
Opinión
En alerta
Si la vía democrática no le asegura continuidad, Petro podría intentar prolongar su poder a través del conflicto.
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El final del mandato de Gustavo Petro pinta oscuro. Muy oscuro. El presidente, incapaz de convivir con el fracaso, ha preferido torcerle el cuello a la realidad antes que asumirla. Cada tropiezo lo lleva a buscar salidas improvisadas para compensar su propia ineficacia. Es, en el fondo, un rey Midas al revés: todo lo que toca, lejos de volverse oro, se marchita.
Basta repasar los frentes de gobierno —educación, salud, energía, gasto público, relaciones internacionales, justicia, orden público, vivienda— para entender la magnitud del desastre que deja el llamado Pacto Histórico. Ante semejante ruina, Petro no reacciona con gestión, sino con maniobra. Y la maniobra tiene nombre: mantener el poder desde el gobierno o desde la oposición, a cualquier costo.
Incapaz de administrar, el presidente ha convertido al Estado en su maquinaria electoral. El crecimiento de la burocracia es escandaloso. El caso del Ministerio de Salud es apenas un botón: el área de tecnología pasó de 60 a 280 funcionarios sin que sus funciones cambiaran. Así, la tasa de desempleo baja por arte de magia —aunque no se genere un peso más de valor— mientras la deuda pública se dispara y los recursos se evaporan.
¿El objetivo? Comprar apoyos. Petro está usando la plata de los colombianos para asegurar lealtades políticas. Nadie en los organismos de control, maniatados por los favores políticos, dice una sola palabra. Y peor aún: la ineficiencia no solo proviene del exceso de personal, sino de su perfil. Gente elegida no por su capacidad, sino por su carné político. Más militantes que funcionarios.
Pero la estrategia no se detiene ahí. Inspirado en su pasado de lucha armada, el presidente parece decidido a encender el país. Las recientes manifestaciones estudiantiles, cobijadas bajo un manto de legalidad y respaldadas por el propio Estado, buscan crear caos controlado: un ambiente de tensión que sirva de telón de fondo para las elecciones de 2026. Petro quiere que la contienda se libre en el terreno de la confrontación social, no en el de su pésima gestión.
Sus declaraciones incendiarias —contra empresarios, la oposición, Estados Unidos, Israel, los blancos, los “Brayan” y hasta las mujeres— no son casuales. Son el combustible de su narrativa de enfrentamiento. Petro necesita enemigos para existir. Sueña con un país fracturado, con todos, contra todos, y él en el centro, posando de árbitro.
Lo más inquietante es lo que aún no se ha dicho, pero ya se intuye. Su cercanía con grupos al margen de la ley y su benevolencia frente al crimen organizado apuntan a una alianza implícita, un riesgo real de que esas estructuras terminen actuando como brazos paraestatales. En Bogotá ya se han visto civiles armados sin identificar. No es paranoia: es preludio.
Dios no lo quiera, pero el escenario no es imposible. Si la vía democrática no le asegura continuidad, Petro podría intentar prolongar su poder a través del conflicto. La violencia, ya no solo verbal sino física, asoma en el horizonte.
Mientras tanto, el país debe estar en alerta y las instituciones, empezando por las fuerzas armadas, los alcaldes, los gobernadores, deben prioritariamente mantener el orden en Colombia.
