
Opinión
Metamorfosis
Un día, volamos. Volamos con la fuerza de quien ha conocido el peso del agua. Volamos sin la necesidad de demostrar nada, porque ya sabemos lo que valemos.
Cuando cerramos los ojos y pensamos en transformación, la primera idea que se nos viene a la cabeza es la de la mariposa, y ojalá la monarca de los libros de biología.
La mariposa es el símbolo fácil: un insecto que se encierra en su capullo y que, después de un tiempo prudente, sale convertida en una obra de arte. Hermosa, delicada, pero lo suficientemente fuerte como para volar desde Canadá hasta México, siempre luciendo espléndida.
En realidad, es sobrecogedora tanta perfección, como lo es entender que resulta un relato cómodo, de postal y que por eso se repite tanto. Sin embargo, la de la mariposa no es la única historia de cambio que la naturaleza tiene para contar, ni es, necesariamente, la que más se parece a la vida humana.
La libélula, por ejemplo, guarda un relato más cercano a lo que nos pasa cuando atravesamos la mediana edad. Es un relato menos famoso, menos decorativo, pero infinitamente más honesto, más humano.
La libélula no empieza su vida con una promesa de belleza inmediata. Comienza como una ninfa que vive en el fondo del agua durante meses o incluso años, en casos excepcionales hasta cinco. Ahí abajo no hay luz, no hay aplausos, no se escriben poesías, hay fango y —especialmente— supervivencia.
En ese mundo sumergido, la ninfa de libélula se alimenta de lo que encuentra, se protege de depredadores y, sobre todo, espera, pero no con pasividad: crece, aprende, se fortalece, muda su piel varias veces, se adapta a las corrientes y aprende a moverse en un entorno difícil.
Su vida no parece espectacular desde afuera, pero cada minuto en ese fondo es parte de una preparación minuciosa para algo que aún no puede imaginar.
Un día, sin anuncio previo, algo dentro de ella dice: “Es ahora”, y entonces comienza a subir. Deja atrás el lecho fangoso, busca la superficie, se aferra a un tallo, a una rama, a una roca, a una estructura firme, y es allí donde comienza el acto más radical de su existencia: se rompe, literalmente.
La piel vieja se abre y en su momento de mayor vulnerabilidad, de ella emerge un ser nuevo, con alas transparentes que parecen hechas de cristal líquido. Al principio, esas alas no sirven para volar: son blandas, húmedas, frágiles. Necesitan secarse, endurecerse y acostumbrarse al aire antes de poder levantar el vuelo, pero cuando por fin lo hacen, su vida cambia por completo.
Ya no está confinada al agua. Ahora habita el cielo, se desplaza con precisión y su cuerpo irradia una belleza que no existía antes. No es la belleza de quien siempre fue admirado, sino la de quien ha pasado por un proceso largo, profundo e invisible para la mayoría.
En la mediana edad, muchos de nosotros vivimos algo muy parecido. Creímos que la metamorfosis era cosa de la primera adolescencia: esa época de hormonas, dudas existenciales y primeras veces. En ese entonces, pensábamos que romper las reglas y experimentar era la gran transformación.
Pero eso, visto desde aquí, fue apenas un ensayo. La verdadera metamorfosis llega después. No hay calendario que lo marque ni ritual que lo anuncie. A veces, comienza con una pérdida: un trabajo, una relación, una certeza. A veces es tan solo una acumulación de silencios, de rutinas que ya no alimentan, de una sensación sorda de que algo tiene que cambiar y ahí estamos, otra vez, en el fondo del agua.
En ese fondo no hay disfraces. La luz es tenue y la verdad se refleja sin filtros. Vemos nuestras cicatrices, las del cuerpo y las del alma. Vemos los errores que no podemos deshacer, los amores que se fueron, los miedos que nos frenaron y, aunque no siempre lo admitimos, al estar ahí abajo hay un aprendizaje rudo, pero valioso: la paciencia se afina, la resistencia se fortalece, la piel se prepara para la ruptura que vendrá.
Un día, sin previo aviso, sentimos ese mismo llamado interno que sintió la libélula: “Es ahora”. Comenzamos a subir, a buscar aire. A veces lo hacemos con elegancia; otras, con torpeza, pero subimos.
Nos aferramos a lo que nos da estabilidad y empezamos a rompernos, y romperse duele porque es, ni más ni menos, dejar atrás una identidad que nos sirvió por años, pero que ya no encaja. Es soltar certezas, renunciar a viejas batallas, despedirnos de quien fuimos.
Lo que encontramos al otro lado no siempre es lo que esperábamos. No somos esa versión idealizada que imaginábamos a los veinte. Somos más complejos, más verdaderos. Tenemos alas, sí, pero aún no sabemos usarlas. Necesitamos tiempo para secarlas, para ganar confianza, para acostumbrarnos a una nueva forma de movernos por el mundo.
Ese tiempo de secado es cuando nuestra historia más se parece a la de la libélula. No es un instante glorioso y mucho menos definitivo, sino un proceso.
Aprendemos a sostenernos, a decir ‘no’ sin sentir culpa, a priorizar lo que nos da paz, y la belleza, finalmente, se revela en las cosas simples: un café sin prisa, una conversación honesta, un atardecer real, no el de una pantalla.
Un día, volamos. Volamos con la fuerza de quien ha conocido el peso del agua. Volamos sin la necesidad de demostrar nada, porque ya sabemos lo que valemos. Volamos con gratitud, porque entendemos que el tiempo, en el fondo, no fue pérdida, sino el laboratorio en el que se forjó nuestra capacidad de ser libres.
En la primera adolescencia, las preguntas eran urgentes: ¿quién soy?, ