Cartagena, la exclusión de lo público

Gina Ruz Rojas
20 de junio de 2004, 12:00 a. m.

. Los tradicionales escenarios de la convivencia social, como la plaza y la calle, van mutando en otros espacios con dinámicas de consumo, como los centros comerciales; en espacios anónimos sin la fuerza ni la espontaneidad del encuentro personal, en los "no-lugares" donde se erigen intereses parciales, no legitimados culturalmente. Los tradicionales escenarios de la convivencia social, como la plaza y la calle, van mutando en otros espacios con dinámicas de consumo, como los centros comerciales; en espacios anónimos sin la fuerza ni la espontaneidad del encuentro personal, en los "no-lugares" donde se erigen intereses parciales, no legitimados culturalmente2, porque son públicos sólo en apariencia: los derechos del ciudadano quedan recortados al entrar en estos territorios, regidos por los propietarios, gerentes, administradores y policías propios. Los tradicionales escenarios de la convivencia social, como la plaza y la calle, van mutando en otros espacios con dinámicas de consumo, como los centros comerciales; en espacios anónimos sin la fuerza ni la espontaneidad del encuentro personal, en los "no-lugares" donde se erigen intereses parciales, no legitimados culturalmente2, porque son públicos sólo en apariencia: los derechos del ciudadano quedan recortados al entrar en estos territorios, regidos por los propietarios, gerentes, administradores y policías propios3. Poco a poco, sin la real participación de la ciudadanía, en Cartagena se han ido reformando o creando las normas para legalizar el comercio del espacio público del centro de la ciudad. Según las leyes vigentes antes de la aprobación del Plan de Ordenamiento Territorial (Decreto Distrital 977 de 2001), en Cartagena se prohibía un uso del espacio público diferente al recreativo y se hablaba de éste como zona para el disfrute colectivo. A pesar de ello, el Distrito había expedido autorizaciones para el uso de las plazas y parques a restaurantes, cafés y bares, permisos que eran ilegales como lo ratificó el Consejo de Estado cuando ordenó el desalojo de las mesas del parque de San Diego, al decidir las acciones de cumplimiento presentadas por los habitantes de este tradicional sector. El Decreto 715 de 2002 legalizó de una vez por todas la ocupación del espacio público que realizan los propietarios de estos establecimientos de comercio, dificultando ahora sí la participación de los ciudadanos en el manejo que se le da a estas zonas. De acuerdo con el decreto, las acciones, intervenciones, administración y aprovechamiento de los espacios públicos del Centro Histórico de Cartagena se justifican por la "conservación, mantenimiento y destinación al uso común, con la posibilidad de desarrollo de usos compatibles referidos al turismo, el comercio, la cultura y la recreación". Sin embargo, la aplicación del decreto deja evidentemente por fuera las actividades culturales y recreativas, dándole prioridad al turismo y al comercio. Una vez más se excluye al cartagenero raso del goce y disfrute del centro, de las plazas y parques, de ejercer en ellos el descanso, el encuentro o simplemente el ocio. No se trata sólo de que exista un espacio público, sino de que éste exista en función de la construcción de una identidad ciudadana. Es paradójico que mientras se permite la explotación casi gratuita de las plazas, parques, calles, portales y playas del centro histórico ($16.600 mensuales por metro cuadrado, más o menos lo que vale una oficina en el centro), se prohíba la explotación económica de los andenes, que son precisamente el espacio público ocupado por los pequeños vendedores estacionarios, quienes son perseguidos por la administración sin ofrecerles reales alternativas de subsistencia. Aunque el decreto establece que a partir de su publicación (octubre de 2002) debía darse cumplimiento a las disposiciones sobre área máxima de ocupación y distancia entre mobiliarios (mesas, parasoles, sillas y otros), no todos los establecimientos de comercio que ocupan las plazas dejan los 2.10 metros de espacio libre entre las mesas y las vías, ni los 1.50 metros entre cada mesa para que la gente pueda circular. Además, esta norma es muy amplia y deja al libre albedrío de los contratantes aspectos importantes como el uso de parlantes, equipos de sonido y similares, horario de ocupación de las plazas, instalación de tarimas, cortinas, alfombras y otros, lo que se presta para que el gobernante de turno pueda otorgar condiciones más favorables a ciertos empresarios, en mayor detrimento del interés común. Ahora es legal alquilarlo todo, siempre y cuando se permita el libre paso de los peatones. Pero muchos de los arrendatarios no respetan esta condición. Alberto Abello, precisamente, sufrió en carne propia la discriminación y la exclusión a que nos someten con frecuencia los propietarios de los establecimientos que ocupan nuestro centro histórico. Según publicó el escritor Oscar Collazos en El Universal. Los tradicionales escenarios de la convivencia social, como la plaza y la calle, van mutando en otros espacios con dinámicas de consumo, como los centros comerciales; en espacios anónimos sin la fuerza ni la espontaneidad del encuentro personal, en los "no-lugares" donde se erigen intereses parciales, no legitimados culturalmente2, porque son públicos sólo en apariencia: los derechos del ciudadano quedan recortados al entrar en estos territorios, regidos por los propietarios, gerentes, administradores y policías propios3. Poco a poco, sin la real participación de la ciudadanía, en Cartagena se han ido reformando o creando las normas para legalizar el comercio del espacio público del centro de la ciudad. Según las leyes vigentes antes de