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Humberto de la Calle | Foto: esteban vega la-rotta - semana

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Detalles inéditos de la bienvenida que les dieron los Castro a los negociadores de paz

La próxima semana saldrá a la venta Revelaciones al final de una guerra, el libro de Humberto de la Calle en el que hace un recuento de las negociaciones con las Farc. SEMANA publica en exclusiva un aparte sobre la particular manera como Fidel y Raúl recibieron a las delegaciones negociadoras.

9 de febrero de 2019

Cuba tiene una belleza natural que brilla al ojo, pero sobre todo una belleza subcutánea todavía superior. Exige imaginación. Cada pared desconchada encubre una pieza de arquitectura republicana de altísima nobleza. Las amplias calles, la imponencia de su infraestructura, aunque maltrecha, muestra lo que fue: una gran capital del mundo hispánico. No son solo los aspectos materiales. La historia misma de Cuba le da cierta preeminencia en nuestro continente. La extensión fructífera de la presencia española. La narrativa de sus héroes. La capacidad, perdida luego, de ir a la vanguardia en muchos temas de interés para la humanidad: arte, cultura, medicina, ciencia. La persistencia de formas de sincretismo cultural alucinantes. Todo esto lo define una palabra: embrujo. Hay embrujo en Cuba.

En la fase pública, llegamos por primera vez a una Cuba que para muchos, para mí entre ellos, era una isla misteriosa. Aunque la situación en ese momento distaba de lo vivido en los años ochenta, todavía eran más las incógnitas que las certidumbres. En mi caso, ya tenía cierta ventaja. Había viajado a Cuba en mi condición de vicepresidente, visita oficial atendida por Carlos Lage, quien entonces desempeñaba el mismo cargo mío. Lage cayó luego en desgracia de manera estruendosa, lo cual no era inusual en ese orden político. El embajador de Colombia era Ricardo Santamaría. La visita fue muy bien planificada, bastante completa, con el realce que le da Cuba a la tarea diplomática. El primer producto de exportación de Cuba es la diplomacia.

Como era habitual, Fidel no se comprometía nunca de antemano a asistir a ningún encuentro. Pero una noche, en medio de una reunión en la residencia del embajador Santamaría, apareció a eso de las diez de la noche. Era un hombre gigantesco, convencido de su papel histórico, sin arrogancia pero dejando traslucir siempre un cierto orgullo. Copaba la escena. Todos se arremolinaban a oírlo. Era hablador pero no dialogante. Las oportunidades de intervenir en una conversación con él eran escasas. Cuando el corrillo a su alrededor llegó a la apoteosis, tomó de la mano a mis dos hijas, Alejandra y Natalia, y con ellas se separó del grupo.

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—Salgamos al jardín —les dijo—. Estos señores son muy inteligentes pero muy aburridos.

Ellas todavía recuerdan la conversación afectuosa de este personaje descomunal, agachado para oír sus cuentos y a su vez contarles los suyos. Cuentos infantiles. La escena estaba traspasada por la ternura.

Terminado el encuentro, regresamos a la casa que nos había reservado el gobierno cubano, en El Laguito, una especie de condominio para los más ricos de la era batistiana, ahora en poder del Gobierno para propósitos diplomáticos, el mismo sitio en el que viviríamos luego casi cinco años durante las conversaciones con la guerrilla.

A eso de las dos de la mañana timbró el teléfono. Era el vicepresidente Lage. El comandante Castro nos invitaba a un almuerzo que él mismo cocinaría al día siguiente en una isla apartada. Teníamos que abordar muy temprano un helicóptero, parar en la zona turística de Varadero, donde me iban a enseñar unos proyectos con inversión extranjera, y luego a la isla.

Al llegar, Fidel había cazado una inmensa tortuga y se disponía a sacrificarla. Mi familia se opuso. Vehementemente le dijimos que ese iba a ser un acto muy cruel. Aceptó. Ingresamos todos a una pequeña embarcación, con la tortuga a bordo y, ya lejos de la costa, la devolvimos al mar. Castro cocinó una lubina a la sal, que resultó exquisita.

Durante la tarde hizo gala del conocimiento detallado e inverosímil de la política colombiana. Sabía quién era el líder en cada departamento. Conocía la jerga, las costumbres, los intríngulis de la actividad electoral. Era también campeón en el manejo de la estadística. El ministro Rodrigo Marín Bernal, quien también llegó al almuerzo, osó discrepar de unas cifras que Fidel expuso sobre Colombia. Quién dijo miedo. Le hizo una exposición minuciosa y, al final, me miró socarronamente y me dijo: “Estos godos no entienden la realidad”.

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Solo en dos ocasiones tuvimos contacto formal con Raúl Castro. La primera vez tuvo lugar después de varias semanas de deliberaciones. Ya en ese momento comenzábamos a resentir el lento discurrir del diálogo. La sincronización de la movilización hacia el despacho presidencial era milimétrica, así como exigente el uso de la guayabera blanca, que es como el uniforme para los actos oficiales.

Nos sentamos y el presidente Castro comenzó con los saludos de rigor y la reafirmación de su gobierno de contribuir al máximo para el éxito del diálogo. Inmediatamente, sin darnos respiro, comenzó una larga exposición sobre aspectos militares de la guerra de Angola y el involucramiento de las fuerzas cubanas. Tomó un papelito y señaló la ruta de los diversos ejércitos, llegando a detalles militares inverosímiles. El tiempo pasaba y yo empecé a temer porque al final no íbamos a poder tocar el tema que nos preocupaba. Fueron algo así como cuarenta minutos sobre Angola. Llegué a creer que por una falla en el protocolo Castro creía estar en la reunión equivocada. Al final entendí: era una manera de agotar el tiempo para no verse preso de discusiones que no quería afrontar.

En todo caso, al primer descuido, tomé la palabra, agradecí a nombre de la delegación y le planteé la necesidad de acelerar el diálogo. Ya había, dije, señales de impaciencia preocupante en la opinión pública. Castro repuso:

—A Santos le ofrecí todo el apoyo de mi gobierno, pero desde una posición neutral. No seremos facilitadores ni intermediarios, pero tengan en cuenta que una guerra de más de cincuenta años no se arregla de la noche a la mañana.

Y luego agregó con sonrisa socarrona:

—Cuando con Fidel implantamos el CUC (el peso cubano convertible), la moneda equivalente para abrir la puerta al dólar, un miembro del Comité Central del Partido se suicidó. Esas cosas ideológicas son duras.

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Para mí fue una sorpresa que la conversación estuviera llena de notas de humor. No lo imaginé.

Ya casi al terminar, pasó revista sobre nuestros atuendos. Sergio vestía un saco azul de lino. Ricardo Santamaría, quien fue asesor de la delegación, tenía guayabera pero amarilla. Mirando al Canciller, dijo:

—A estos señores hay que instruirlos en el protocolo. Además, démosles de regalo sendas guayaberas con las características oficiales (en efecto, el modelo de guayabera está legalmente regulado). —Y prosiguió—: Pero consiga un sastre privado que tome las medidas. Los sastres oficiales, como muchas cosas estatales, ¡no funcionan!