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SUPERACIÓN

Perdió a sus tres hijos y ahora vive para ayudar a otros padres en el duelo

Eveline Goubert perdió a sus tres hijos, y a la menor por la negligencia de un médico recién condenado por la Justicia. Ahora se dedica a acompañar el duelo de quienes pasan por el dolor más profundo que es posible sentir.

30 de septiembre de 2017

Después de cuatro años de una batalla legal mezclada con el duelo, Eveline Goubert acaba de ganar un proceso judicial por la muerte de su hija Alejandra, ocurrida en junio de 2013. La Justicia acaba de sentenciar al médico que atendió a la pequeña de 11 años en la Clínica Shaio a 36 meses de prisión. Para la madre, más que la condena, lo importante es que el fallo impone un precedente para que el caso de su hija no se repita. Ese era su propósito, y vivió un largo camino de dolor para lograrlo.

Cuando Alejandra nació, Eveline Goubert condujo a su hijo Mateo, de 11 años, hasta la habitación de la pequeña y, frente a ella, se la encomendó. Le dijo que su hermana era un regalo, que sería su compañera de vida. Esas palabras se convirtieron en un pacto inquebrantable. Mateo y Alejandra se amaron hasta sus últimos instantes.

Cuando a los 11 años un mal diagnóstico médico se la llevó de repente, Mateo prefirió irse con ella. Eso cree la madre: “Se amaban tanto que se fueron juntos”. Eveline quedó aturdida por un dolor indecible y con un montón de cuestionamientos atorados para hacerle a la vida y a Dios.

Archivo: Investigan a clínica Shaio por presunta negligencia en la muerte de Alejandra

“¿Qué pasa cuando la vida se sale del formato?”, pregunta Eveline Goubert, más de tres años después, en tranquilidad con su dolor. Ella se casó cuando tenía 18 años. El 16 de julio de 1986 nació Nicolás y al día siguiente murió. “Uno se pregunta, ¿por qué pasó? Pero eso no se entiende nunca”.

Eveline se fue muy lejos en busca de respuestas y consuelo. Buscó en el cuarzo y en las pirámides, en el esoterismo y en la metafísica, pero solo un acto de la naturaleza pudo sacarla de cuatro años de depresión. El nacimiento de Mateo, en 1990, le devolvió la luz y el sentido.

Luego vino otro gran golpe, que podría parecer una tragedia, pero sobre el que ella ni siquiera hace énfasis. En el terremoto de Armenia, en 1999, la familia perdió sus bienes materiales. También vivió varios embarazos fallidos y el 16 de febrero de 2001, cuando los médicos decían que no era posible, Alejandra nació y fue la niña perfecta.

Mateo se convirtió en su héroe que la molestaba, la llevaba al centro comercial y la acompañaba a las casas de sus amigas. Ella se convirtió en su motor: la que a pesar de ser la menor, le ayudaba con las tareas de inglés y le corregía la ortografía.

Alejandra Lineros Goubert, la mejor estudiante de su clase, la hija y hermana adorada, entró a la Clínica Shaio aquejada por un fuerte dolor estomacal y una sed insaciable en la noche del 1 de junio de 2012. Le diagnosticaron gastroenteritis, le recetaron pastillas, suero, paciencia, y la mandaron a casa. Pero los síntomas empeoraron. Sus padres volvieron a urgencias y, esta vez, el médico Andrés Carvajal –sin siquiera tocarla– insistió en el diagnóstico. Dos días después, la niña murió. Los doctores se habían equivocado: Alejandra padecía una diabetes grave.  

Archivo: Por qué se murió Alejandra

La pena de la pérdida se mezcló con la necesidad de justicia. La familia comenzó una lucha en los tribunales para demostrar que su hija había muerto por negligencia médica. Vinieron las audiencias y una y otra vez tuvieron que rememorar los hechos. Hacerlo dolía, pero estaban firmes en su decisión.

Mientras tanto, quienes los amaban la herían sin querer como cuando trataban de darles aliento con frases de consuelo. “Estás en el hueco y el mundo te exige que salgas. Te dicen que la vida sigue. Pero yo estoy paralizada. Te dicen que Dios tiene un propósito para ti. Pero yo estoy peleada con él porque siento que me atacó”. Eveline sabía que la vida no podía ser así: despertarse, sentir el dolor y volver a dormir. Necesitaba un propósito.

Encontró a las mamás de los niños en tratamiento contra el cáncer en una casa de la Fundación Sol en los Andes en el barrio Quinta Paredes, en Bogotá, donde los recibían, provenientes de comunidades vulnerables, durante los meses o años que dura el tratamiento. Se enamoró de esas mujeres que renuncian a sus vidas para acompañar la enfermedad.