la aprobación del Plan de Ordenamiento Territorial (Decreto Distrital 977 de 2001), en Cartagena se prohibía un uso del espacio público diferente al recreativo y se hablaba de éste como zona para el disfrute colectivo. A pesar de ello, el Distrito había expedido autorizaciones para el uso de las plazas y parques a restaurantes, cafés y bares, permisos que eran ilegales como lo ratificó el Consejo de Estado cuando ordenó el desalojo de las mesas del parque de San Diego, al decidir las acciones de cumplimiento presentadas por los habitantes de este tradicional sector. El Decreto 715 de 2002 legalizó de una vez por todas la ocupación del espacio público que realizan los propietarios de estos establecimientos de comercio, dificultando ahora sí la participación de los ciudadanos en el manejo que se le da a estas zonas. De acuerdo con el decreto, las acciones, intervenciones, administración y aprovechamiento de los espacios públicos del Centro Histórico de Cartagena se justifican por la "conservación, mantenimiento y destinación al uso común, con la posibilidad de desarrollo de usos compatibles referidos al turismo, el comercio, la cultura y la recreación". Sin embargo, la aplicación del decreto deja evidentemente por fuera las actividades culturales y recreativas, dándole prioridad al turismo y al comercio. Una vez más se excluye al cartagenero raso del goce y disfrute del centro, de las plazas y parques, de ejercer en ellos el descanso, el encuentro o simplemente el ocio. No se trata sólo de que exista un espacio público, sino de que éste exista en función de la construcción de una identidad ciudadana. Es paradójico que mientras se permite la explotación casi gratuita de las plazas, parques, calles, portales y playas del centro histórico ($16.600 mensuales por metro cuadrado, más o menos lo que vale una oficina en el centro), se prohíba la explotación económica de los andenes, que son precisamente el espacio público ocupado por los pequeños vendedores estacionarios, quienes son perseguidos por la administración sin ofrecerles reales alternativas de subsistencia. Aunque el decreto establece que a partir de su publicación (octubre de 2002) debía darse cumplimiento a las disposiciones sobre área máxima de ocupación y distancia entre mobiliarios (mesas, parasoles, sillas y otros), no todos los establecimientos de comercio que ocupan las plazas dejan los 2.10 metros de espacio libre entre las mesas y las vías, ni los 1.50 metros entre cada mesa para que la gente pueda circular. Además, esta norma es muy amplia y deja al libre albedrío de los contratantes aspectos importantes como el uso de parlantes, equipos de sonido y similares, horario de ocupación de las plazas, instalación de tarimas, cortinas, alfombras y otros, lo que se presta para que el gobernante de turno pueda otorgar condiciones más favorables a ciertos empresarios, en mayor detrimento del interés común. Ahora es legal alquilarlo todo, siempre y cuando se permita el libre paso de los peatones. Pero muchos de los arrendatarios no respetan esta condición. Alberto Abello, precisamente, sufrió en carne propia la discriminación y la exclusión a que nos someten con frecuencia los propietarios de los establecimientos que ocupan nuestro centro histórico. Según publicó el escritor Oscar Collazos en El Universal4, a Abello y a él les tocó una noche de diciembre ver cómo el Baluarte de Santo Domingo era cerrado para una "fiesta privada", que promocionaba un jabón. Cuando indagaron a uno de los empleados del Café del Mar -que impedía el acceso a los particulares- por qué no dejaba pasar a los turistas y transeúntes que querían subir, éste respondió: "Es como si usted dejara entrar a todo el mundo a una fiesta de su casa". Y en esa, su casa, conectaron reflectores al alumbrado público, pusieron una malla negra y un pendón publicitario, macetas de madera y un cordón para impedir el acceso de la gente a "su casa". Pero esto sólo ha generado llamados de atención. No hay sanciones. Los cartageneros no estamos invitados a las fiestas privadas de esa casa ajena en la que se ha convertido nuestra ciudad. En la Plaza Santo Domingo se han presentado también incidentes entre los propietarios de los establecimientos de comercio que allí operan y los transeúntes. Se han conocido casos en que los meseros de los cafés han intentado sacar de la plaza a los visitantes locales para que sus usuarios vean mejor los espectáculos de música o baile que se presentan ocasionalmente. Y cuando no se es bienvenido, toca irse. Los cartageneros de estratos 1 a 3 (el 80% de la población según un estudio del Observatorio del Caribe), son marginados social y económicamente de las zonas exclusivas de la ciudad (Centro, Bocagrande, Laguito, Castillogrande), por el valor económico y por el uso del suelo. Deben, necesariamente, emigrar hacia zonas más baratas y donde no desentonen con el entorno, en una especie de segregación social y espacial que cada vez se acrecienta más. Los vecinos de San Diego, Santo Domingo y Getsemaní, sectores tradicionales del centro de la ciudad, han ido saliendo poco a poco. Venden sus casas a personas del interior del país o a extranjeros que pueden mantenerlas y restaurarlas, pagar las altas tarifas de servicios públicos e impuestos y, como no viven en ellas, no les estorba que el entorno se asimile cada vez más a cualquier ciudad de cualquier parte del mundo: con los mismos restaurantes, almacenes, hoteles y discotecas. Y sin la gente, que es el componente que le da identidad a una urbe. El caso del corredor de carga Este fenómeno se reproduce, con otras particularidades, en las zonas influenciadas por el corredor de carga. Esta obra se construyó utilizando avenidas ya existentes en zonas residenciales de la ciudad