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El joven fue jefe de la banda de guerra de su colegio, el Gimnasio Moderno, donde se hizo popular por su porte y buena condición atlética.

PERFIL

Rafael Uribe Noguera: el arquitecto del mal

El agresor de Yuliana Samboní estudió en el Moderno, prestó servicio militar en el Guardia Presidencial, se graduó de arquitecto en la Javeriana, y siempre se preocupó por lucir bien. Pero algo muy turbio se alojó en su interior para convertirse en el más abominable asesino.

11 de diciembre de 2016

Poco antes de salir de la Clínica Navarra, al norte de la capital, para trasladarlo ante un juez en el complejo judicial de Paloquemao, varios agentes de la Policía charlaron brevemente con Rafael Uribe Noguera: “ ¿A usted qué fue lo que le pasó, por qué lo hizo?”, le preguntaron. “Pueden averiguar, yo soy una persona tranquila, educada, cero problemático, pero cuando me meto los pases se me salen todos los demonios”, dijo, con un gesto de pena.

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A la salida del centro médico cientos de personas –furiosas e indignadas– se agolparon con ganas de linchar a Uribe. Los esfuerzos de una treintena de policías, los cascos, escudos, chalecos y la tanqueta blindada resultaron insuficientes para controlar la turba. La gente se abalanzó contra Uribe tan pronto se asomó, y en apenas 15 segundos de trayecto, desde la puerta de la clínica a la tanqueta, varias personas y policías quedaron con contusiones. Decenas de amigos y familiares de Uribe vieron la asonada por televisión y se preguntaron en qué momento Rafico, como lo han llamado toda la vida, se convirtió en el más despreciable criminal.

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Muchos de esos amigos provienen del barrio Rosales, al nororiente de Bogotá, donde transcurrieron cómodamente su infancia y su juventud, y del colegio Gimnasio Moderno, donde se formó desde los 5 años hasta graduarse de bachiller. Su familia frecuentaba el Gun Club, su padre era uno de los arquitectos más reconocidos de Bogotá y su madre un ama de casa juiciosa y aficionada a la literatura. Rafael es el segundo, su hermano Francisco, el mayor, y Catalina, la menor. En el hogar ninguno olvida cuando los padres se fueron de viaje por un mes y los tres niños quedaron en casa de su abuela: cada una de las tardes de ese mes, Rafael se sentó en las escaleras de la entrada para esperar a su madre con un ramo de flores.

A Rafico todos sus compañeros de colegio lo recuerdan porque su principal talento era no pasar desapercibido. No era un estudiante brillante, pero lograba sacar adelante los deberes académicos. Pero a cambio era el ‘chacho’ de su grupo: bien plantado, exitoso con las mujeres, valiente, destacado delantero en las canchas de fútbol y arrojado frente a todo lo que fuese una nueva experiencia. “Por todo eso era un tipo al que los demás adoraban u odiaban”, recuerda uno de sus compañeros.

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Su liderazgo social y porte lo llevaron a ser jefe de la banda de guerra del colegio, una de las máximas distinciones. Fue una época de borracheras intensas, destapó muchas cajetillas de cigarrillos (Marlboro blanco) y exploró con sed insaciable la noche bogotana. Desde aquellos años sus amigos tienen claro que Rafico con tragos se volvía un tipo fastidioso y pesado. Con sus compañeros viajó a La Habana en la excursión de undécimo grado. Y al cabo de 13 años de dar de qué hablar en el Gimnasio Moderno, en 1996 se graduó de bachiller con algunas anotaciones por conductas reprochables y una fama de galán arrollador. Celebró el grado con una gran fiesta en la que resonaron sus vallenatos favoritos.

Pasó entonces a prestar servicio militar en el Batallón Guardia Presidencial. Dicen que fue un buen soldado, fuerte y resuelto. Tras concluir la instrucción militar de los primeros meses y jurar bandera, lo enviaron a la Casa de Nariño para cumplir labores de mensajería entre oficinas. Y luego, gracias a las palancas de los suyos, se sumó a la Fuerza de Paz del Batallón Colombia, en el Sinaí (Egipto).

