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Columna de opinión Marc Eichmann

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La Constitución del 91 apesta, pero podría ser peor

La Constitución del 91, de la cual tanto nos ufanamos sobre su reconocimiento de los derechos de los colombianos y sus minorías, es hoy el esperpento que cohíbe el desarrollo de país.

Marc Eichmann
19 de marzo de 2024

La consecuencia más visible de la Constitución del 91 es que, punta de reconocer derechos de aquí y allá, de aquel y tal otro, para lo cual no es necesario merecerlos, sino exclusivamente existir, el gasto público pasó del 15 al 30 % del PIB. En otras palabras, creo un Estado glotón.

En países desarrollados, esta proporción de gasto público sobre el PIB tiene sentido, pero en Colombia, genera que el gasto público por habitante sea de COP 10 millones, más de lo que gana el 94 % de los hogares colombianos. Entregar tanto presupuesto al Estado, para que sea manejado por el establecimiento político, coarta el crecimiento económico e impide que los colombianos decidan en qué quieren gastar su plata.

A cambio del dinero público, los colombianos recibimos poco. Aparte de las cotizaciones que hacemos al sistema de salud y las que hacen en nuestro nombre las empresas, el Estado pone menos de un millón de pesos por colombiano para compensar los faltantes del sistema. La educación pública es muy deficiente, tanto en calidad como en cobertura, tal como lo demuestran los resultados de las pruebas Pisa, en las que Colombia ocupa el puesto 64 entre 80 países. La justicia funciona muy mediocremente cuando funciona, el país está en el 115 entre 142 en la aplicación de la justicia penal. En el ranking de seguridad y orden, el Estado nos provee con servicios desastrosos que nos califican en el lugar 129 entre 142 países.

La Constitución del 91 fue diseñada con la visión de un Estado proveedor, paternalista, que cercena los incentivos de los individuos. Su estructura de control es deficiente contra la corrupción. Y lo peor de todo: no tiene en su concepción ni siquiera una visión básica de costo beneficio: en ella todo justifica por principio, es blanco y negro, y el mundo no funciona así.

Lo peor de todo es que el beneficio que se adjudican los que apoyan la reforma del 91, un paso definitivo en pro de la igualdad, no se ha dado. Nuestro Estado sigue siendo ineficiente en controlar la desigualdad de los colombianos, lo cual es aparente al revisar el índice de Gini antes y después de la intervención estatal, que se mantiene prácticamente igual. El Estado no redistribuye el ingreso hacia los menos beneficiados, la Constitución habla de derechos, pero en la práctica no los logra.

Esa Constitución del 91, que ha tenido como resultado que la clase política se le ha montado encima al resto de la sociedad, es –a pesar de todos sus defectos– un tuerto en el país de ciegos. Bien que mal, bajo su égida, las instituciones han funcionado contra los abusos de poder de los gobernantes, sean de izquierda o derecha. Como dice el dicho popular, todo lo que va mal podría haber sido peor.

Abrir el espacio para reformar la Constitución del 91 tiene como problema que las posibilidades que hay de dar un marco más afín al desarrollo económico del país y más ajustado a lo que funciona para generar riqueza son mínimas. Como estas reformas son estudiadas y definidas en gran parte por políticos y abogados, los conceptos de eficiencia del aparato productivo, de la bondad de impulsar sectores con base a su competitividad internacional y de ajustar las remuneraciones laborales dependiendo de su desempeño en el concierto internacional son criterios que normalmente no son tenidos en cuenta.

En contraposición, el riesgo de que el estamento político, a costa del resto de la sociedad, incremente su control de la sociedad es enorme. Los proyectos de reforma del gobierno actual han estado enfocados, por encima de mejorar el día a día de los colombianos, en darle al Gobierno más control de la economía. La reforma a la salud le quita el control de los recursos a las EPS privadas para que los manejen la Adres y las gobernaciones; la pensional les quita el control de los fondos a los privados para que los asuma Colpensiones; la laboral les quita flexibilidad a los empresarios a costa del Ministerio del Trabajo; eso sin considerar las reformas tributarias enfocadas a quitarle dinero al ciudadano de a pie para que lo maneje el Estado.

Argentina, por medio de Javier Milei, finalmente reaccionó en contra de la concentración de poder y recursos por parte de la clase política. Está reduciendo gastos innecesarios en la nómina pública y desapareció las bolsas de dinero público víctimas de la corrupción política. Ojalá entendamos en Colombia los peligros de abrir esa puerta.

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