como la del Bosque y la Crisanto Luque, desconociendo el estudio sobre la solución vial al tránsito y transporte en Cartagena (1992-2010) de la Agencia Japonesa de Cooperación Internacional, JICA (por sus iniciales en inglés), que recomendaba que éste se construyera bordeando la bahía y a la altura de Zapatero saliera hacia Mamonal. Ese era el proyecto que conocía la comunidad. Si se habla en el crudo lenguaje de la economía, a la Concesión Vial de Cartagena, entidad constructora de la obra, le hubiera salido más barato atender las sugerencias de los vecinos desde el principio. No hubieran tenido que contratar abogados para atender las tutelas y las acciones populares, ni hacer obras que no habían presupuestado (como puentes, andenes, separadores), ni destruir y volver a construir obras que habían hecho mal (desagües, calzadas, túneles de acceso). Las entidades encargadas de este proyecto (Concesión Vial, Alcaldía y Valorización Distrital) sólo se reunían con los habitantes de los barrios afectados cuando éstos bloqueaban una vía (con todos los percances que eso genera) o cuando impedían la continuación de los trabajos. "Sí hubo participación de la comunidad", dicen los constructores. Sin embargo, los habitantes de Alto Bosque y San Isidro afirman que las personas que hablaban por ellos en los comités conciliadores no fueron elegidas por la colectividad y no representaban sus intereses. Los tradicionales escenarios de la convivencia social, como la plaza y la calle, van mutando en otros espacios con dinámicas de consumo, como los centros comerciales; en espacios anónimos sin la fuerza ni la espontaneidad del encuentro personal, en los "no-lugares" donde se erigen intereses parciales, no legitimados culturalmente2, porque son públicos sólo en apariencia: los derechos del ciudadano quedan recortados al entrar en estos territorios, regidos por los propietarios, gerentes, administradores y policías propios3. Poco a poco, sin la real participación de la ciudadanía, en Cartagena se han ido reformando o creando las normas para legalizar el comercio del espacio público del centro de la ciudad. Según las leyes vigentes antes de la aprobación del Plan de Ordenamiento Territorial (Decreto Distrital 977 de 2001), en Cartagena se prohibía un uso del espacio público diferente al recreativo y se hablaba de éste como zona para el disfrute colectivo. A pesar de ello, el Distrito había expedido autorizaciones para el uso de las plazas y parques a restaurantes, cafés y bares, permisos que eran ilegales como lo ratificó el Consejo de Estado cuando ordenó el desalojo de las mesas del parque de San Diego, al decidir las acciones de cumplimiento presentadas por los habitantes de este tradicional sector. El Decreto 715 de 2002 legalizó de una vez por todas la ocupación del espacio público que realizan los propietarios de estos establecimientos de comercio, dificultando ahora sí la participación de los ciudadanos en el manejo que se le da a estas zonas. De acuerdo con el decreto, las acciones, intervenciones, administración y aprovechamiento de los espacios públicos del Centro Histórico de Cartagena se justifican por la "conservación, mantenimiento y destinación al uso común, con la posibilidad de desarrollo de usos compatibles referidos al turismo, el comercio, la cultura y la recreación". Sin embargo, la aplicación del decreto deja evidentemente por fuera las actividades culturales y recreativas, dándole prioridad al turismo y al comercio. Una vez más se excluye al cartagenero raso del goce y disfrute del centro, de las plazas y parques, de ejercer en ellos el descanso, el encuentro o simplemente el ocio. No se trata sólo de que exista un espacio público, sino de que éste exista en función de la construcción de una identidad ciudadana. Es paradójico que mientras se permite la explotación casi gratuita de las plazas, parques, calles, portales y playas del centro histórico ($16.600 mensuales por metro cuadrado, más o menos lo que vale una oficina en el centro), se prohíba la explotación económica de los andenes, que son precisamente el espacio público ocupado por los pequeños vendedores estacionarios, quienes son perseguidos por la administración sin ofrecerles reales alternativas de subsistencia. Aunque el decreto establece que a partir de su publicación (octubre de 2002) debía darse cumplimiento a las disposiciones sobre área máxima de ocupación y distancia entre mobiliarios (mesas, parasoles, sillas y otros), no todos los establecimientos de comercio que ocupan las plazas dejan los 2.10 metros de espacio libre entre las mesas y las vías, ni los 1.50 metros entre cada mesa para que la gente pueda circular. Además, esta norma es muy amplia y deja al libre albedrío de los contratantes aspectos importantes como el uso de parlantes, equipos de sonido y similares, horario de ocupación de las plazas, instalación de tarimas, cortinas, alfombras y otros, lo que se presta para que el gobernante de turno pueda otorgar condiciones más favorables a ciertos empresarios, en mayor detrimento del interés común. Ahora es legal alquilarlo todo, siempre y cuando se permita el libre paso de los peatones. Pero muchos de los arrendatarios no respetan esta condición. Alberto Abello, precisamente, sufrió en carne propia la discriminación y la exclusión a que nos someten con frecuencia los propietarios de los establecimientos que ocupan nuestro centro histórico. Según publicó el escritor Oscar Collazos en El Universal4, a Abello y a él les tocó una noche de diciembre ver cómo el Baluarte de Santo Domingo era cerrado para una "fiesta privada", que promocionaba un jabón. Cuando indagaron a uno de los empleados del Café del Mar -que impedía el acceso a los particulares- por qué no dejaba pasar a los turistas y transeúntes que querían subir, éste respondió: "Es como si usted dejara entrar a todo el mundo a una fiesta de su casa". Y en esa, su casa, conectaron reflectores al alumbrado público, pusieron una malla negra y un pendón publicitario, macetas de madera y un cordón para impedir el acceso de la gente a "su casa". Pero esto sólo ha generado llamados de atención. No hay sanciones. Los cartageneros no estamos invitados a las fiestas privadas de esa casa ajena en la que se ha convertido nuestra ciudad. En la Plaza Santo Domingo se han presentado también incidentes entre los propietarios de los establecimientos de comercio que allí operan y los transeúntes. Se han conocido casos en que los meseros de los cafés han intentado sacar de la plaza a los visitantes locales para que sus usuarios vean mejor los espectáculos de música o baile que se presentan ocasionalmente. Y cuando no se es bienvenido, toca irse. Los cartageneros de estratos 1 a 3 (el 80% de la población según un estudio del Observatorio del Caribe), son marginados social y económicamente de las zonas exclusivas de la ciudad (Centro, Bocagrande, Laguito, Castillogrande), por el valor económico y por el uso del suelo. Deben, necesariamente, emigrar hacia zonas más baratas y donde no desentonen con el entorno, en una especie de segregación social y espacial que cada vez se acrecienta más. Los vecinos de San Diego, Santo Domingo y Getsemaní, sectores tradicionales del centro de la ciudad, han ido saliendo poco a poco. Venden sus casas a personas del interior del país o a extranjeros que pueden mantenerlas y restaurarlas, pagar las altas tarifas de servicios públicos e impuestos y, como no viven en ellas, no les estorba que el entorno se asimile cada vez más a cualquier ciudad de cualquier parte del mundo: con los mismos restaurantes, almacenes, hoteles y discotecas. Y sin la gente, que es el componente que le da identidad a una urbe. El caso del corredor de carga Este fenómeno se reproduce, con otras particularidades, en las zonas influenciadas por el corredor de carga. Esta obra se construyó utilizando avenidas ya existentes en zonas residenciales de la ciudad como la del Bosque y la Crisanto Luque, desconociendo el estudio sobre la solución vial al tránsito y transporte en Cartagena (1992-2010) de la Agencia Japonesa de Cooperación Internacional, JICA (por sus iniciales en inglés), que recomendaba que éste se construyera bordeando la bahía y a la altura de Zapatero saliera hacia Mamonal. Ese era el proyecto que conocía la comunidad. Si se habla en el crudo lenguaje de la economía, a la Concesión Vial de Cartagena, entidad constructora de la obra, le hubiera salido más barato atender las sugerencias de los vecinos desde el principio. No hubieran tenido que contratar abogados para atender las tutelas y las acciones populares, ni hacer obras que no habían presupuestado (como puentes, andenes, separadores), ni destruir y volver a construir obras que habían hecho mal (desagües, calzadas, túneles de acceso). Las entidades encargadas de este proyecto (Concesión Vial, Alcaldía y Valorización Distrital) sólo se reunían con los habitantes de los barrios afectados cuando éstos bloqueaban una vía (con todos los percances que eso genera) o cuando impedían la continuación de los trabajos. "Sí hubo participación de la comunidad", dicen los constructores. Sin embargo, los habitantes de Alto Bosque y San Isidro afirman que las personas que hablaban por ellos en los comités conciliadores no fueron elegidas por la colectividad y no representaban sus intereses5. Desde el comienzo de las obras, los vecinos presentaron quejas ante los medios de comunicación y ante diferentes organismos del Estado por las irregularidades detectadas en la ejecución de las mismas, que han afectado sus casas, su entorno y sus vidas. Después de peticiones no resueltas, procesos demorados y promesas incumplidas, los vecinos del corredor, los comerciantes y los pequeños transportadores optaron por bloquear las vías y protestar invitando a la "desobediencia civil", negándose a pagar los impuestos y los peajes, y usando las avenidas de Crisanto Luque y El Bosque en doble sentido. Sólo así lograron ser escuchados. Los habitantes de esos sectores protestaron también por la financiación de la obra, solicitando que ésta fuese pagada en su totalidad por las empresas de Mamonal y la Sociedad Portuaria. Los tradicionales escenarios de la convivencia social, como la plaza y la calle, van mutando en otros espacios con dinámicas de consumo, como los centros comerciales; en espacios anónimos sin la fuerza ni la espontaneidad del encuentro personal, en los "no-lugares" donde se erigen intereses parciales, no legitimados culturalmente2, porque son públicos sólo en apariencia: los derechos del ciudadano quedan recortados al entrar en estos territorios, regidos por los propietarios, gerentes, administradores y policías propios3. Poco a poco, sin la real participación de la ciudadanía, en Cartagena se han ido reformando o creando las normas para legalizar el comercio del espacio público del centro de la ciudad. Según las leyes vigentes antes de la aprobación del Plan de Ordenamiento Territorial (Decreto Distrital 977 de 2001), en Cartagena se prohibía un uso del espacio público diferente al recreativo y se hablaba de éste como zona para el disfrute colectivo. A pesar de ello, el Distrito había expedido autorizaciones para el uso de las plazas y parques a restaurantes, cafés y bares, permisos que eran ilegales como lo ratificó el Consejo de Estado cuando ordenó el desalojo de las mesas del parque de San Diego, al decidir las acciones de cumplimiento presentadas por los habitantes de este tradicional sector. El Decreto 715 de 2002 legalizó de una vez por todas la