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La semana más extraña de mi vida

Ensillamos la bestia antes de traerla, y aclaro que no es una referencia desobligante a Pastrana y su silla vacía.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
8 de octubre de 2016

Casi no me repongo de los insólitos resultados del plebiscito: ¿cómo es posible que haya ganado el No?, me lamentaba mientras oía las noticias: ¿dónde está Steve Harvey para anunciar al ganador, al menos? ¿Cómo es posible que hayan anulado el voto a 170.000 personas porque lo marcaron mal? ¿Era la fuerza electoral de Pacho Santos?

Se trataba de elegir entre dos casillas: Sí o No. Ni siquiera había casilla de Tal Vez: ¿es viable este país? ¿Esa es la paz de Santos?

Me dolía el resultado porque imaginaba que renegociar los acuerdos era casi imposible. Para iniciar, tendrían que recomponer el equipo negociador con algunos líderes del No: Popeye o Pastrana; José Obdulio o Marbelle. Acto seguido, sentarse de nuevo con las Farc, que es una tortura, y rogar para que Marta Lucía Ramírez no tenga lugar en la mesa, si la idea es cerrar la renegociación en esta década. Lamentaba la candidez de quienes imaginaban que renegociar lo acordado era cosa de un par de horas:

— Señor Santrich: ustedes deben pagar cárcel…

— Hecho: es que el doctor De la Calle nunca nos lo propuso, pero aceptamos gustosos…

— Y no pueden participar en política…

— Mejor: teníamos angustia de entrar al Congreso, nos han dicho que es muy inseguro…

— Algo más: acá el doctor Ordóñez, que es el de las calzonarias, pide retirar de los acuerdos la parte en que nuestros hijos deben volverse
homosexuales…

— No recuerdo esos fragmentos…

— Eh, ¿presidente Uribe?

— ¿Sí, doctor Alejandro?

— No los encontré, no existen.

— Entonces tranquilos, procedamos: firmen esta rendición y bienvenidos a la democracia.

Esta es Colombia. Armamos una fiesta sideral, con invitados internacionales y niños coristas que entonan el himno a la alegría mientras rompen vuelo por igual palomas y aviones Kfir, y acto seguido cortamos de un tajo el motivo de la celebración: la posibilidad de vivir en paz. Ensillamos la bestia antes de traerla, y aclaro que no es una referencia desobligante a Pastrana y su silla vacía.

Apoyé el proceso de Santos porque, junto con el mundial de fútsal de Bucaramanga, era el mejor legado de su gobierno. Y temí que, después del resultado plebiscitario, se sumiera en la depresión, porque Juan Manuel es muy delicado. Uribe, en cambio, es una persona con más arrestos. Para empezar, el de su hermano. Y el de su tía Dolly. Y los de sus subalternos. Y, en esa medida, ya descubrirá qué hacer con su inesperado triunfo: por lo pronto, propuso amnistía y alivios jurídicos para suplir la impunidad que denunciaba del acuerdo; más adelante exigirá concentrar a los guerrilleros en una finca extensa en lugar de confinarlos en una zona rural: ¿esa es la paz de Uribe?

No me recomponía, y en eso me parecía al proceso. Había perdido toda esperanza. Siempre supuse que de la reunión entre Santos y Uribe no saldrían acuerdos concretos:

— Presidente Santos: la culebrita está viva.

— El baño queda allá…

— Me refiero a que hay que renegociar todo de nuevo.

Daba por hecho que la sinsalida duraría meses, quizás años; que la paz se nos había escapado por los pelos, y todas las noches sentía ganas de llorar: ¿qué he hecho yo para estar condenado a hacer fuerza por Santos?, clamaba en la madrugada: ¿qué karma pago? ¿Por qué cuando respaldo sus causas decide rodearse del mordisco ya sin dientes de gente como Miguel Silva, y no de JJ, por ejemplo, a quien padecí cuando enfrentó a Mockus, mi candidato de entonces? ¿Dónde estuvo el Juan Carlos Vélez del Sí, capaz de montar una campaña de propaganda negra que difundiera el rumor de que el acuerdo incluía pensiones extras a quienes votaran positivamente e inyecciones de testorena a los hijos varones de quienes apoyaran la paz?
Podía quedarme los años que durara la renegociación fustigando, como profeta del pasado, lo que hizo mal la campaña del Sí; a cambio de eso, procuraba en vano darme ánimos, y pensar que, por lo menos, con el fracaso del proceso cesarían las adustas y cursis manifestaciones a favor de la paz: no soportaba más proclamas de escritores; ni maratones de dibujos; ni fotos de manos pintadas con el signo de la paz: justamente por esa razón Vargas Lleras dudó en sumarse a la causa.

Y temía que la única salida que nos quedara fuera convocar una asamblea constituyente en la que todos, como hienas, cazaran a mordiscos sus propios intereses: Uribe; las Farc; Petro; los pastores cristianos. Y también la gente de bien. Imaginar la plancha de los ganadores de la jornada plebiscitaria me deprimía: Claudia Gurisatti, Daniel Torres, alias Popeye y el huracán Matthew.

Pero justo cuando me acomodaba al dolor de ver a Uribe pavoneándose en el ring con los brazos en alto, otorgaron el Nobel de la Paz a Santos, lo cual le permite levantarse del suelo en mitad del conteo.

Son los días más extraños en la historia de Colombia. Celebramos la paz antes de lograrla; la arruinamos en las urnas; otorgan Nobel a Santos para que la resucite: se abre, pues, una mesa paralela para negociar quiénes viajarán a la recepción en Oslo, porque en el chárter no caben todos. Exijo que uno de los cupos familiares sea para Pacho Santos: los 170.000 votos que representa son mérito suficiente.