Francisco José Mejía columna Semana

Opinión

Disonancia cognitiva

Quienes nos formamos la opinión analizando la evidencia empírica y utilizando el sentido común, hemos llegado a la conclusión pambeliana de que es mejor estar en paz que en guerra.

Francisco José Mejía
28 de agosto de 2023

A mediados del siglo pasado, unos académicos de MIT estudiaron la reacción de los integrantes de una secta llamada “los buscadores”, luego de que su profecía del fin del mundo en una fecha determinada no se materializó. Para sorpresa de los investigadores, muy pocos abandonaron la secta, la mayoría encontró diferentes razones para explicar que el mundo continuara y reafirmaron aún más sus dogmas escalando sus acciones proselitistas. Disonancia cognitiva le denominaron a este fenómeno.

En Colombia se han hecho diecinueve procesos de paz desde la constitución de Río Negro en 1863, ósea en promedio uno cada nueve años: somos campeones mundiales en procesos de paz, pero a la vez uno de los países más violentos del mundo. Claramente, quienes han ostentado el poder político en Colombia en su gran mayoría han resuelto tamaña disonancia cognitiva con la realidad, escalando su compromiso y recetando un nuevo proceso de paz, dejando en cada uno de ellos girones de democracia.

Quienes nos formamos la opinión analizando la evidencia empírica y utilizando el sentido común, hemos llegado a la conclusión pambeliana de que es mejor estar en paz que en guerra, y para eso hay que dejar la negociadera con la criminalidad y resolvernos como sociedad a enfrentarlos. Pero por fortuna ya la academia le metió el diente a la cosa y en un estudio de las universidades de Chicago y Stanford, donde participo Javier Mejía, un colombiano profesor de esta última, encontraron que la violencia inveterada de Colombia desde el siglo XIX tiene que ver con la predilección del estado colombiano de tranzar con quienes lo desafían a través de la violencia en vez ejercer la autoridad legítima.

El diagnóstico es claro: no solo han sido inútiles todos los procesos de paz, sino que en cada uno de ellos se debilita la institucionalidad que la hace posible, y se incuban nuevas violencias repotenciadas gracias a incentivos perversos. Aún resuenan los ecos de los discursos grandilocuentes de Santos anunciando el fin de la guerra en Colombia luego de su proceso con las FARC, solo por el espejismo de unas desmovilizaciones y entregas de armas, como si en Colombia no hubiera suficiente gente y en el mercado suficientes armas para empuñar, cuando en cada negociación aumentan los incentivos para hacerlo. Hoy las FARC son más poderosas que cuando Santos decreto el fin de la guerra y jubilo como congresistas a sus viejos cabecillas, y todas las demás bandas, incluyendo al ELN, han crecido exponencialmente desde que Petro llego al poder y le amarro las manos al Ejército.

Decía Faulkner a través de uno de sus personajes que volvía de la gran guerra en Europa: “Que sea esto lo que justifica las guerras: el valor de la paz”. Pero en Colombia hemos llegado hasta el extremo de rechazar la paz que viene del campo de batalla, que históricamente ha sido el origen de la mayor parte de la paz duradera en el mundo. Exagerado me dirán; la prueba al canto: en 1973 el ELN fue derrotado militarmente en la operación Anorí y prácticamente extinguido, quedando solo un pequeño reducto en la serranía de San Lucas que el ejército ya tenía cercado. Pero a López Michelsen, que llego en el 74, le pareció que tal vez en esa paz hecha con el sudor y la sangre de los soldados, él no tenía suficiente protagonismo; entonces había que hacer una ceremonia. Ordeno la suspensión de las operaciones militares porque iba a pactar la paz con el ELN. El Ejército cumplió, el ELN no. El resto es historia. Algo similar hizo Santos con el desmonte de la política de seguridad democrática. ¡Oh vanidad!

Ya se oyen nuevamente los profetas de la paz en Colombia, diciendo que esta vez con la ‘paz total’ sí se cumplirá la profecía, que hay que volver tragarse unos sapos por el bien supremo de la paz; pero eso sí, la ingesta de batracios se la dejan nuevamente a los colombianos de la ruralidad que pagan con sus propias vidas, mientras ellos degustan jugosos contratos para hacer “pedagogía de la paz” o consiguen votos con la demagogia de la paz. Y ya también están nuevamente haciendo acrobacias con las estadísticas para desacreditar a los gobiernos de Uribe y Duque que excepcionalmente han aplicado una política de seguridad y legalidad. Y como en la secta de “los buscadores”, se han vuelto más fanáticos en sus dogmas y anatemas, como ese de que quien no piensa como ellos es un enemigo de la paz.

Petro estaba en una posición única para acabar con este bucle de violencia derivado de esa ilegitimidad autoinfligida del estado para combatir el crimen de más de un siglo, y comprobar así que al menos el proceso de paz que lo indulto a él habría valido la pena. ¿Quién mejor que él que fue guerrillero y llego democráticamente al poder para legitimar el uso de la fuerza del estado contra quienes lo desafían con armas? Si hubiera hecho eso habría unido a Colombia consigo, pero no, se nos vino con la “paz total”, o “ley de reconciliación”, que más parece una alianza política suya con la criminalidad que un proceso de negociación. Pero esta vez el costo no será un girón de democracia, será la democracia toda. Inexplicablemente, el expresidente Uribe, aun en contra de muchos de su bancada, lo apoya con negociadores en las mesas. Los faros se apagan y el barco deriva hacia el arrecife…