ocupación del espacio público que realizan los propietarios de estos establecimientos de comercio, dificultando ahora sí la participación de los ciudadanos en el manejo que se le da a estas zonas. De acuerdo con el decreto, las acciones, intervenciones, administración y aprovechamiento de los espacios públicos del Centro Histórico de Cartagena se justifican por la "conservación, mantenimiento y destinación al uso común, con la posibilidad de desarrollo de usos compatibles referidos al turismo, el comercio, la cultura y la recreación". Sin embargo, la aplicación del decreto deja evidentemente por fuera las actividades culturales y recreativas, dándole prioridad al turismo y al comercio. Una vez más se excluye al cartagenero raso del goce y disfrute del centro, de las plazas y parques, de ejercer en ellos el descanso, el encuentro o simplemente el ocio. No se trata sólo de que exista un espacio público, sino de que éste exista en función de la construcción de una identidad ciudadana. Es paradójico que mientras se permite la explotación casi gratuita de las plazas, parques, calles, portales y playas del centro histórico ($16.600 mensuales por metro cuadrado, más o menos lo que vale una oficina en el centro), se prohíba la explotación económica de los andenes, que son precisamente el espacio público ocupado por los pequeños vendedores estacionarios, quienes son perseguidos por la administración sin ofrecerles reales alternativas de subsistencia. Aunque el decreto establece que a partir de su publicación (octubre de 2002) debía darse cumplimiento a las disposiciones sobre área máxima de ocupación y distancia entre mobiliarios (mesas, parasoles, sillas y otros), no todos los establecimientos de comercio que ocupan las plazas dejan los 2.10 metros de espacio libre entre las mesas y las vías, ni los 1.50 metros entre cada mesa para que la gente pueda circular. Además, esta norma es muy amplia y deja al libre albedrío de los contratantes aspectos importantes como el uso de parlantes, equipos de sonido y similares, horario de ocupación de las plazas, instalación de tarimas, cortinas, alfombras y otros, lo que se presta para que el gobernante de turno pueda otorgar condiciones más favorables a ciertos empresarios, en mayor detrimento del interés común. Ahora es legal alquilarlo todo, siempre y cuando se permita el libre paso de los peatones. Pero muchos de los arrendatarios no respetan esta condición. Alberto Abello, precisamente, sufrió en carne propia la discriminación y la exclusión a que nos someten con frecuencia los propietarios de los establecimientos que ocupan nuestro centro histórico. Según publicó el escritor Oscar Collazos en El Universal4, a Abello y a él les tocó una noche de diciembre ver cómo el Baluarte de Santo Domingo era cerrado para una "fiesta privada", que promocionaba un jabón. Cuando indagaron a uno de los empleados del Café del Mar -que impedía el acceso a los particulares- por qué no dejaba pasar a los turistas y transeúntes que querían subir, éste respondió: "Es como si usted dejara entrar a todo el mundo a una fiesta de su casa". Y en esa, su casa, conectaron reflectores al alumbrado público, pusieron una malla negra y un pendón publicitario, macetas de madera y un cordón para impedir el acceso de la gente a "su casa". Pero esto sólo ha generado llamados de atención. No hay sanciones. Los cartageneros no estamos invitados a las fiestas privadas de esa casa ajena en la que se ha convertido nuestra ciudad. En la Plaza Santo Domingo se han presentado también incidentes entre los propietarios de los establecimientos de comercio que allí operan y los transeúntes. Se han conocido casos en que los meseros de los cafés han intentado sacar de la plaza a los visitantes locales para que sus usuarios vean mejor los espectáculos de música o baile que se presentan ocasionalmente. Y cuando no se es bienvenido, toca irse. Los cartageneros de estratos 1 a 3 (el 80% de la población según un estudio del Observatorio del Caribe), son marginados social y económicamente de las zonas exclusivas de la ciudad (Centro, Bocagrande, Laguito, Castillogrande), por el valor económico y por el uso del suelo. Deben, necesariamente, emigrar hacia zonas más baratas y donde no desentonen con el entorno, en una especie de segregación social y espacial que cada vez se acrecienta más. Los vecinos de San Diego, Santo Domingo y Getsemaní, sectores tradicionales del centro de la ciudad, han ido saliendo poco a poco. Venden sus casas a personas del interior del país o a extranjeros que pueden mantenerlas y restaurarlas, pagar las altas tarifas de servicios públicos e impuestos y, como no viven en ellas, no les estorba que el entorno se asimile cada vez más a cualquier ciudad de cualquier parte del mundo: con los mismos restaurantes, almacenes, hoteles y discotecas. Y sin la gente, que es el componente que le da identidad a una urbe. El caso del corredor de carga Este fenómeno se reproduce, con otras particularidades, en las zonas influenciadas por el corredor de carga. Esta obra se construyó utilizando avenidas ya existentes en zonas residenciales de la ciudad como la del Bosque y la Crisanto Luque, desconociendo el estudio sobre la solución vial al tránsito y transporte en Cartagena (1992-2010) de la Agencia Japonesa de Cooperación Internacional, JICA (por sus iniciales en inglés), que recomendaba que éste se construyera bordeando la bahía y a la altura de Zapatero saliera hacia Mamonal. Ese era el proyecto que conocía la comunidad. Si se habla en el crudo lenguaje de la economía, a la Concesión Vial de Cartagena, entidad constructora de la obra, le hubiera salido más barato atender las sugerencias de los vecinos desde el principio. No hubieran tenido que contratar abogados para