
Opinión
Las viejas costumbres políticas vs. la era digital
Las campañas políticas, para lograr sus objetivos, actualmente están echando mano de la principal herramienta de comunicación masiva que invadió al mundo.
Mucho antes de la pandemia, escribí un artículo sobre la digitalización de la justicia, en el que afirmaba que los millones y millones de pesos destinados a ese menester eran perdidos; en la Dirección Ejecutiva de Administración Judicial se gastaron presupuestos enteros y jamás avanzaron, por lo que propuse en varios escenarios que bastaba un correo electrónico asignado a cada juzgado promiscuo, municipal, de circuito, tribunal o Corte, en cada despacho judicial, en cada fiscalía, en cada procuraduría, para lograr ese objetivo de conectar al ciudadano y a los abogados litigantes con la Rama Judicial.
Llegó la pandemia y la única manera que encontró el gobierno de turno fue acudir a un correo electrónico para que la justicia no se paralizara, con lo cual, los usuarios y abogados asistíamos a las distintas diligencias judiciales para que los conflictos cotidianos fueran resueltos por un juez. En muchas jurisdicciones, a la fecha y por fortuna, se continúa con esa práctica que nos favorece a todos.
Ahora, en precampaña electoral me surge la siguiente pregunta: ¿será que la era digital, las redes sociales, la virtualidad y las nuevas tecnologías suplirán al tamal, a la teja, a los 50 o 100 mil o 250 mil pesos que pagan ciertos políticos para lograr el voto ciudadano?
Hay regiones donde la gente, sin sonrojarse, dice: “A mí me traen los pesitos y yo pongo 20 votos, de lo contrario, que ni se aparezcan por acá”. Esa es una dimensión de nuestra deteriorada cultura y ejercicio de los derechos políticos ciudadanos.
Otra dimensión consiste en la promesa que un candidato les puede hacer a los líderes comunales y políticos para que estos tengan bajo su égida grupos de 500, 2.000, 3.000, etc., por los que cobran ciertas cantidades de dinero transportadas en tulas, o para un cargo local o regional en el que ponen un representante del grupo y este saca en los cuatro años siguientes el costo de cada voto de sus sufragantes, con lo cual, los líderes adquieren poder.
Esta es la realidad de la política que debe proscribirse tajantemente de nuestra costumbre electoral, porque si no se hace, nuestra democracia se debilita.
Solamente miremos hacia las diversas manifestaciones realizadas por el Gobierno en las que los asistentes terminan confesando que acudieron porque les pagaron. Esa es la más perversa expresión de la democracia, del poder del pueblo, del constituyente primario.
También existe el ciudadano y el líder que se compromete con un candidato únicamente porque se convence de las propuestas, del discurso, del mensaje que expresa un cambio real al desgobierno, a la destrucción de las instituciones, a la desobediencia de los fallos judiciales, a la anarquía y la hecatombe de un país.
Las campañas políticas, para lograr sus objetivos, actualmente están echando mano de la principal herramienta de comunicación masiva que invadió al mundo. Nosotros, las personas de cierta edad, quedamos por fuera de muchos privilegios y facilidades que tienen nuestros hijos; parecemos ignorantes ante la avalancha de beneficios que día a día salen, sin contar con el manejo de la inteligencia artificial, que también trae sus consecuencias funestas.
Mientras que en mi juventud me iba todas las tardes a la biblioteca del colegio a leer los libros de la Primera y Segunda Guerra Mundial, de los zares de Rusia, de los emperadores romanos, de Julio Verne, ahora los jóvenes solamente buscan en IA y ella, su nueva mejor amiga, piensa y actúa por ellos, quienes al son de una canción de Bad Bunny esperan calladamente. Ababababububababababa. No sé si esa expresión dantesca del cantante portorriqueño va con tilde final o no.
Le están apostando hoy a que los mensajes políticos calen en la juventud y en las personas habilitadas para votar, aunque, en mi ortodoxia electoral —de la que poco sé porque me dediqué al litigio y a la opinión—, considero que los candidatos no pueden dejar pasar por alto lo que al pueblo le gusta: tocar al candidato, untarse de él, tomarse la foto, servirle una lechona hecha por la líder barrial o un tamal tolimense o santandereano o un cocido boyacense.
La mejor fórmula es la mixtura entre una y otra forma de hacer política.