Eveline renunció al banco donde trabajaba y quiso ser un alivio para ellas. Les hacía chistes, las llevaba a cine, salían a caminar, las sacaba por un instante de la atmósfera de la enfermedad. Y en esas, tuvo que vivir la calamidad en su propia carne. A Mateo, su último hijo, le diagnosticaron cáncer en septiembre de 2013. Tenía 23 años y una fuerza descomunal. En 7 meses aguantó 41 sesiones de quimioterapia agresiva.

“Llega el momento en que dejas de cegarte. Sabes lo que va a pasar”. Él quería irse con su hermana, cree Eveline. Dedicó sus últimos momentos a su familia y a viajar con su novia. A charlar con sus padres en las conversaciones más largas y profundas, en las que solo hubo agradecimiento por lo vivido.

Un día de marzo de 2014, luego de que su padre, Eduardo Goubert, no le contestó el teléfono, Eveline fue a buscarlo a su apartamento. Lo encontró inerte en la cama. Un infarto se lo llevó. Pero no tuvo tiempo para quedarse en el lamento. Mateo estaba grave y un mes después también murió. Eveline quedó sola. Y ahora, ¿cómo seguir?

Sus conocidos le pusieron matas de sábila en la casa para desviar las malas energías. Hasta la llevaron a hablar con médiums. Y ella, después de todo, solo tenía seguro que sus hijos ya no estaban en su casa.

Eveline Goubert, con todo lo aprendido, se dedicó a acompañar a las madres que atraviesan el duelo por sus hijos. Ningún terapista sabe, como ella, que no debe abrazarlas, porque cuando alguien pierde a un hijo, la piel duele. Sabe también que una caricia en el cuero cabelludo arde y que un silencio prolongado afloja las lágrimas.

Recibe a las mamás en su apartamento y hablan durante horas, mientras preparan el café o se entretienen en cualquier actividad sencilla. “Lo que yo hago, de cierta forma, es egoísta. Es una forma de superar mis pérdidas, dejando de ser el centro del universo”, explica.

Además de acompañar a las madres, Eveline se dedicó, desde su programa Punto de Partida, a dar conferencias a médicos para recordarles el amor por una profesión que a veces se enfría en la rutina. Ese deseo de salvar el mundo que tenían cuando empezaron su carrera, dice ella. Lo hace para que lo que pasó con Alejandra no se repita.

El 20 de septiembre, el juicio llegó a término en primera instancia. El juez del caso concluyó que el médico Andrés Eduardo Carvajal, al atender a Alejandra, “desconoció el informe de una de sus colegas y la información sobre el estado de salud que los padres de la niña le dieron”. Además, tampoco hizo las preguntas necesarias, por ejemplo, sobre los antecedentes de enfermedades en la familia. El médico, dijo el togado, “se quedó con la primera impresión, desechó información, pasó por alto algunos aspectos y llegó a una conclusión errada”.

Además señaló que el día que atendió a Alejandra, Carvajal estaba distraído por el partido de fútbol de la Selección Colombia contra Perú. Llevaba la camiseta tricolor bajo su bata, y se entretuvo durante su servicio hablando del juego. Toda esa mezcla de circunstancias, para el juez, derivó en el diagnóstico errado que mató a la pequeña. Y por eso, condenó al médico a tres años de cárcel por homicidio culposo.

El fallo le devolvió algo de tranquilidad a Eveline, quien cree que será un precedente para mejorar la atención y los protocolos en los hospitales. Pero judicialmente el caso no se ha acabado. En el área civil, la indemnización que podría pagar la Clínica Shaio por esa negligencia se ha llegado a tasar en 4.700 millones de pesos. Pero el pleito apenas comienza.

Después de perder a sus hijos, Eveline enfrentó una vez más la muerte. Ahora que se había vuelto consejera, tuvo que aplicar sus propios consejos. El pasado 21 de diciembre su hermana mayor, Jackie, fue diagnosticada con un cáncer agresivo que no dejaba oportunidad. Durante un mes se dedicó a estar con ella y con sus dos sobrinas. A ayudarlas a asumir con naturalidad lo que se venía. El 21 de enero, su hermana murió tranquila. Junto a sus sobrinas, Eveline se fue a una isla en la costa Caribe y en una laguna plagada de plancton luminoso arrojaron sus cenizas.

“Hoy tengo dos vidas. La de mi matrimonio y mi hogar, que fue perfecta, con todos sus aciertos y desaciertos. Y una nueva. Volver a nacer fue la única forma de seguir”.