atender las tutelas y las acciones populares, ni hacer obras que no habían presupuestado (como puentes, andenes, separadores), ni destruir y volver a construir obras que habían hecho mal (desagües, calzadas, túneles de acceso). Las entidades encargadas de este proyecto (Concesión Vial, Alcaldía y Valorización Distrital) sólo se reunían con los habitantes de los barrios afectados cuando éstos bloqueaban una vía (con todos los percances que eso genera) o cuando impedían la continuación de los trabajos. "Sí hubo participación de la comunidad", dicen los constructores. Sin embargo, los habitantes de Alto Bosque y San Isidro afirman que las personas que hablaban por ellos en los comités conciliadores no fueron elegidas por la colectividad y no representaban sus intereses5. Desde el comienzo de las obras, los vecinos presentaron quejas ante los medios de comunicación y ante diferentes organismos del Estado por las irregularidades detectadas en la ejecución de las mismas, que han afectado sus casas, su entorno y sus vidas. Después de peticiones no resueltas, procesos demorados y promesas incumplidas, los vecinos del corredor, los comerciantes y los pequeños transportadores optaron por bloquear las vías y protestar invitando a la "desobediencia civil", negándose a pagar los impuestos y los peajes, y usando las avenidas de Crisanto Luque y El Bosque en doble sentido. Sólo así lograron ser escuchados. Los habitantes de esos sectores protestaron también por la financiación de la obra, solicitando que ésta fuese pagada en su totalidad por las empresas de Mamonal y la Sociedad Portuaria6, que según ellos, son los únicos beneficiados con la obra. Dicen los urbanistas que muchos de los desórdenes sociales están asociados a los desórdenes físicos de la ciudad: "El hombre ha perdido el control de su medio, y dentro de ese medio urbano se encuentra perdido y aislado. El concepto de comunidad no existe para él, y su capacidad de criticar, modelar y transformar su ciudad, se ha perdido. La ciudad se vuelve contra el hombre" . Los tradicionales escenarios de la convivencia social, como la plaza y la calle, van mutando en otros espacios con dinámicas de consumo, como los centros comerciales; en espacios anónimos sin la fuerza ni la espontaneidad del encuentro personal, en los "no-lugares" donde se erigen intereses parciales, no legitimados culturalmente2, porque son públicos sólo en apariencia: los derechos del ciudadano quedan recortados al entrar en estos territorios, regidos por los propietarios, gerentes, administradores y policías propios3. Poco a poco, sin la real participación de la ciudadanía, en Cartagena se han ido reformando o creando las normas para legalizar el comercio del espacio público del centro de la ciudad. Según las leyes vigentes antes de la aprobación del Plan de Ordenamiento Territorial (Decreto Distrital 977 de 2001), en Cartagena se prohibía un uso del espacio público diferente al recreativo y se hablaba de éste como zona para el disfrute colectivo. A pesar de ello, el Distrito había expedido autorizaciones para el uso de las plazas y parques a restaurantes, cafés y bares, permisos que eran ilegales como lo ratificó el Consejo de Estado cuando ordenó el desalojo de las mesas del parque de San Diego, al decidir las acciones de cumplimiento presentadas por los habitantes de este tradicional sector. El Decreto 715 de 2002 legalizó de una vez por todas la ocupación del espacio público que realizan los propietarios de estos establecimientos de comercio, dificultando ahora sí la participación de los ciudadanos en el manejo que se le da a estas zonas. De acuerdo con el decreto, las acciones, intervenciones, administración y aprovechamiento de los espacios públicos del Centro Histórico de Cartagena se justifican por la "conservación, mantenimiento y destinación al uso común, con la posibilidad de desarrollo de usos compatibles referidos al turismo, el comercio, la cultura y la recreación". Sin embargo, la aplicación del decreto deja evidentemente por fuera las actividades culturales y recreativas, dándole prioridad al turismo y al comercio. Una vez más se excluye al cartagenero raso del goce y disfrute del centro, de las plazas y parques, de ejercer en ellos el descanso, el encuentro o simplemente el ocio. No se trata sólo de que exista un espacio público, sino de que éste exista en función de la construcción de una identidad ciudadana. Es paradójico que mientras se permite la explotación casi gratuita de las plazas, parques, calles, portales y playas del centro histórico ($16.600 mensuales por metro cuadrado, más o menos lo que vale una oficina en el centro), se prohíba la explotación económica de los andenes, que son precisamente el espacio público ocupado por los pequeños vendedores estacionarios, quienes son perseguidos por la administración sin ofrecerles reales alternativas de subsistencia. Aunque el decreto establece que a partir de su publicación (octubre de 2002) debía darse cumplimiento a las disposiciones sobre área máxima de ocupación y distancia entre mobiliarios (mesas, parasoles, sillas y otros), no todos los establecimientos de comercio que ocupan las plazas dejan los 2.10 metros de espacio libre entre las mesas y las vías, ni los 1.50 metros entre cada mesa para que la gente pueda circular. Además, esta norma es muy amplia y deja al libre albedrío de los contratantes aspectos importantes como el uso de parlantes, equipos de sonido y similares, horario de ocupación de las plazas, instalación de tarimas, cortinas, alfombras y otros, lo que se presta para que el gobernante de turno pueda otorgar condiciones más favorables a ciertos empresarios, en mayor detrimento del interés común. Ahora es legal alquilarlo todo, siempre y cuando se permita