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El impacto del éxodo de venezolanos

Miles cruzan la frontera en busca de libertad, comida y salud. La ola migratoria se agravará con el tiempo y es un enorme desafío para el gobierno. A pesar de las dificultades, el país no puede caer en una actitud xenófoba.

5 de agosto de 2017

Amedida que se agrava la crisis del país vecino, se recrudece la tragedia de los venezolanos en Colombia. Con más de 120 manifestantes muertos en las calles y un panorama de convulsión social por cuenta del régimen presidido por Nicolás Maduro, cada vez más dictatorial (ver Venezuela: hacia una dictadura comunista), miles de venezolanos cruzan la frontera para preservar su vida, paliar la escasez y hasta buscar vacunas y medicinas. Colombia está sintiendo el impacto de un fenómeno masivo ya no solo en la frontera, sino en el resto del país.

Migración Colombia contabiliza un promedio diario de 25.000 venezolanos que ingresan por los siete cruces fronterizos existentes a lo largo de seis departamentos limítrofes desde La Guajira hasta Guainía, de los cuales Cúcuta es el principal corredor humano. El drama de los venezolanos en Colombia tiene muchas caras, pero al menos cuatro escenarios representan un desafío mayúsculo para el Estado colombiano, acostumbrado a que el fenómeno migratorio era a la inversa. Salud, educación, trabajo y seguridad son los sectores ante los que surge una pregunta crucial: ¿el país está preparado?

La creciente llegada de venezolanos lleva un buen tiempo impactando el sector de la salud. El Hospital Universitario Erasmo Meoz de Cúcuta fue la primera entidad en acusar saldos en rojo. Antes del cierre de la frontera en agosto de 2015 el área de urgencias atendía esporádicamente pacientes foráneos, principalmente por incidentes de tránsito. Ahora los venezolanos acuden con patologías complejas, entre ellos madres gestantes sin control prenatal y niños de brazos. Desde ese mes hasta julio pasado el hospital había atendido en urgencias a 5.300 venezolanos, con un costo cercano a los 6.000 millones de pesos.

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Las finanzas del hospital de Cúcuta dependen de la Gobernación de Norte de Santander, que dijo no tener plata para cubrir el gasto extra y le trasladó la cuenta al gobierno nacional. Lo mismo hicieron otros hospitales de Bucaramanga, Arauca y La Guajira. Ello llevó al Ministerio de Salud a expedir en mayo el Decreto 866 por el cual el gobierno asume esos gastos. Pero los complejos papeleos han impedido concretar los desembolsos. “Hasta ahora no nos han girado ni un peso”, dice Juan Augusto Ramírez, director del Erasmo Meoz, quien además sostiene que la demanda crece exponencialmente. El año pasado el hospital atendió 2.300 venezolanos y solo en el primer semestre de 2017 esa cifra llegó a 2.400.

El panorama se hace más penoso frente a enfermos venezolanos de alta complejidad como los diagnosticados con cáncer o insuficiencia renal, que requieren atención en cuidados intensivos (un servicio costoso y tercerizado con contratistas privados). Cuando estos pacientes interponen tutelas, los jueces fallan a su favor, pues está en juego el derecho a la vida. Por lo pronto, aunque los centros hospitalarios afirman estar desbordados, el Ministerio de Salud tiene presupuesto por 10.000 millones de pesos para atender a extranjeros en urgencias, de los cuales 6.000 millones debían distribuirse en julio.

Un drama de muchas caras

El grueso de los venezolanos que diariamente arriban en buses a Colombia carga sobre sus hombros varias maletas y una apuesta contrarreloj: deben encontrar cualquier clase de trabajo antes de que se les agote la poca plata que traen en los bolsillos. Es el escenario perfecto para la informalidad laboral. Precisamente Cúcuta, la primera estación del éxodo venezolano, tiene el índice de informalidad más alto del país, 69,2 por ciento, y, con una tasa del 16,7 por ciento, ocupa el segundo puesto en desempleo.

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Ante la falta de registro sobre qué motiva a los venezolanos a venir a Colombia, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) investigó el tema en puntos de frontera. Entrevistó aleatoriamente durante seis meses a 6.000 migrantes y encontró que la mitad entra solo para combatir el hambre y la escasez de medicamentos y productos de aseo. Cuando les preguntaron en qué iban a trabajar, el 41 por ciento respondió que en el sector de servicios y el 24 por ciento en comercio. En menor medida los venezolanos llegan a laborar en la industria o el transporte, generalmente sectores más formales que el de servicios.

En busca de erradicar el subempleo, la Cancillería y Migración Colombia crearon la semana pasada el permiso especial de permanencia (PEP). Con este documento intentan regularizar la situación migratoria de más de 230.000 venezolanos. La idea es que aquellos que ingresaron formalmente pero que ahora están –o pronto podrían estar– en situación irregular puedan permanecer en Colombia, trabajar formalmente y cotizar en salud y pensión. La medida es sin duda un instrumento para combatir la informalidad que, desafortunadamente, en la actualidad es la regla y no la excepción. Esto no solo significa un avance en los derechos laborales de los venezolanos, sino que también es beneficioso para los trabajadores colombianos, pues no tendrían que competir por el empleo en situación de desventaja. Es un gana-gana.

En esa misma línea, la Corte Constitucional falló a favor de un grupo de trabajadoras sexuales de Chinácota (Norte de Santander). Mandó a reabrir el lugar con la condición de que opere en horario nocturno y le ordenó a Migración Colombia y a la Defensoría del Pueblo velar por la consecución de visas de trabajo para que las venezolanas puedan laborar allí legalmente.

Además, como le contó a SEMANA el director de Migración Colombia, Christian Krüger, la entidad ha registrado a más de 588.000 venezolanos en la tarjeta de movilidad fronteriza (TMF) para poder identificar quién entra y quién sale del país. Aunque esta migración es pendular, es decir que las mismas personas entran y salen el mismo día. Eso se une a las 47.300 visas de extranjería expedidas a ciudadanos venezolanos, de las cuales el 20 por ciento son de residencia. Con estas medidas, las autoridades buscan que la informalidad descienda, sobre todo si se tiene en cuenta que, en cifras estimadas, entre 100.000 y 140.000 venezolanos han entrado irregularmente a Colombia por las trochas de la frontera.

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Por una frontera segura

La Cancillería tiene detectadas 288 trochas. De estas, la Policía Fiscal y Aduanera (Polfa) ha destruido 68 desde 2016. El coronel William Valero, director de la Polfa, explica que con el apoyo del Ejército trabajan en eliminar los pasos informales por donde transitan cargas de gasolina, droga, ganado, queso y carne de contrabando. En áreas en las que las fincas privadas no se vean afectadas, policías y soldados han utilizado retroexcavadoras para destruir esos caminos.

El problema es que los contrabandistas y los indocumentados pueden abrir senderos según los requieran. Por ello el gobierno planea monitorear con drones y aviones de alta tecnología de la Fuerza Aérea ciertas zonas fronterizas, particularmente las selváticas y aquellas en las que es difícil mantener un pie de fuerza permanente. Desde ya se sabe que será una misión titánica. Colombia y Venezuela comparten una frontera de más de 2.200 kilómetros, que atraviesa todos los tipos de terreno, desde potreros hasta desiertos, ríos y selvas.

Pero combatir la ilegalidad es una necesidad apremiante. No solo porque la percepción de inseguridad ha venido creciendo en varias ciudades del país, sino también para aprehender con celeridad esa minoría de inmigrantes que puede pretender conseguir dinero de forma ilegal. Sobre todo en Cúcuta, donde entre 2016 y el primer semestre de este año, la cantidad de venezolanos capturados por tráfico de drogas se disparó 227 por ciento, por hurto a personas 219 por ciento y por lesiones personales 250 por ciento.

Y aunque Cúcuta definitivamente recibe el mayor golpe, la problemática trasciende la zona de frontera y llega a capitales como Bogotá, Barranquilla y Santa Marta. Según la Dirección de Seguridad Ciudadana de la Policía Nacional, en 2016 las autoridades judicializaron a 309 venezolanos por delinquir en territorio colombiano. En lo que va de este año, la cifra se ha triplicado a 934 (ver infografía). Si bien es cierto que los capturados han aumentado drásticamente, ante los cientos de miles de venezolanos que se encuentran actualmente en Colombia, la cifra definitivamente demuestra que se trata de una minoría casi insignificante que no debería salpicar al resto.

Lastimosamente, el éxodo de venezolanos ha generado en los colombianos todo tipo de actitudes, desde las más solidarias hasta las más egoístas. Entre esos extremos argumentan que “cómo vamos a recibir tanta gente si ni siquiera hay suficiente educación, salud y trabajo para los nuestros”. Los universitarios y los niños venezolanos que estudian exitosamente en Colombia son en sí mismos una buena respuesta. En medio de la frontera bloqueada, una de las escenas que produce alegría es el llamado corredor escolar humanitario, que les permite pasar libremente a unos 3.000 menores de edad que atraviesan el puente internacional para continuar con sus clases.

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Asimismo, semestre a semestre, en las universidades de Bogotá es cada vez más común el acento venezolano entre los primíparos. La capital del país, después de Cúcuta, es la ciudad que más chamos recibe y que dentro de unos años harán parte de una educada población en edad de trabajar. Otros jóvenes llegan con sus títulos profesionales interesados en homologarlos, por lo cual es esencial que el Ministerio de Educación elimine las trabas para que, con sus destrezas, estos venezolanos contribuyan a la productividad del país y puedan cotizar en la seguridad social. Percibir el capital humano como una potencialidad es un primer paso para hacer de la migración una oportunidad, no una tragedia.

¿Qué hacer?

Bajo esa óptica, la Cancillería viene haciendo esfuerzos desde antes de que el problema se agudizó. La ministra de Relaciones Exteriores, María Ángela Holguín, puso en marcha el Plan Fronteras para la Prosperidad 2010-2018, por medio del cual volcó parte del presupuesto diplomático hacia la inversión social en la frontera. Ese ministerio ha construido 25 escuelas, impulsó programas de telemedicina en municipios fronterizos aislados y aportó 500 millones de pesos para proyectos productivos.

El gobierno en conjunto también ha realizado estudios técnicos sobre otras experiencias migratorias en el mundo y lleva varios meses preparándose para hacerle frente a una eventual avalancha de venezolanos, reconociendo que el desafío es enorme y el presupuesto reducido. Como lo más probable es que en las próximas semanas sigan llegando venezolanos, colombo-venezolanos y colombianos retornados, es imprescindible una articulación real entre las entidades.

Pero definitivamente el gobierno, los medios de comunicación y los ciudadanos en general deben esforzarse para no caer en la xenofobia. No solo porque por décadas Colombia fue un país emisor de migrantes, sino porque además tiene una deuda histórica con Venezuela, que con Estados Unidos y España recibió a miles y miles de ellos. Mal contados, se hablaba de un millón de colombianos arraigados en territorio venezolano. “Somos países siameses, con una de las fronteras más vivas del mundo y con una historia compartida. Sería inadmisible que ahora los venezolanos nos parecieran extraños”, le dijo a SEMANA Víctor Bautista, director de Fronteras de la Cancillería.

Precisamente por esa historia común, muchos de los que cruzan la frontera son colombo-venezolanos o hijos de colombianos, por lo que una posición chauvinista que ignore el pasado cercano sería absurda e inaceptable. Venezuela, al contrario de Colombia, ha sido tradicionalmente un generoso receptor de inmigrantes, no solo de colombianos sino de pueblos europeos y latinoamericanos que encontraron décadas atrás un lugar de acogida y esperanza en ciudades como Caracas, Barquisimeto, Mérida, Maracay o Valencia. Colombia debe esforzarse por probar que también puede serlo.