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Opinión

Embajadas al servicio de la impunidad

El uso de la política exterior como blindaje a intereses personales y partidistas vulnera principios esenciales de la democracia, erosiona la credibilidad internacional de Colombia.

Wilson Ruiz Orejuela
21 de agosto de 2025

El desgobierno del presidente Petro ha encontrado en la política exterior un instrumento de evasión frente a los múltiples cuestionamientos que aquejan a su administración y a sus altos funcionarios. Contrario a lo que se espera —que los canales diplomáticos actúen en pro de la representación de los intereses nacionales, la negociación y mediación en conflictos, la promoción del comercio y la cooperación internacional, y la protección de los ciudadanos en el extranjero—, Petro ha convertido la diplomacia en una válvula de escape frente a los llamados de la justicia a su círculo más cercano.

Hoy, la diplomacia colombiana pasó de ser una de las más altas dignidades del servicio público, a convertirse en refugio de los cuestionados personajes del alto nivel gubernamental.

La investidura de embajador de Colombia constituye la personificación de la soberanía del Estado en el exterior. Esta función no es un privilegio partidista, sino un encargo constitucional orientado a proteger y promover los intereses nacionales en el ámbito internacional, fortaleciendo vínculos diplomáticos, económicos y culturales, y preservando la legitimidad del Estado colombiano en la comunidad de naciones. Sin embargo, dicha dignidad se ha visto distorsionada por designaciones carentes de mérito, idoneidad y transparencia, incluso con iniciativas recientes que buscan eliminar el requisito de segunda lengua para el ejercicio de los cargos diplomáticos, incentivando la rampante mediocridad en los funcionarios del servicio exterior.

El mandato del presidente Gustavo Petro ha estado marcado por una constante contradicción. Recordemos que el mandatario expresó: “El que robe se va, yo mismo lo entrego a la justicia”. En la práctica, ha utilizado embajadas y consulados como refugio político para quienes han defraudado la confianza pública. Resulta institucionalmente nocivo que figuras como Armando Benedetti, Irene Vélez, Roy Barreras, Guillermo Reyes o Sebastián Guanumen, entre otros, hayan accedido a cargos diplomáticos en medio de escándalos relacionados con corrupción, violencia intrafamiliar e irregularidades administrativas.

La más reciente designación de Alfredo Saade como embajador en Brasil constituye otro ejemplo de la instrumentalización de la diplomacia como mecanismo de favores políticos.

Este nombramiento, realizado a pesar de las investigaciones disciplinarias que enfrenta el exjefe de despacho y de su evidente falta de experiencia en la materia, constituye una afrenta al mérito y a la carrera diplomática, tradicionalmente concebida como un espacio reservado para profesionales de alta formación académica y técnica.

Más cuestionado aún es su nombramiento como embajador, luego de la notificación de la Procuraduría que lo sancionó con una suspensión de tres meses, lo que convierte esta designación en una burla a la justicia y a la institucionalidad. Con ello, se reafirma que la política exterior ha sido reducida a un sistema clientelista que privilegia la lealtad política sobre la preparación y la idoneidad.

De igual forma, la reciente actuación de la Cancillería en el caso de Carlos Ramón González, exdirector del Dapre, investigado por su participación en el escándalo de la UNGRD y con circular roja de Interpol, pone de presente el desvío de la política exterior como garantía de impunidad. La obtención de residencia en Nicaragua bajo el amparo de gestiones diplomáticas colombianas constituye un claro ejemplo de cómo se utiliza la política internacional para sustraer a funcionarios de la acción judicial, en detrimento de la justicia y del patrimonio público.

El uso de la política exterior como blindaje a intereses personales y partidistas vulnera principios esenciales de la democracia, erosiona la credibilidad internacional de Colombia y debilita la confianza en su institucionalidad. A ello se suma la cercanía con regímenes autoritarios, lo cual profundiza las dudas sobre la coherencia de la política exterior del país y lo sitúa en una posición de descrédito ante la comunidad internacional.

Lo que era un instrumento de dignificación y representación de la soberanía nacional se ha transformado en un escudo político para eludir responsabilidades, humillando no solo la carrera diplomática, sino también la imagen de Colombia como Estado respetuoso del derecho, la justicia y los principios democráticos.

Hoy, las embajadas dejaron de ser escenarios de representación nacional para convertirse en trincheras de blindaje político. Así, en el desgobierno de Gustavo Petro, la diplomacia terminó reducida a un mecanismo de favores, a una ruta de escape frente a la justicia. En otras palabras: embajadas al servicio de la impunidad.

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