el libre paso de los peatones. Pero muchos de los arrendatarios no respetan esta condición. Alberto Abello, precisamente, sufrió en carne propia la discriminación y la exclusión a que nos someten con frecuencia los propietarios de los establecimientos que ocupan nuestro centro histórico. Según publicó el escritor Oscar Collazos en El Universal4, a Abello y a él les tocó una noche de diciembre ver cómo el Baluarte de Santo Domingo era cerrado para una "fiesta privada", que promocionaba un jabón. Cuando indagaron a uno de los empleados del Café del Mar -que impedía el acceso a los particulares- por qué no dejaba pasar a los turistas y transeúntes que querían subir, éste respondió: "Es como si usted dejara entrar a todo el mundo a una fiesta de su casa". Y en esa, su casa, conectaron reflectores al alumbrado público, pusieron una malla negra y un pendón publicitario, macetas de madera y un cordón para impedir el acceso de la gente a "su casa". Pero esto sólo ha generado llamados de atención. No hay sanciones. Los cartageneros no estamos invitados a las fiestas privadas de esa casa ajena en la que se ha convertido nuestra ciudad. En la Plaza Santo Domingo se han presentado también incidentes entre los propietarios de los establecimientos de comercio que allí operan y los transeúntes. Se han conocido casos en que los meseros de los cafés han intentado sacar de la plaza a los visitantes locales para que sus usuarios vean mejor los espectáculos de música o baile que se presentan ocasionalmente. Y cuando no se es bienvenido, toca irse. Los cartageneros de estratos 1 a 3 (el 80% de la población según un estudio del Observatorio del Caribe), son marginados social y económicamente de las zonas exclusivas de la ciudad (Centro, Bocagrande, Laguito, Castillogrande), por el valor económico y por el uso del suelo. Deben, necesariamente, emigrar hacia zonas más baratas y donde no desentonen con el entorno, en una especie de segregación social y espacial que cada vez se acrecienta más. Los vecinos de San Diego, Santo Domingo y Getsemaní, sectores tradicionales del centro de la ciudad, han ido saliendo poco a poco. Venden sus casas a personas del interior del país o a extranjeros que pueden mantenerlas y restaurarlas, pagar las altas tarifas de servicios públicos e impuestos y, como no viven en ellas, no les estorba que el entorno se asimile cada vez más a cualquier ciudad de cualquier parte del mundo: con los mismos restaurantes, almacenes, hoteles y discotecas. Y sin la gente, que es el componente que le da identidad a una urbe. El caso del corredor de carga Este fenómeno se reproduce, con otras particularidades, en las zonas influenciadas por el corredor de carga. Esta obra se construyó utilizando avenidas ya existentes en zonas residenciales de la ciudad como la del Bosque y la Crisanto Luque, desconociendo el estudio sobre la solución vial al tránsito y transporte en Cartagena (1992-2010) de la Agencia Japonesa de Cooperación Internacional, JICA (por sus iniciales en inglés), que recomendaba que éste se construyera bordeando la bahía y a la altura de Zapatero saliera hacia Mamonal. Ese era el proyecto que conocía la comunidad. Si se habla en el crudo lenguaje de la economía, a la Concesión Vial de Cartagena, entidad constructora de la obra, le hubiera salido más barato atender las sugerencias de los vecinos desde el principio. No hubieran tenido que contratar abogados para atender las tutelas y las acciones populares, ni hacer obras que no habían presupuestado (como puentes, andenes, separadores), ni destruir y volver a construir obras que habían hecho mal (desagües, calzadas, túneles de acceso). Las entidades encargadas de este proyecto (Concesión Vial, Alcaldía y Valorización Distrital) sólo se reunían con los habitantes de los barrios afectados cuando éstos bloqueaban una vía (con todos los percances que eso genera) o cuando impedían la continuación de los trabajos. "Sí hubo participación de la comunidad", dicen los constructores. Sin embargo, los habitantes de Alto Bosque y San Isidro afirman que las personas que hablaban por ellos en los comités conciliadores no fueron elegidas por la colectividad y no representaban sus intereses5. Desde el comienzo de las obras, los vecinos presentaron quejas ante los medios de comunicación y ante diferentes organismos del Estado por las irregularidades detectadas en la ejecución de las mismas, que han afectado sus casas, su entorno y sus vidas. Después de peticiones no resueltas, procesos demorados y promesas incumplidas, los vecinos del corredor, los comerciantes y los pequeños transportadores optaron por bloquear las vías y protestar invitando a la "desobediencia civil", negándose a pagar los impuestos y los peajes, y usando las avenidas de Crisanto Luque y El Bosque en doble sentido. Sólo así lograron ser escuchados. Los habitantes de esos sectores protestaron también por la financiación de la obra, solicitando que ésta fuese pagada en su totalidad por las empresas de Mamonal y la Sociedad Portuaria6, que según ellos, son los únicos beneficiados con la obra. Dicen los urbanistas que muchos de los desórdenes sociales están asociados a los desórdenes físicos de la ciudad: "El hombre ha perdido el control de su medio, y dentro de ese medio urbano se encuentra perdido y aislado. El concepto de comunidad no existe para él, y su capacidad de criticar, modelar y transformar su ciudad, se ha perdido. La ciudad se vuelve contra el hombre" 7. Entidades del Estado, como la Personería Distrital y la Defensoría del Pueblo, han tratado de velar por los intereses de los afectados con la obra. Pero su labor no es suficiente porque no cuentan con capacidad sancionatoria. Actúan más como abogados de oficio que como entidades de vigilancia y