Especial Palacio de Justicia, 40 años después
Cuando la justicia ardió: así fue cómo el narcotráfico tocó el corazón del Estado colombiano
El 6 y 7 de noviembre de 1985, el Palacio de Justicia se convirtió en el epicentro del horror. Cuatro décadas después, el país sigue intentando entender cómo el narcotráfico, el M-19 y el Estado se cruzaron en uno de los episodios más oscuros de la historia colombiana.
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El reloj marcaba las 11:35 de la mañana del 6 de noviembre cuando, en el corazón del centro de Bogotá, el imponente edificio del Palacio de Justicia se sacudió hasta sus cimientos con disparos, humo y caos. Era un escenario surrealista: tanques frente a la Plaza de Bolívar, magistrados como rehenes y un incendio que devoraba cuerpos y papeles por igual.
Allí, donde la justicia debía mostrarse implacable, se cruzaron las sombras del poder político, guerrillero y criminal: el M-19 se tomó el Palacio de Justicia con la excusa de “convocar un juicio político” contra el entonces presidente Belisario Betancur, por incumplir el acuerdo de paz, pero detrás de sus ‘motivaciones’ estaba la oscuridad del narcotráfico siguiendo sus pasos.
Entre el humo y los disparos que capturó el lente del fotógrafo Rafael González —cuyas imágenes permanecieron ocultas durante casi cuarenta años—, también quedó congelado ese instante en que el país fue testigo de cómo el fuego consumía no solo un edificio, sino la confianza en sus instituciones. Aquellas fotos son hoy el espejo visual de lo que académicos, como Andrés Dávila, han intentado explicar desde otra perspectiva: el poder del narcotráfico y su penetración en el corazón del Estado colombiano.
Para Dávila, profesor titular del Departamento de Ciencia Política de la Pontificia Universidad Javeriana y exdirector de Justicia y Seguridad del DNP, el año 1985 marcó un antes y un después en la relación entre narcotráfico, política y justicia en Colombia. “Para el año 85, hay que recordar que el narcotráfico había jugado al menos dos papeles que apenas se empezaban a reconocer con claridad en la sociedad colombiana. Por una parte, el intento de presencia en la política directamente y, por el otro lado, el ya cometido asesinato de Rodrigo Lara Bonilla”.
Ese intento, explica Dávila, también politólogo de la Universidad de los Andes, no solo implicó aspiraciones electorales —como la de Pablo Escobar, quien llegó a ser suplente a la Cámara de Representantes por el Partido Liberal—, sino un trasfondo más oscuro: evitar a toda costa la extradición a Estados Unidos, ese fantasma que atormentaba al Cartel de Medellín. “Una campaña que empezó a ser clara de no a la extradición, de preferir una tumba en Colombia, que una cárcel en los Estados Unidos, que fue el eje ideológico, especialmente, del Cartel de Medellín”, recordó para este especial de SEMANA.
En medio de ese ambiente, la justicia estaba bajo presión. Ya para entonces, “en el terreno judicial, se había comenzado el asesinato de jueces, de magistrados, de investigadores de los carteles y, de allí, una situación que empezaba a generar esas tensiones entre el Estado y, especialmente, el Cartel de Medellín, que después se manifestaría sobre todo con la captura y extradición de Carlos Lehder”.
Por eso, para ese momento, según varios relatos, como el de la revista SEMANA en su edición 184 —que cubrió la noticia— y el de Rafael, la tragedia estaba cantada: “Es una cosa que además estaba anunciada, eso con un mes de anterioridad ya se sabía que iba a pasar, lo que pasa es que no sabían cuándo, pero el Ejército y la inteligencia militar ya sabían lo que iba a pasar”.
Sobre el papel que jugó el narcotráfico en la toma del Palacio, el profesor Dávila reconoce que existen “versiones de diversas fuentes que, digamos, ya no dejan como ninguna duda sobre que eso fue así” —en alusión a un posible apoyo financiero o logístico del cartel al M-19—, pero advierte: “Yo prefiero ser prudente y no casarme con una única versión”.
“Nunca, nunca se sabrá la verdad histórica única y, posiblemente, tampoco la judicial”
Entre los indicios, se ha hablado de dinero que habría sido canalizado por Escobar hacia la operación. Sin embargo, Dávila enfatiza que la lógica del M-19 tenía “propias motivaciones políticas, claro”. En sus palabras, hay razones para pensar que el narcotráfico pudo haber prestado recursos con el objetivo de destruir expedientes, pero también para reconocer que la insurgencia actuó según su propio guion.
Uno de los objetivos definitivos del asalto era justamente la destrucción de archivos y piezas clave de la justicia. Los magistrados sabían que estaban amenazados. La percepción era que el poder Judicial comenzaba a tambalear ante el narcotráfico, lo que hacía de aquel día mucho más que un ataque guerrillero.
Dávila resume el peso simbólico y real de ese momento: “Cabe entender la participación del narcotráfico en todo, no solo en la toma del Palacio de Justicia. Su influencia ha sido tan profunda que, incluso después de la muerte de Pablo Escobar, su tumba se convirtió casi en un lugar de rito. Eso demuestra que todavía nos hace falta comprender mucho mejor el impacto real que el narcotráfico ha tenido en la sociedad colombiana”.
Porque entender la incursión del Cartel de Medellín en la política y la justicia de esos años —la configuración del poder, las alianzas, los silencios institucionales— es indispensable para interpretar la tragedia de la toma. Cuando el edificio ardió, no solo se consumieron papeles, sino la vida de magistrados y empleados, todos ellos inocentes, que lo único que hacían ese 6 de noviembre era cumplir con su trabajo.
Décadas después, aquella toma sigue dejando preguntas en el aire: ¿cuánto pagó realmente el Cartel de Medellín al M-19?, ¿cuántos expedientes desaparecieron para siempre?, ¿por qué aún no hay una versión judicial concluyente? Dávila invita a no olvidar este episodio, ya que es clave para “entender la participación del narcotráfico para todo, no solo para la toma del Palacio de Justicia, sino para la incidencia en vastos sectores de la sociedad colombiana (…). No hay que olvidar que, años después, varios presidentes recibieron recursos del narcotráfico para ser elegidos”.
Cuando se recuerda esa mañana en la Plaza de Bolívar, se evocan dos imágenes que van más allá del conflicto armado que, por décadas, ha azotado a Colombia: una, el momento en que el narcotráfico intentó influir directamente en el corazón del Estado colombiano y, la otra, la respuesta del Estado con la retoma, otro capítulo en que la fuerza desmedida dejó graves violaciones de los derechos humanos.
Y fue precisamente en esa retoma que el lente de Rafael González capturó el horror. Desde la Casa del Florero, su cámara registró el fuego, los gritos y el humo que cubrían la Plaza de Bolívar.
Décadas más tarde, esas imágenes dormidas por casi 40 años vuelven a hablar, revelando que la historia del Palacio no solo se escribió con pólvora, sino con silencios y fotografías que hoy siguen pidiendo verdad.
