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OPINIÓN

El Estado acorralado: los desafíos del nuevo gobierno frente a la gobernanza criminal

La ofensiva silenciosa del crimen organizado arrincona a las instituciones y pone a prueba la fuerza legítima del Estado en las regiones más críticas de Colombia.

Vicealmirante (RA) Antonio José Martínez Olmos
2 de octubre de 2025

Colombia ya no se divide solo entre el centro y la periferia, ni entre el campo y la ciudad. La frontera decisiva hoy es mucho más profunda: es la línea de choque entre la gobernabilidad legítima del Estado y una gobernanza criminal que se inició con mucha violencia hace décadas, pero que ahora avanza en silencio; ocupando territorios, moldeando economías y dictando las reglas que el poder público no logra hacer cumplir. Gobernar en medio del fuego no es una metáfora: es la realidad de un país donde la autoridad se ve cada vez más arrinconada por estructuras ilegales que crecen sin el ruido de los grandes titulares, pero a un ritmo vertiginoso en las regiones.

La buena gobernabilidad descansa sobre pilares claros: instituciones sólidas, un Estado capaz de ejercer el monopolio legítimo de la fuerza, políticas públicas que protejan derechos y atiendan las necesidades más apremiantes y una Fuerza Pública con respaldo político y jurídico suficiente para garantizar el orden y la seguridad. Cuando cualquiera de estos pilares se debilita, la democracia entera tiembla. Hoy, todos ellos están bajo presión. En departamentos como Antioquia, Arauca, Cauca, Nariño, Norte de Santander o Chocó, los grupos armados no solo desafían a la Fuerza Pública: la reemplazan, recaudan tributos, imponen justicia y regulan economías locales, erosionando la confianza ciudadana y debilitando la presencia estatal.

Este fenómeno no siempre se percibe en la rutina urbana de las grandes capitales, pero en las vastas zonas rurales es una realidad cotidiana. Allí, cada escuela cerrada por miedo, cada líder social asesinado, cada carretera controlada por actores ilegales representa una derrota silenciosa para la República. La dificultad para implementar políticas públicas —desde programas de salud y educación hasta proyectos de infraestructura o de reivindicación de derechos— revela un Estado que, aunque diseña planes en Bogotá, enfrenta en terreno una geografía de poder que difícilmente controla.

Las cifras oficiales confirman esta fractura. Según el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), en 2024 se registraron 719 víctimas por minas y artefactos explosivos, un aumento del 89 % frente a 2023. El Ministerio de Defensa, en su balance de seguridad de enero a julio de 2025, reportó 37 secuestros de miembros de la Fuerza Pública y 33 asonadas contra unidades militares, concentradas en Cauca, Arauca y Norte de Santander. En paralelo, la Fiscalía y el Ministerio de Defensa consolidaron cerca de 5.000 denuncias por extorsión durante 2024, delito que el Consejo Gremial Nacional, en su informe de mayo de 2025, catalogó como uno de los fenómenos de mayor crecimiento, con un incremento del 100 % en la última década. Estas cifras no son solo estadísticas: son la radiografía de un Estado que ve cómo su capacidad de ejercer autoridad se desmorona a manos de una ecuación criminal cada vez más sofisticada.

En esta misma línea se observa cómo en las regiones más apartadas del país, donde el Estado apenas aparece en el papel, la gobernanza criminal ya dicta la vida diaria de las comunidades. En el Catatumbo, donde cerca de 60.000 familias fueron desplazadas al inicio del presente año, relataron a Human Rights Watch cómo grupos armados les advirtieron: “O abandonan la vereda o colaboran; si no, les destruimos la casa”. En San José del Palmar (Chocó), una alerta temprana de la Defensoría del Pueblo documentó la imposición de “normas de conducta” que regulan hasta la vestimenta y los horarios de circulación. En el Bajo Cauca antioqueño, campesinos denunciaron a Indepaz que los ilegales prohíben fiestas, matrimonios y entierros, al tiempo que los obligan a asistir a actos comunitarios como si fueran ceremonias oficiales. Y en zonas rurales de Nariño, jóvenes reclutados de manera forzada —un delito que muestra cientos de relatos atroces contra niños, niñas y adolescentes— contaron que se les advertía: “Estudiar es un privilegio, deben trabajar para nosotros o callar”.

