Home

Opinión

Artículo

Isabel Cristina Jaramillo

OPINIÓN

La batalla por los alimentos

El problema no está en que la gente no conoce la ley ni mucho menos. El problema es que la ley favorece a los hombres que son padres y no viven con sus hijos.

21 de enero de 2022

Hace algunos días leí un tuit de la senadora Angélica Lozano promocionando lo que parecía ser una cartilla o curso para que las personas aprendieran a pedir las cuotas alimentarias para sus hijos. Me llamó la atención porque dediqué mucho tiempo a entender el conflicto que se da entre hombres y mujeres en torno a las cuotas alimentarias que se deben a los hijos comunes y honestamente no me parecía que la cuestión fuera que no se supiera lo suficiente sobre cómo reclamarlas. De hecho, los consultorios jurídicos de las Universidades, las defensorías públicas y hasta las comisarías de familia ofrecen asesorías a la ciudadanía para avanzar en la definición y cobro de lo debido. Si se atiende al volumen de los casos, se concluiría que hay demasiado litigio por alimentos en lugar de muy poco. La indagación que hicimos sobre los casos que registran los consultorios jurídicos, cuyos resultados fueron publicados en buena parte en el libro que coordinamos el profesor Sergio Anzola y yo (La Batalla por los Alimentos; Bogotá, Universidad de los Andes, 2018), muestran que la regulación existente sobre las cuotas alimentarias no protege a los niños y las niñas e impone cargas excesivas a las mujeres que son quienes generalmente están a cargo de los hijos e hijas.

Con la colaboración de los consultorios jurídicos de la Universidad de Antioquia, Universidad ICESI, Universidad EAFIT, Universidad San Buenaventura, Universidad de los Andes y Universidad Santo Tomás, logramos recaudar información sobre 1690 casos de alimentos atendidos entre 2010 y 2014. Lo valioso de los expedientes de los consultorios jurídicos es que, a diferencia de las sentencias, incluyen datos sociodemográficos claves sobre los demandantes y sobre los demandados. Así, pudimos ver que 1426 de 1690 demandantes eran mujeres y de estas 973 eran solteras. Del total de demandantes una tercera parte declararon estar desempleados. La edad promedio de los demandantes se estableció en 33,5 años (solamente 1204 casos tenían información sobre la edad) y su ingreso promedio en $339,616 (solamente 1118 casos tenían información sobre los ingresos del demandante). La diferencia en los ingresos promedio de hombres y mujeres demandantes es significativa: mientras que el ingreso promedio para los hombres fue de $546,100 (174 en total), para las mujeres fue de $302,435 (928 demandantes). De los 397 demandantes que declararon no tener ningún ingreso, 370 eran mujeres. La gran mayoría de los casos buscaban la fijación de la cuota alimentaria y se resolvían por conciliación (1072 casos). A pesar de que las demandantes manifestaban tener ingresos tan bajos, las cuotas establecidas por los jueces eran también bajas: en promedio estaban cerca de 150,000 pesos, aproximadamente una cuarta parte de un salario mínimo mensual de la época. Un número significativo de casos en el sistema buscaban el pago de las cuotas usando juicios ejecutivos (alrededor de 420 casos en nuestro universo de 1690). Si a esto se suma el número de casos que existen en el sistema penal por inasistencia alimentaria se puede concluir que no sólo las cuotas son bajas, sino que no se pagan sin fricción.

Es cierto que la población que atienden los consultorios jurídicos es población pobre; por mandato de la ley 583 de 2000 en su artículo 1: “Los estudiantes adscritos a los consultorios jurídicos de las facultades de derecho, son abogados de pobres y como tales deberán verificar la capacidad económica de los usuarios.” Estos datos nos mostraron, sin embargo, que para esta población pobre el litigio de alimentos no resuelve mucho: ni es suficiente ni se paga a tiempo. Frente a la población pudiente, de otra parte, el problema tampoco parece ser que no exista suficiente conocimiento sobre cómo demandar las cuotas. El análisis de las normas existentes plantea un panorama distinto. De acuerdo con el Código Civil, los alimentos que los padres deben a los hijos deben calcularse teniendo en cuenta la necesidad de los hijos y la capacidad de los padres. El Código de Infancia y Adolescencia, por otra parte, deja claro que la necesidad de los hijos debe calcularse teniendo en cuenta los derechos de los niños y las niñas a la vida digna, a la salud, a la educación, a la recreación, a la cultura, entre otros muchos. Pero, siguiendo las reglas generales del derecho, a quien corresponde probar la capacidad del demandado y la necesidad del niño o niña a favor de quien se hace el reclamo es al demandante. La prueba implica demostrar cada gasto del niño o niña y los ingresos completos del padre o madre demandado. Lo primero puede volverse una tarea titánica: cada recibo de mercado, de compra de regalos, de medicinas, clases de refuerzo, idas a cine, debe recolectarse para dar evidencia de lo que efectivamente se gasta. Lo segundo es casi imposible; dadas las reglas de protección de datos, no es sencillo para las madres saber cuáles son los ingresos y propiedades de los padres. No hay reglas que le asignen un porcentaje del ingreso a los hijos; la mayor parte del trabajo que se realiza en Colombia es informal. Las reglas que buscan simplificar este proceso de prueba están diseñadas para la mayoría de la población y esa mayoría de la población es la población pobre. Para esos casos, el Código de Infancia y Adolescencia tiene previsto que se presume que el demandado gana un salario mínimo y que se presume que ambos padres aportan igualmente a los gastos de los hijos; y ahí tenemos lo que nos dicen los datos de los consultorios jurídicos. Para los demás casos, las mujeres tienen que contratar caros abogados que hagan la gestión y la investigación o resignarse a lo que les quieran pagar. Muchas prefieren no desgastarse. De hecho, los datos de los consultorios jurídicos muestran que, en promedio, los procesos se inician cuando los niños tienen alrededor de 8 años.

Mi conclusión en el capítulo que escribí para el libro que publicamos con estos datos es que el sistema tal y como está no le sirve a nadie: ni a los mejor situados ni a los peor situados. No les sirve a los niños y niñas, no les sirve a las mujeres. A los hombres les da la libertad de tener hijos que después abandonan sin tener que abandonar y que pueden enjaular a través de las facultades que les da la patria potestad. El problema no está en que la gente no conoce la ley ni mucho menos. El problema es que la ley favorece a los hombres que son padres y no viven con sus hijos.

La más reciente ley expedida por el Congreso de la República, ley 2097 de 2021, hace poco para resolver el problema porque su aproximación sigue siendo punitiva. Esta ley crea el registro de deudores alimentarios morosos y determina que quienes estén en el registro no podrán contratar con el Estado, no podrán ocupar cargos públicos, no podrán comprar o vender inmuebles, no podrán recibir créditos en entidades financieras y no podrán entrar o salir del país. Estas medidas parecen bastante amenazantes. Pero solamente son amenazantes para los “pudientes”, frente a quienes el principal problema no es la falta de pago sino la falta de sentencia que determine una cuota justa. De otro lado, hay que tener en cuenta que, para llegar a este punto, no solamente el demandado debe haber fallado 3 pagos, sino que el demandante se tiene que acudir a un juez a demostrar que no se pagó y esperar que el juez no encuentre que la falta de pago se debió a una “justa causa”. Será interesante ver en algunos años cuántos deudores terminan registrados allí. Creo que mis conclusiones de hace unos años siguen vigentes: no es que no se conozca la ley, ni que no se cumpla, es que la ley es mala.

Noticias Destacadas