Parece como si el sol estallara dentro de ellas. Están hechas en lámina superboard de 5 mm de espesor. El techo está hecho con un material supuestamente termo repelente y sostenido con parales de lámina galvanizada a una altura de tres metros. Cada casa de 12x8 consta de cuatro habitaciones para cuatro personas. Las llaman casas pero no tienen baño ni cocina ni sala. Son habitaciones, cuatro por “casa”. Cada una de 6x4. El piso de cemento es rústico. Solo diez centímetros de ventana se pueden abrir. En los otros cuarenta el vidrio es inmóvil. Constan de un ventilador, una cama de 90x1.90, un colchón y un locker de un metro de altura y .80 de fondo. Los baños son aparte: 11 módulos, cada uno con 4 lavamanos, 4 sanitarios, 4 duchas y 4 lavaderos.

De modo que los desmovilizados duermen en cambuches en el monte, apenas a unos pasos de estas casas. Por entre los cambuches caminé y hablé con quien quise, recordando siempre que el tema de mi labor allí no era el conflicto, el Acuerdo de Paz o la política. Uno de los tres comandantes de compañía me contó: “Mi nombre es Guillermo León Molina. Siempre me he creído afortunado porque cuento con dos nombres, el que me pusieron en 1964 y otro que me puse a principios del 80. Tengo también dos cumpleaños. El segundo es más importante que el primero. No quiero reconocer el primer nombre y nos han entregado una cédula con ese nombre que a mí ya no me dice nada. Uno cambia de nombre y deja atrás lo que fue porque poco a poco se va volviendo otro en el monte. Yo soy vallecaucano de nacimiento, de formación paisa y de barriga costeña”.

Hice un comentario sobre la cantidad de mascotas en el campamento y otro me habló de la relación tan profunda que sostienen con los animales. No solo hay perros y gatos. La jefa de escoltas de Joaquín Gómez, por ejemplo, carga siempre un perico en el hombro que duerme de noche en una caja de cartón junto a su cama. Y otro, un muchacho de treinta y pocos, carga entre brazos un pato; un pato que otras veces camina unos cuantos pasos detrás de su amo. “Lo tengo desde hace ocho años. Una vez pasamos hambre como una semana, mis compañeros quisieron matarlo y tuve que enfrentarlos”. Hace poco murió una dálmata luego de que su dueño demorara en una misión más de la cuenta. Estaba embarazada y la pena moral le adelantó el parto. Alguien me cuenta que el dueño casi muere al saber la noticia. Por fortuna los cachorros se salvaron. La relación tan cercana con los animales no es gratuita. Habla de soledad, de necesidad de afecto, de tener en quien confiar. No solo en la tropa. Alfonso Cano murió cuando el operativo militar siguió los ladridos de su perro.

Oigo más historias. Elkin Sepúlveda Saavedra es de Aguachica, tiene 35 años y en 2008 perdió el brazo derecho por culpa de una mina quiebrapata. Quiere irse a vivir a Cartagena y está organizando una fundación para lisiados de guerra. Sueña con ser ingeniero de sistemas. La Fundación Camina le va a donar unas prótesis y el Gobierno de Suecia otras más. Es alegre, dicharachero. Lleva 21 años llamándose Ronald. “Mi mamá era guerrillera y de tanto visitarla me enamoré de las Farc”. Lo dice en pasado y le pregunto si ella murió. Contesta: “Digo que ella era guerrillera porque ya no somos guerrilleros”. Me dice que se llama Elisa y que el día anterior estuvo en mi charla.

Elisa tiene 55 años. Al poco tiempo de entrar a la guerrilla quedó embarazada. El hombre la abandonó y ella entregó la niña a unos amigos de las Farc porque su familia no se la quiso recibir por ser ella guerrillera. Visitó a su hija hasta los 6 años y no pudo volver a verla por el operativo en el que murió Martín Caballero. Desde que viven en Pondores la muchacha, que hoy tiene 20 años, los visita cada vez que puede. Elkin quiere que se vaya a Cuba con una de las 1.000 becas para estudiar medicina que ofreció La Habana a las Farc. Elisa tiene un problema lumbar por cargar durante tantos años las 60 libras que pesa el equipo de cada cual. Joaquín Gómez me contó que son muchos los que sufren de este mal. Y de muchos otros más. Alberto, por ejemplo, un setentón que no hace más que leer, tiene Parkinson y alzhéimer a la vez. Veo a otros más de la tercera edad y especulo que otra de las razones por las que las Farc se entregaron fue porque la guerrilla envejeció. ¿Qué harán ahora quienes por más de 20 años solo aprendieron a hacer esto? Una anciana wayúu que tejía mochilas me dijo “Estoy esperando una pensión del Gobierno”.