control. Cuando entrevisté para la revista Noventa y Nueve a René Rosales, un habitante del Bosque, sector Los Olivos, éste se quejaba de lo cambiado que estaba su barrio desde que comenzaron las obras del corredor. Los niños no podían salir a jugar por temor al tráfico, la gente comenzó a cerrar las puertas de sus casas para resguardarse del polvo, los malos olores y los delincuentes, que aumentaron sus actividades aprovechando las condiciones en que quedó el sector. Cuando llovía, sus casas se inundaban, a muchos les tocaba caminar varias cuadras a pleno sol y esquivando huecos y escombros, para tomar el bus. Humberto Botero, habitante del Alto Bosque, sector cercado por la avenida de El Bosque y la Crisanto Luque, se dolía de ver a su barrio perder el carácter de residencial y convertirse poco a poco en una especie de zona gris llena de "cafetines y amanecederos". Estela Cortés, habitante de San Isidro, hablaba del aumento de la contaminación por el ruido y los gases que los vehículos -la mayoría de carga pesada- dejan en el ambiente causando enfermedades. Estos problemas no sólo los generan los automotores que transitan por el corredor, sino también los vehículos que, tratando de evadir el peaje o por miedo a la alta accidentalidad que se presenta en la zona, utilizan las vías internas de los barrios para circular. Estos ciudadanos están luchando duramente por defender sus casas, sus familias y sus barrios. Están esperanzados en las acciones populares que llevan casi dos años tramitándose en el Tribunal Administrativo de Bolívar. Sin embargo, muchos se han cansado y prefieren emigrar. Pero eso no les resuelve el problema: la mayoría de las casas son propias. Si las venden deben pagar altas tasas de impuestos y pierden la "amnistía" que les dio el distrito -los estratos 1 a 3 no pagarán valorización siempre y cuando no vendan su propiedad según la resolución 413 del de 1999-, y si las arriendan, no pueden aspirar a cobrar lo suficiente para vivir dignamente en otra parte. Estudiar desde ahora las dinámicas del desplazamiento urbano que una obra como el corredor ocasiona en las comunidades de estos barrios, bajo el pretexto de un pretendido "progreso", permitirá analizar los impactos en su manera de ver, sentir y vivir la ciudad, y cómo esto se ve reflejado en su vida familiar, su participación ciudadana y su inserción en la comunidad. La exclusión coarta la libertad y capacidad de acción, decisión y elección de los marginados, en abierta desventaja frente a los grupos favorecidos de la sociedad. Esto, por supuesto, impide la existencia de un sentido de pertenencia, cohesión y solidaridad entre los individuos y grupos sociales relegados, fomentando la intolerancia, la apatía y la indiferencia frente a los proyectos colectivos públicos. Algunas ideas pueden servir para fomentar el debate sobre el qué hacer y el cómo hacerlo, y van dirigidas principalmente a los medios de comunicación, a las autoridades distritales, los académicos y a los gestores culturales de la ciudad: - Los medios, dada la responsabilidad social que tienen, deben abrir más sus espacios a la participación y la deliberación de los ciudadanos y los movimientos sociales en los asuntos de interés público. Pero no limitarse a reproducir la opinión de las organización no gubernamentales que, en muchos casos, actúan de acuerdo con intereses económicos, ni de las "organizaciones cívicas" conformadas por empresas privadas que suplantan la vocería ciudadana y cuyos intereses son, en muchos casos, opuestos a la comunidad. Su responsabilidad está en facilitar la formación de una opinión pública informada, enterada, que pueda discutir y cuestionar sin ser estigmatizada. - Para atenuar la exclusión económica y social no hay fórmulas mágicas. Pero esta tarea compete principalmente a las autoridades públicas, a través de sus acciones, para reducir la enorme brecha entre los más y los menos favorecidos facilitando la actividad de ciudadanos que, como sujetos de derechos reconocidos social y políticamente, puedan ejercerlos en la ciudad y luchar por su total inserción en la vida urbana. - Además, es preciso identificar las opciones que brindan los espacios públicos para posibilitar vivencias lúdicas y estructurar, a través de las entidades encargadas de la cultura y la recreación -con la participación de la comunidad y de los gestores culturales- ofertas de actividades que hagan de ellos lugares para el disfrute y el ocio casual o productivo de la gente. - La planeación de una ciudad no debe hacerse por decisión unilateral de la administración municipal, ni ésta debe estar sujeta a los vaivenes electorales o burocráticos. Son los habitantes quienes conocen la ciudad, quienes la viven y la disfrutan o la padecen. Es necesario que los ciudadanos participen de la planeación urbana, formulando las propuestas para lo que será, a mediano o largo plazo, en últimas, su garantía de una buena calidad de vida. - Es necesario reivindicar la ciudad como hecho cultural. Para que ésta sea habitable y sustentable se deben preservar sus tradiciones, su identidad y su cultura, y luchar por el irrenunciable derecho de todos a disfrutar la vida en la ciudad. - Debe fomentarse el estudio del espacio para una mejor comprensión de su importancia en el ejercicio de una real ciudadanía. Ese "analfabetismo espacial" de que habla el arquitecto Fernando Viviescas impide a la mayoría de los ciudadanos -incluyendo a los encargados de la planeación- "entender las relaciones y la significación del espacio público como continente de expresión y resultado de la arquitectura, del urbanismo y del arte y albergue y propiciador del símbolo (la historia y la memoria), de la fiesta, del juego, del encuentro, del intercambio, de la conversación"