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Especial fin de año

El vallenato

Se ha consolidado como el símbolo de la música nacional. Y su nombre, con diferentes intérpretes, no deja de sorprender al mundo

* Daniel Samper Pizano
21 de diciembre de 2006

¿Es el vallenato un ícono colombiano? Para saberlo conviene primero aclarar que ícono es un signo que representa un objeto y, en términos más generales, un símbolo de algo. En cuanto a que sea símbolo de Colombia, habría que explorar no sólo cómo lo vemos los colombianos, sino cómo lo perciben los extranjeros respecto a nuestro propio país.

Un revelador detalle sobre la posible condición icónica del vallenato es que resulta difícil hallar en la prensa internacional a alguien que lo escriba con 'be'. Hace años, cuando esta música empezaba a recorrer los caminos internacionales, era frecuente que la confundieran -ortográficamente hablando- con el hijo de la ballena. Nadie, salvo los colombianos, estaba enterado de qué diablos era el vallenato. En cambio, muchos sabían, por sus lecciones de historia natural, que la cría del mayor de los cetáceos lleva por nombre un derivado del sustantivo materno. Así, pues, no era raro toparse con un titular de prensa que hablaba de "la popularidad del ballenato en Colombia". Los zoólogos se emocionaban con la sabiduría y la nobleza de ese pueblo que rendía tributo a las colegas de Moby Dick. Sólo al adentrarse en la noticia descubrían que el objeto de tanto cariño no era un gigantesco mamífero, sino cierta música de acordeón, caja y guacharaca.

Ya esto no ocurre. Ya no hay sorpresas. En los periódicos internacionales escriben "vallenato" cuando quieren hablar de la música, no del animal, y llegará el momento en que alguien cometa por primera vez el error de ortografía inverso y utilice la palabrita para nombrar al cachorro de la ballena: "Mascota del acuario de Oslo da a luz tres hermosos vallenatos". La fama del vallenato es amplia y evidente. En muchas tiendas de discos de España y América Latina aparece con un distintivo especial (ya no se le confunde con la salsa ni con un vago apartado de 'tropicales'); como si de mariachis se tratara, aparecen conjuntos vallenatos hasta en Madrid y en México; los Grammy han creado una categoría especial para este ritmo, que son cuatro aires en Colombia -son, paseo, merengue y puya- pero que en el exterior se celebra como uno solo.

Entre otras señas de identidad, todos los países tienen un símbolo musical. El de Argentina es el tango; el de España, el pasodoble; el son es el de Cuba; la tarantella, el de Italia. No suele ocurrir que ese símbolo cambie. Los símbolos, para serlo, necesitan estabilidad y perdurabilidad.

En Colombia ha ocurrido una situación muy peculiar. Durante largos años, el bambuco fue el ícono de la música nacional; un ícono que llegó a figurar en alguna zarzuela española; que se hizo famoso en América; que fue interpretado por célebres soneros cubanos; que influyó en México, hasta el punto de que existe aún, o existió hasta hace poco, un festival del bambuco en Mérida; que conoció grabaciones en Nueva York y que inspiró composiciones a músicos no colombianos, como Álvaro Carrillo y María Teresa Vera.

En la primera parte del siglo XX, sin embargo, la cumbia empezó a desplazar al bambuco: tambores contra cuerdas. Y ganó la cumbia, como lo narra el antropólogo británico Peter Wade en un excelente libro (Música, raza y nación: música tropical en Colombia). En efecto, poco a poco los colombianos mostramos nuestra definitiva predilección por los ritmos de la costa Atlántica. Y, lo más importante, los países vecinos aceptaron el cambio de embajador. Fue así como se desmontó la representación del bambuco, y la cumbia pasó a ser el ritmo característico de los colombianos. Surgieron hijas de la cumbia en los países andinos, y en torno a una forma bastante plana de cumbia -más chucuchucu que cumbia-, se creó toda una cultura proletaria en Argentina.

Ocurría ello en los años 60 y 70, por la misma época en que el vallenato empezaba a pujar en pos de un sitio importante en el mercado nacional del oído. Su condición narrativa, la sencillez de su triada instrumental, su representatividad étnica y una dosis importante de buena prensa permitieron que la música de acordeón saliera de fondas y caminos y ocupara clubes, salones, estudios de grabación, casetas y estadios. Conjuntos e intérpretes como Guillermo Buitrago -en los primeros tiempos- y luego Bovea y sus Vallenatos, el Binomio de Oro, los Hermanos Zuleta, los Hermanos López, Jorge Oñate, Alejo Durán, Colacho Mendoza, Diomedes Díaz, Alfredo Gutiérrez y Los Betos (por sólo nombrar algunos de los más comerciales) contribuyeron a la difusión del vallenato en todo el país. Luego se encargaría Carlos Vives de pasearlo por el extranjero, y las obras de Gabriel García Márquez le suministrarían el sostén mítico al que debe su reconocimiento como elemento cultural y literario.

Hemos llegado al punto en el que el vallenato se ha consolidado como símbolo de la música nacional. Es difícil no reconocer que él heredó ya la carga representativa que antes tuvieron el bambuco y la cumbia. Se trata de un ícono que provocó un terremoto semiológico inesperado y que derrotó incluso la propensión ortográfica por la 'be' labial. Lo logró y lo merece.

• Periodista y escritor