
Opinión
Colombia Vs. Colombia
Hay que cesar esta espiral de autodestrucción en la que entramos. Es el momento de que todos tengamos sensatez y entendamos que nos estamos arrastrando al abismo.
No hay palabras que puedan describir con suficiencia lo que ha sido esta semana para el país. ¿En qué momento pasamos de ser una nación que se alentaba a darse la mano para salir de la crisis de la pandemia a una que se acuesta cada noche con miedo y enardecida? ¿En qué momento dejamos de alentar a los médicos y enfermeras en su lucha diaria contra el coronavirus y en postear en nuestras redes el emprendimiento de un ciudadano cualquiera para ayudarlo a gritarnos “asesinos” y llenar esas mismas redes ahora de rostros sangrantes?
Es este, tal vez, el momento más confuso de la Colombia de la última década. Nadie puede decir que sabe exactamente qué pasa; o describir lo que se reclama en las marchas; o asegurar que se trata de un movimiento espontáneo; o, por el contrario, del actuar coordinado de fuerzas que se ocultan. Nadie puede saber con certeza de qué se trata, porque al final se trata de todo a la vez. Colombia vive una especie de ebullición de decenas de problemas de décadas, que encontraron en el rechazo a la reforma tributaria el detonante perfecto para estallar en una avalancha de rabia e insatisfacción, que parece no poderse contener. ¿Por qué marchan quienes marchan hoy? Si se le pregunta a cada manifestante, cada uno tendrá una respuesta: por la falta de empleo, por la desigualdad, por los negocios cerrados, por la ausencia de oportunidades, por los altos costos del transporte o por la pésima infraestructura vial.
Todos dirán que no les gusta el Gobierno, aunque ni siquiera sepan quiénes lo conforman; o que la culpa es de los medios, aunque no los lean; o que los responsables son los gobernantes, sin precisar si se trata del alcalde del municipio más pequeño o de todo el gabinete ministerial. Porque lo que hemos visto en los últimos días es un grito de razones que reflejan a un gran país sobrepasado por su realidad. Muchos de esta masa que protesta enardecida ni siquiera tienen claro por qué lo hacen, pero hay una rabia inmensa con todo, con el Estado, con la fuerza pública, con el poder, con los empresarios. Es una rabia por la desigualdad. Según dijo esta semana Juan Daniel Oviedo, director del Dane, el país pasó de tener 30,1 por ciento de su población en clase media a solo 25,4 por ciento, lo que quiere decir que 2.175.000 personas pasaron en el último año a ser parte de los 21 millones de pobres de Colombia. Ahora somos un país mayoritariamente pobre. Y este es el detonante de la ira.
Pero a la masa que gritaba sus razones de forma válida le siguió el bloqueo de vías, el destrozo de los bancos, los ataques incluso a ambulancias, el rompimiento de locales a personas que no tienen más responsabilidad en esto que haber levantado su negocio sobre la vía por donde pasa la turba, el exceso de la fuerza de policías y la agresión también contra ellos. Y ya llegamos al absurdo de balear a un joven que bailaba como forma de protesta pacífica pocas horas después de que un CAI fuera incendiado con sus policías adentro.
¿Acaso no nos damos cuenta de que estamos en una guerra de nosotros contra nosotros mismos? ¿Acaso no hemos comprendido que nos estamos dando arañazos frente al espejo?
Al momento de escribir estas líneas, los hospitales rogaban que dejaran pasar los camiones que transportan oxígeno; un médico relataba que se suspendieron las diálisis en diversos hospitales, pues no hay insumos. El Sistema de Transporte Masivo de Pereira anunciaba que no puede seguir operando, porque no tiene gasolina; los centros de acopio de todo el país registraban precios exorbitantes, y los productos básicos empezaban a escasear. Las neveras de los mercados ya lucen vacías, porque no hay carne, y 10.000 toneladas de pollo están a punto de perderse estancados en carreteras. Hay 100 millones de huevos represados, al tiempo que 37 millones de aves morirán, porque no llega el alimento, además de los 500.000 pollitos de un día que ya murieron. Muchos están a punto de perder su empleo, pues tantos días sin poder abrir un negocio les significará la quiebra a miles de empresarios y emprendedores. Y, si no hay empresas, no hay empleo, no hay insumos médicos, no hay alimentos, no hay oxígeno para salvar pacientes, ni gasolina siquiera para transportarlo, ¿quién pierde? ¡Todos los colombianos sin excepción! ¡Nadie gana en este caos!
Hay que cesar esta espiral de autodestrucción en la que entramos. Es el momento de que todos tengamos sensatez y entendamos que nos estamos arrastrando al abismo entre nosotros mismos. Es el momento en que los líderes de todas las orillas políticas llamen a la cordura y pidan que cesen los bloqueos. Solo hay una vía posible en este momento: el diálogo. Es el momento de ver sentados en una misma mesa al presidente Iván Duque, a Gustavo Petro –que representa a la oposición–, a los promotores del paro, a los líderes estudiantiles, a las cabezas de los partidos políticos y a todo aquel que quiera empezar a trazar una ruta de salida a la crisis. El primer acto de responsabilidad que tenemos todos es el llamado a cesar la violencia.
Nada va a resolver los problemas que tiene este país de forma inmediata, pero, si no intentamos desactivar esta bomba de tiempo, nos terminará estallando, y al final solo quedará más pobreza, esa, precisamente, por la que se protesta.