Estos testimonios desgarradores, como cientos y miles repetidos lo largo y ancho de la geografía nacional, son invisibles en las capitales y muestran que en las regiones más olvidadas la autoridad legítima del Estado ha sido sustituida por un poder criminal que gobierna, asfixia y decide hasta los actos más íntimos de la vida cotidiana. La vida urbana conoce su existencia, pero su ocurrencia se volvió parte del paisajismo diario, haciéndolo ver como normal y recurrente. Pero no lo es.

Este panorama se agrava en el contexto hemisférico. Colombia acaba de ser descertificada por Estados Unidos en la lucha antidrogas, una decisión que no solo afecta la cooperación internacional, sino que envía un mensaje de desconfianza sobre la capacidad del Estado para controlar su territorio. Al mismo tiempo, el presidente Gustavo Petro enfrenta la inusual situación de no contar con visa estadounidense, un gesto diplomático, con raíces políticas que refleja tensiones profundas entre ambos países. Y en el Caribe, las aguas hierven: la administración Trump intensifica sus operaciones militares contra los carteles del narcotráfico, mientras en Venezuela —bajo el amparo del régimen de Nicolás Maduro, por quien se plantea una recompensa de 50 millones de dólares— se incuban organizaciones narcoterroristas que financian su expansión cruzando la frontera, alimentando las economías ilícitas que golpean a Colombia y transforman la dinámica de la cadena criminal.

En medio de este escenario, resulta urgente recordar una verdad elemental para cualquier democracia: el ejercicio de la autoridad es el pilar de la libertad. Sin respeto por las instituciones que encarnan al Estado —iniciando por nuestra Fuerza Pública—, no hay ley que valga ni derecho que sobreviva. Aquí emerge un principio que en otros países es inquebrantable: un soldado no se toca. Esta afirmación no es un cheque en blanco para el abuso de autoridad, ni una licencia para el uso excesivo de la fuerza. La democracia exige, por el contrario, que el monopolio de las armas del Estado esté sujeto a controles estrictos, a protocolos de proporcionalidad y a la prohibición absoluta de violaciones de los derechos humanos.

Colombia conoce de primera mano los costos de ignorar esos límites: las 6.402 víctimas de ejecuciones extrajudiciales documentadas por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) no son un motivo de orgullo, sino una lección dolorosa que recuerda por qué la autoridad debe estar siempre sometida a la ley. Pero esa misma historia refuerza el mensaje de fondo: sin una Fuerza Pública protegida, respaldada y respetada por la sociedad, la democracia se derrumba.

El contraste internacional es revelador. En Estados Unidos, agredir a un policía federal puede acarrear penas de hasta 20 años de prisión. En Francia, el Código Penal prevé hasta 30 años de cárcel si el ataque ocasiona la muerte de un miembro de la fuerza pública. En Japón, las agresiones a miembros de las fuerzas se sancionan con cadena perpetua, y en Singapur, golpear a un oficial durante el servicio se castiga con penas que incluyen azotes y largas condenas. En Sudáfrica, una agresión a la policía puede significar más de 15 años de cárcel, mientras que en Kenia atacar a un soldado se tipifica como una “traición menor”, con castigos que superan los 20 años. En Colombia, en cambio, los agresores suelen recuperar la libertad en cuestión de días, enviando un mensaje de impunidad que erosiona el principio de autoridad.

Este debilitamiento de la fuerza legítima del Estado no es solo un problema operativo; es, como advirtieron los grandes teóricos, el punto de quiebre de toda democracia. Max Weber, sociólogo alemán, fundador de la sociología moderna, planteó que el Estado es aquella organización que logra —y mantiene— el monopolio legítimo de la fuerza, sin el cual no hay orden ni ley. Samuel Huntington, politólogo de Harvard y consejero de seguridad en la Guerra Fría, alertó de que cuando las instituciones se debilitan, los actores armados y movimientos autoritarios llenan el vacío. Guillermo O’Donnell politólogo argentino, pionero en el análisis de las democracias latinoamericanas describió en los noventa las “zonas marrones”: territorios donde el Estado existe en el papel, pero no en la práctica, y Francis Fukuyama, ensayista de prestigio global, sostuvo que ninguna política de derechos o desarrollo puede sostenerse sin instituciones fuertes que hagan cumplir la ley.

