Juan Carlos Florez Columna

Opinión

Aguacates amargos

Se acumulan cada vez más evidencias de que el uso de potentes químicos para el monocultivo del aguacate contamina las fuentes de agua de varios acueductos del Quindío.

Juan Carlos Flórez
17 de julio de 2021

Todo empezó con la revuelta ciudadana en muchos pueblos contra la pretensión de los pasados gobiernos de convertir extensas regiones de Colombia en campos mineros. En muchos departamentos las multinacionales y sus socios criollos oteaban el ambiente cual gato que se lame los bigotes antes de saltar sobre su víctima. Ejércitos de relacionistas, lobistas, abogados de postín, políticos y altos burócratas desarrollaron su acostumbrada y bien remunerada labor. Todos ellos estaban convencidos que, de nuevo, volverían a poner sus intereses por encima de los de la sociedad, pues creían saber lo que los otros no sabían y suponían que tenían el poder para lograrlo. Veían a quienes rechazaban la minería como una masa pueblerina que sería fácilmente derrotada con los ríos de plata que mineras y gobierno dirigieron a su enésima operación de engatusamiento. Sin embargo, el secular mecanismo de poder basado en que usted no sabe lo que yo sé, no solo porque tengo más estudios, sino porque pertenezco a una clase social a la que usted nunca podrá pertenecer, no funcionó en esta ocasión.

¿Por qué? Porque a lo largo y ancho del mundo las élites dejaron de poseer un conocimiento arcano, y su supuesto saber ha terminado en incontables desastres de los que las sociedades, en apariencia beneficiarias, terminan siendo las víctimas principales. En los pueblos de Colombia la gente ya sabía en qué devienen la gran mayoría de las bonanzas mineras: la naturaleza convertida en un queso emmenthal, llena de huecos, los políticos robando las regalías, las bandas armadas imponiendo muerte y desolación, y el estado ausente, en el rol de lejano comentarista de los hechos, cual efímero astro de algún show de televisión o de redes.

Para nuestro infortunio, mientras que buena parte de la sociedad ha crecido y madurado a lo largo de las últimas décadas, no lo ha hecho la supuesta clase dirigente. Esta última cree aún que el país es manipulable con par encuestas y con un aguacero de propaganda sobre sus conciudadanos. No se ha dado por enterada de que en el mundo hay una sublevación contra las élites, sí, las mismas que han conducido el planeta a la actual catarata de desastres. La gente ya no les cree a los supuestos expertos y técnicos, pues sabe que muchos de estos opinan recibiendo remuneración de alguien. Qué bueno sería que los colombianos supiésemos para quién trabajan aquellos técnicos y expertos que nos quieren aturdir todos los días con su labia y se presentan como impolutos defensores de la ciencia y el saber.

Y algo similar a lo que ocurrió con la minería está pasando hoy con el aguacate. Por estos días, varios medios, incluida la revista SEMANA, publicaron información sobre los daños que la siembra masiva de esta fruta causa en un departamento, el Quindío. Así lo hizo el programa Análisis de la emisora de la Universidad Nacional, que le dedicó una emisión a este asunto. En esa región las élites políticas y gremiales decidieron, hace unos años, impulsar la llegada de capitales extranjeros y nacionales a la siembra intensiva del aguacate. Hasta allí todo parece de perlas. Mas resulta que las cosas son menos dulces, más amargas. Se acumulan cada vez más evidencias de que el uso de potentes químicos para el monocultivo del aguacate contamina las fuentes de agua de varios acueductos de ese departamento.

Tiene lugar, en una región que se enorgulleció de ser tierra de pequeños y medianos propietarios –una de las pocas clases medias rurales de Colombia– una creciente concentración de la tierra en las montañas, muchas de ellas vecinas de frágiles páramos, mientras las zonas de trabajo y las oportunidades para los campesinos se reducen, porque la tierra se encarece o porque el monocultivo no necesita de la mano de obra que se requería en las fincas. Así también, se altera un paisaje que fue declarado por la Unesco patrimonio de la humanidad, y son innumerables los reportes de disminución de las abejas –por los pesticidas– en las fincas colindantes con las aguacateras. En fin, podemos estar en las vísperas de un problema ambiental y social inmenso.

Y ante esto, políticos, élites gremiales y pretendidos expertos y técnicos se hacen los de la vista gorda y presentan el rechazo al monocultivo aguacatero como un ecologismo ingenuo. Cómo se parecen esas élites regionales y sus aliados en Bogotá a quienes niegan que los combustibles fósiles causan calentamiento global o a los potentados del salmón en Chile que siguen negando el efecto depredador de su cultivo sobre el mar o a los burócratas y negociantes de la minería que decían que esta en nada afectaría al páramo de Santurbán.

Que la corrección de tan equivocado rumbo no le llegue tarde a ese paraíso natural que es el Quindío.

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