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Buriticá, punta del iceberg de un gran problema nacional

Los pobladores de esas tierras necesitan el oro para vivir y no hay institucionalidad y legislación que les permitan hacerlo de manera legal y en condiciones ambientales y sociales aceptables.

León Valencia, León Valencia
30 de abril de 2016

Este sábado 23 de abril llegaron a Buriticá, un viejo y pequeño pueblo minero de Antioquia, 1.300 policías y 300 soldados. Se desplegaron por las veredas, fueron hasta la boca de las minas de oro para empezar a desalojar a más de 3.500 mineros informales, cortaron la luz para obligarlos a salir. Se decretó la ley seca. El pueblo quedó incomunicado. Nadie podía entrar o salir de allí. Nadie podía informar lo que allí pasaba. Parecía una compleja operación de guerra, dijo Rubén Darío Gómez, líder de una asociación de mineros. Era la orden de Luis Pérez, gobernador de Antioquia.

Solo el martes empezaron las noticias que dejaban ver un doloroso panorama de atropellos a miles de personas. Algunos, habitantes tradicionales del lugar y mineros consuetudinarios; otros, recién llegados tras la fiebre que despertó la entrega de títulos a la Continental Gold. A los mineros que se resistían a salir los esperaban hasta que se les agotaban las provisiones. A la hora de escribir esta columna la tensión era enorme.

No es la primera vez que se realiza este tipo de operativo, pero nunca había sido tan grande el despliegue. En noviembre de 2013 murieron dos personas y 11 más resultaron heridas, entre ellas varios policías. Se buscaba lo mismo: cerrar las minas y buscar un proceso de formalización. Muy poco se logró en estos dos años y medio. El problema siguió. Los pobladores de esas tierras necesitan el oro para vivir y no hay institucionalidad y legislación que les permita hacerlo de manera legal y en condiciones ambientales y sociales aceptables. La depredación del ambiente es tan pavorosa como las condiciones de trabajo y de vida que padecen.

No es un problema de Buriticá o de Antioquia. No. El censo nacional minero de 2011 señaló que el 63 por ciento de la minería en Colombia no es legal. Así mismo, la Agencia Nacional de Minería valora que este negocio mueve 7,2 billones de pesos. Tres veces más de lo que mueve el narcotráfico. Una buena parte de ese mercado está en manos de las bandas criminales y arrastra sangre y violencia. Precisamente, esas organizaciones se están lucrando de la extorsión a los mineros de Buriticá y tienen amenazados a los directivos y trabajadores de Continental Gold. Fue una de las razones que arguyó el gobierno para esta grave intervención.

La ilegalidad en la minería del oro es el problema mayor en las industrias extractivas, pero no es el único. También hay reclamos de todo tipo a la minería formal y legal del oro, a la explotación del carbón y también a la exploración y explotación del petróleo. Más del 60 por ciento de los conflictos sociales en lo últimos años salen de estas industrias.

La imagen de las empresas mineras sigue deteriorándose tal como lo muestra una encuesta publicada en Brújula Minera. En los municipios mineros la imagen positiva cayó de 46 por ciento en 2014 a 34 por ciento en 2016. La situación empeora con la caída en los precios, la quiebra de empresas y el crecimiento del desempleo. El cambio en el sistema general de regalías eliminó el incentivo de las regiones para aceptar emprendimientos mineros y petroleros.

El gobierno de Uribe entregó de manera irresponsable títulos mineros a diestra y siniestra y no se preocupó por adecuar la legislación y la institucionalidad a las nuevas condiciones. Todos los problemas incubados por estas decisiones están estallando de manera impresionante.

Pero ahora se presenta una gran oportunidad para que el Estado y la sociedad le pongan la cara al problema. Algunos sindicatos de la minería y la energía –la USO, Sintracarbón, Sintraelecol, Sintraisagén– han formado una mesa y están pensando en un diálogo nacional. También en empresas como AngloGold Ashanti, Isagén y Cerrejón se empieza a mover la idea; y a Germán Arce, ministro de Minas y Energía entrante, le suena el propósito. Hay más, en las negociaciones de La Habana este punto quedó entre los pendientes y en la mesa entre el gobierno y el ELN no dejará de aparecer como una necesidad.

En esta concertación no pueden estar ausentes las comunidades, las organizaciones que protegen el medioambiente y las autoridades locales y regionales. Es obligatorio incorporar a las regiones de manera que se pueda hablar de un verdadero pacto nacional y social. Pero es al gobierno nacional al que le corresponde tomar la iniciativa, no puede permitir que siga creciendo el incendio. Con represión, con acciones como las de Buriticá, solo logrará aumentar el protagonismo de la ilegalidad y la violencia.

Un acuerdo nacional podría tener cuatro objetivos: sacar la violencia y la ilegalidad del sector; reformar la legislación y la institucionalidad de cara a la sostenibilidad ambiental y social; formar un frente común contra la corrupción y por una cabal utilización de la renta minera; y, finalmente, comprometer a las empresas con un aporte especial para el posconflicto.

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