En nuestro país también se han producido diagnósticos ineludibles. El padre Javier Giraldo documentó cómo la ausencia estatal permitió que la violencia se convirtiera en norma de convivencia. Álvaro Camacho, en La institucionalidad atrapada (1999), explicó cómo las redes del narcotráfico cooptaron la política local. Francisco Thoumi, en Economía política del narcotráfico en Colombia (2002), mostró que las economías ilícitas no solo financian la violencia, sino que capturan territorios y distorsionan la democracia. Eduardo Pizarro Leongomez, en Las FARC (1949-2011), analizó cómo los conflictos prolongados generan poderes paralelos que rivalizan con el Estado. A estas voces se suman autores contemporáneos como Ariel Ávila, senador, politólogo y un amplio estudioso de la cadena criminal en Colombia, advirtió en el año 2023 que las disidencias de las FARC actúan hoy como “nuevos gobiernos locales”; María Victoria Llorente, directora de la Fundación Ideas para la Paz, en estudios del periodo 2023–2024 alertó sobre la consolidación de “archipiélagos de ilegalidad”; y Kyle Johnson, investigador norteamericano, de Conflict Responses (CORE), donde documenta el avance de actores criminales en el Pacífico y la frontera con Venezuela, resaltando la falta de respaldo jurídico a la Fuerza Pública.

Estas voces, de distintas épocas y latitudes, convergen en una misma advertencia: cuando el Estado pierde la capacidad de proteger a sus ciudadanos y de respaldar a sus fuerzas legítimas, la democracia se vuelve frágil y la gobernabilidad se hace imposible.

El próximo gobierno recibirá, pues, un país en el que no basta con diseñar políticas públicas, aprobar leyes o multiplicar programas sociales, con regímenes subsidiados; la frase es concluyente: sin seguridad no hay democracia. Blindar a la Fuerza Pública, cerrar los vacíos legales que alimentan la impunidad y recuperar el principio de autoridad son condiciones previas para cualquier agenda de desarrollo. Ignorar esta realidad sería condenar a Colombia a vivir, no solo gobernada en medio del fuego, sino gobernada por él. Por ello, la promulgación de una ley de seguridad y defensa es una necesidad mandatoria.

Más allá de lo anterior, podemos detectar que el gran nudo gordiano de Colombia no es solo la violencia que golpea las regiones, sino la asincronía histórica entre el Estado que diseña las políticas públicas y unas fuerzas que, en solitario, sostienen el territorio a punta de sacrificio. Prueba de esto es que, durante décadas, los planes de salud, educación o infraestructura avanzaron por un carril, mientras los soldados y policías, lo hacían en otra vía, siendo la única representación de ese mismo Estado cuyas acciones en la periferia no llegaban. Esa falta de sincronía ha sido el error estructural de todos los gobiernos: se pretende llevar desarrollo a las regiones, pero hasta que llegue la seguridad, y se espera que la seguridad perdure, pero hasta que llegue el desarrollo.

Romper este círculo vicioso exige algo más que programas de cuatro años o promesas de campaña. En efecto, solo cuando la acción social y la acción militar caminen al mismo ritmo, y el principio de autoridad recupere su fuerza moral, Colombia podrá transformar sus políticas públicas en hechos concretos que protejan la vida y la dignidad de quienes habitan las regiones más olvidadas. Allí, en ese punto de encuentro entre seguridad y desarrollo, se juega el verdadero destino de la República.

El país no puede resignarse a vivir gobernado por el miedo ni permitir que la criminalidad se convierta en la única ley de sus territorios. La historia demuestra que las naciones que claudican en el ejercicio de su autoridad legítima terminan condenadas al fracaso. Colombia está a tiempo de evitarlo, pero requiere decisión política, respaldo ciudadano y una Fuerza Pública robusta, protegida y respetada. El dilema es claro: o recuperamos el monopolio legítimo de la fuerza hasta el último kilómetro de nuestra geografía, o aceptamos ser gobernados por el crimen. Esa elección definirá si seguimos siendo una democracia o nos convertimos en un Estado decadente.

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