De regreso al país, ingresó a la Facultad de Arquitectura de la Universidad Javeriana donde su papá era decano. A tiempo que adelantó los estudios se hizo adicto a las drogas. Prolongaba las fiestas aspirando coca o ingiriendo ácidos, y al final se levantaba con la única preocupación de que su imagen no hubiera sufrido por los excesos de la farra. Era normal verlo en cada asunto social con la chica de turno, con la que estaba saliendo por esos días. Sus amigos recuerdan apenas dos relaciones duraderas. Y todos refieren que era extremadamente celoso, a tal punto que discutía porque su novia veía a los hombres que aparecían en traje de baño en la serie de televisión Guardianes de la bahía. En otra ocasión tuvo líos con su prometida cuando a esta se le empezaron a perder zapatos y vestidos, y un día ella descubrió que él guardaba las prendas para ponérselas sin que nadie lo viera. También empezó a tener problemas por cuenta de la droga, y su familia –discretamente– le pagó un programa de desintoxicación, pero no lo concluyó porque el lugar era frío, y pensaron que Rafico estaría mejor en casa.

“Él es una persona dulce, pero a la vez compleja, le gusta la soledad y le da vueltas y vueltas a sus conflictos existenciales”, dice una de sus exnovias. “#MeLaVuela mi falta de autocontrol” escribió Rafael en su cuenta de Twitter en septiembre de 2012. Sus amigos no recuerdan ninguna época en que no haya estado muy preocupado por lucir bien y por rodearse de mujeres bellas. Últimamente era un consumado usuario de Tinder, la aplicación que permite conocer gente y concretar citas en breve.

Hace más de un año, cuando aún habitaba el apartamento 603 del edificio Equus, una de sus prolongadas fiestas terminó en líos con los vecinos del piso. De alguna manera Rafael logró ingresar al apartamento contiguo y esculcó en el clóset de su vecina, una mujer mayor que no estaba en ese momento. Cuando esta regresó, en compañía de su esposo, lo encontraron durmiendo la borrachera en su sala, luciendo algunas prendas de la mujer. Por cuenta de esto el arquitecto tuvo que dejar el edificio, puso en arriendo el apartamento, y se mudó a otro, a pocas calles de ahí.

Pero a pesar de esa colección de “locuras de farra”, nadie en su círculo más cercano jamás imaginó que Rafael Uribe Noguera, de 38 años, significara un peligro para la sociedad. El sábado, en vísperas de la tragedia, estuvo con su familia en una fiesta infantil con sus sobrinas menores. Al amanecer del domingo estaba en su apartamento. Recibió un domicilio en su puerta a las cuatro de la madrugada y chateó desde temprano con varios amigos mientras practicaba videojuegos. Hacia las nueve de la mañana salió en su camioneta para protagonizar la espeluznante noticia que destrozó una familia y conmocionó a todo el país.

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Para Rodrigo Córdoba, presidente de la Asociación Psiquiátrica de América Latina, el caso podría corresponder a un trastorno de la personalidad de tipo antisocial. Esas personas suelen requerir de estímulos y las drogas son un ansiolítico, pero también desinhiben. “El consumo de alcohol y sustancias psicoactivas corren la compuerta y emerge lo que está debajo. No quiere decir que todo el que se meta un poco de cocaína o el que se ponga una ampolleta de heroína sale a asesinar. Pero se corre una cortina, se revela lo que tienes guardado. No saca lo que uno no tiene, sino lo que uno tiene”, asegura.

Para varios expertos consultados por SEMANA, la actuación de Rafael Uribe corresponde a la de un psicópata. Muchos de estos suelen tener lo que los expertos llaman “encanto superficial”, una facilidad para mostrarse joviales que les permite avanzar en sus propósitos. Por ello sorprenden enormemente al ser desenmascarados.

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Se ha conocido que ya antes Rafael había visitado el barrio, que una vez trató de acceder a una mujer y que había asediado a la niña a la que asesinó. Los forenses que practicaron el levantamiento del cadáver registraron que ella sufrió mordiscos desgarradores en sus labios. “Los psicópatas cada vez buscan más emoción y para ello se arriesgan más. Van creciendo. No les importan las consecuencias de sus actos y los tiene sin cuidado el daño que causan o el dolor de la víctima, eso más bien los excita –dice Javier Augusto Rojas, psiquiatra y experto perfilador criminalístico, quien concluye–: un psicópata no deja de distinguir el bien del mal, sabe que obra mal y de hecho por eso trata de ocultar sus actos, por eso mismo debe responder ante la ley y la sociedad”.