Sahamir de Esparta me cuenta que lo que más le ha llamado la atención de la BPM son los Kindle. Le intriga saber que algo tan pequeño puede archivar tantos libros. “Cuando la vi por primera vez casi me voy de espaldas. Nunca imaginé algo así. A nosotros la tecnología nos dejó atrás. Ni siquiera sé cómo se prende un celular”. ¿Qué hará entonces? ¿Cuál es el plan? El tercer comandante de compañía, Norberto Velásquez, me habla de la posibilidad de que el campamento se convierta en una especie de villa. “Nosotros lo que sabemos es trabajar la tierra. Necesitamos aquí unas cien hectáreas que nos dé lo de vivir”. ¿Se miran acaso a sí mismos como organización o como una gran familia cohesionada por la guerra antes y ahora por la política?

Jaime no está de acuerdo con que todos vivan en un mismo sitio. “No solo nos aislaríamos nosotros mismos, sino que sería nefasto para el trabajo político”. A él lo conocí finalmente el viernes en la tarde. Llevaba cachucha y gafas de sol por lo de la operación. Barranquillero, 26 años, estudió en el colegio Americano, se crio en El Prado, a los 14 años se unió a las milicias bolivarianas, se graduó de abogado y luego de filósofo. “Me puse Jaime en homenaje a Bateman”. Se le parece en cuanto a que su charla es amena, divertida, Caribe. También es alto y flaco. Fue con quien más hablé. Dijo cosas como: “No hay que complejizar la política. Hay que buscar la manera de solucionar las necesidades más sentidas de la gente. Eso es lo que urge. No se busca que avance el comunismo sino garantizar el Estado Social de Derecho. Es en lo que estamos comprometidos. Que entiendan que la salida es una salida social negociada. Hay una pelea con el Gobierno y estamos renegociando hacia los intereses de las clases que no están a favor del proceso de paz. Se espera que esto suceda durante el gobierno de transición, en la gran convergencia nacional. Solo se pide que se cumpla lo pactado, que liberen a los detenidos. Son 1.200, entre los que hay ancianos, mujeres, mujeres gestantes”. Habla también de la necesidad de organizar e implementar planes de desarrollo con enfoque territorial, “que tengan diálogo directo con las administraciones territoriales para poder desarrollar las fuerzas productivas del campo”. Suelta frases lapidarias como “Las Farc son una potencia moral para el cambio”; “Hay que hacer una colosal tarea de pedagogía de paz”; “Hay una profunda aceptación en la base rural”. Al final dice que quiere llenar de colores el campamento y me pide que lo ayude a contactar artistas, a hacer festivales de música, de literatura, de teatro, a llenar de cultura esta región. Me cuentan que como él hay otros muchachos que tienen también un discurso moderno y progresista. Anastasio, Martín Batalla, Malena, Virginia. Lo oigo y pienso que si las Farc quieren sacar adelante su proyecto político sus cabecillas deben dar un paso al lado. Son nombres conocidos a los que el país les teme. ¿Son acaso estos muchachos los soldados que vienen al interior del caballo de Troya de las Farc?

5.

El viernes en la tarde me reúno con unos 50 conejeros frente a la BPM. Luego de escuchar los cantos de La dinastía, un conjunto vallenato que se ha organizado desde la biblioteca, cada uno me expone sus preocupaciones. Hablan claro, con buenas maneras y gestos educados. Argumentan y vuelven y preguntan. Les duele recordar que Conejo era un pueblo desconocido hasta que estalló aquel escándalo de Joaquín Gómez y los medios en Bogotá generalizaron y hablaron con ligereza sin siquiera darse cuenta que estigmatizaban a todo un pueblo que no tenía nada que ver con las Farc. Me hablaron también de ese afán de que otros culpen y de que otros más se adueñen aún más de los odios de los demás. “Nos estamos llevando al país por delante por la sed de venganza o de poder de unos pocos”. Lo dicen quienes en el pasado compraron peleas ajenas y se adueñaron de los odios de los otros. Parecen haber aprendido la lección.

6.

Desde el fin de la Segunda Guerra los países civilizados han sabido evitar guerras globales. Parte de Colombia, en tanto, quiere seguir padeciendo la miseria y el dolor que arrastra desde hace 53 años. ¿Es civilizado un país que se enquista en la violencia tan solo porque sí? Colombia tiene que avanzar. Hay los recursos, la gente, el talento, la geografía que tanto nos ayuda. ¿Por qué negarle al país esta oportunidad? ¿Por qué, en cambio, hay gente aquí que quiere seguir enterrando a sus hijos? ¿Qué sigue hablando de guerra con quienes ya firmaron el Acuerdo de Paz y en 15 días saldrán a la ‘normalidad‘? “Hay un muerto y todo muerto hay que vengarlo”. Recordé la película libanesa. Las mujeres inventándose maneras de salvar a sus hijos, de evitarse a ellas mismas más dolor y más tristeza. La cinta se llama ¿A dónde vamos ahora? Es la pregunta que se hace aquel pueblo al lograr ponerse todos finalmente de acuerdo luego de asistir a un evento que ellas organizan, dejando claro que la cultura une lo que divide la política.