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Eduardo Umaña Luna, el pensador, el humanista que se fue

Este viernes son las exequias de uno de los intelectuales más recordados del país por su lucha por los derechos humanos y la igualdad social en Colombia.

29 de mayo de 2008

Los intelectuales del país tienen motivo para estar de luto: este miércoles murió el sociólogo Eduardo Umaña Luna, uno de los más valiosos pensadores que ha tenido el país en el último siglo.

El cerebro, ese que tanto usó en vida, se enfermó de cáncer que luego se lo llevó.

Umaña dedicó buena parte de sus 85 años a estudiar la sociedad y la política del país y analizar temas jurídicos en sus cátedras como maestro en las universidades Nacional, Externado y Libre. Sus palabras siempre hablaron de Derechos Humanos, de justicia social, y quedaron inmortalizadas en documentos y en memorias de cientos de estudiantes que compartieron aulas con él.

Ese espíritu humanista de Umaña surgió por lo que vivió en carne propia durante su niñez. Eso consignó Luis Fernando Páez, autor de uno de los perfiles más completos sobre el intelectual. En su relato, Páez resalta que desde cuando Umaña era niño “deambulaba por las calles –escapando de los colegios donde la educación se impartía a golpes- y dormía solo en cuartos de alquiler, vivió en carne propia los efectos de la violencia, la desigualdad y la injusticia que han definido durante siglos las estructuras sociales de nuestro país”.

Pero no era un gamín, no. A decir verdad, Umaña nunca supo definir su posición social en ese entonces. Era algo confuso porque lo tenía todo, pero a la vez nada, lo que hacía de su vida una “indefinición total, la indecisión, la ambigüedad”, según el perfil redactado por Páez. Y era tal la incertidumbre de su estado de vida, que Umaña consideraba que “hubiera sido mejor ser un gamín de los comunes y corrientes, que no poseen nada y que, por esa misma circunstancia, tienen una definición ante la vida”. Esa fue la cruz que debió cargar por haber nacido por fuera de un matrimonio en una sociedad con mentalidad muy conservadora.

Aquella caótica realidad llegó a su orden cuando su abuela que lo crió decidió llevarlo a la Academia Militar del Instituto Politécnico de Bogotá. Allí, de repente, se le ocurrió dedicar el resto de su vida a la academia y al pensamiento. Y así fue.  El resto de su vida fue de estudio, de pensamiento sobre la realidad social y política del país.

Fue entonces unos años después de terminar el bachillerato cuando ingresó a estudiar al Instituto de Ciencias Económicas de la Facultad de Derecho que se acababa de inaugurar en la Universidad Nacional. Se casó con Chely, la mujer que fue su compañera hasta su muerte y hacia 1948 se fue a continuar sus estudios en la Universidad Externado de Colombia mientras trabajaba como locutor en la Radio Nacional.

Ese impulso que había tomado para convertirse en intelectual fue reforzado por los cargos que ocupó durante el resto de su vida. Después de ser locutor, trabajó en la Biblioteca Nacional, ni más ni menos que como secretario del poeta Eduardo Carranza. Ese cargo, que ocupó por cinco años, le sirvió para relacionarse con personajes que admiraba como Rafael Maya, Luis Vidales, Arnoldo Palacios y León de Greiff.

A pesar de que ‘estaba en su salsa’, renunció para dedicarse al Derecho, su profesión, y empezó a ejercer como abogado. Invirtió mucho tiempo en la defensa de presos políticos y otras actividades jurídicas que no le significaban mayores ingresos. En otro capítulo de su vida fue fiscal de un juzgado en Bogotá. Pudo aplicar el derecho, sí, pero su papel de abogado no fue más que un puente para conocer las complejas facetas humanas de la sicología criminal. En últimas, haber ejercido como abogado le sirvió para darse cuenta de que el Derecho es “un instrumento de dominación del grupo político que tenga el poder”, como lo reseñó Páez, basándose en el libro 'Eduardo Umaña Luna. Un hombre, una vida, un país', escrito por el periodista Fernando Garavito.

Siempre dudó. Pero en vez de un defecto, para él era una virtud porque consideraba que en la vida no hay verdades absolutas. Todo está lleno de dudas. Por eso, siempre cuestionaba. Y así se comportaba en sus clases cuando fue profesor en la Universidad Libre. No daba discursos memorizados basados en verdades que no lo eran, sino que creó su propio conocimiento y le gustaba que cada quién creara el suyo.

Eso le encantó a Orlando Fals Borda cuando era decano de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional y conoció a Umaña como docente en la Universidad Libre. “Observé que tenía cualidades de profesor de ciencias sociales y derecho. Me gustó su elocuencia, eficacia y el interés por el progreso de los pueblos, algo muy valioso que no todos los profesores tenemos. A veces somos repetidores de cátedras. En cambio él tenía un pensamiento propio, que es lo queremos los socialistas”, cuenta Fals Borda.

Por eso, el entonces decano de Sociología llamó a sus aulas a Umaña. Trabajaron juntos en la fundación de esa facultad y desde entonces se inició una estrecha relación, de la que quedaron muchos logros intelectuales, como el libro ‘La violencia en Colombia’, escrito por ambos junto con Germán Guzmán Campos.

Pero no esa no fue la única publicación de Umaña. También escribió ‘La familia en la estructura político-jurídica colombiana’ y otros tantos sobre Derechos Humanos, sobre su pensamiento liberal con algunas influencias del marxismo. Ente sus escritos, siempre tuvo espacio el tema de la familia. Años más tarde escribió ‘La familia colombiana, una estructura en crisis’ y ‘La universalidad científica en la familia colombiana de 2001’.

Por toda su trayectoria intelectual, fue galardonado como Jurista Emérito del Colegio de Abogados de Bogotá, Primer Investigador en Colombia y Maestro de Maestros por parte de la Universidad Nacional, recibió el Premio al Mérito Científico en la categoría Vida y Obra por parte de la Asociación Colombiana para el Avance de la Ciencia, que además publicó un libro con sus memorias.

Hoy, el mundo académico tiene una huella inolvidable de Umaña, que durante su ejercicio intelectual defendió reiteradamente que la universidad pública debía ser un espacio de culto a la vida, a los derechos humanos. “La actividad social de la gente de universidad debe ser total y radicalmente ajena a toda actitud de conformismos con la injusticia social, la desigualdad económica y la opresión intelectual”, dejó escrito en un artículo, un legado que, tal vez sin saberlo, siguen cientos de pensadores del país.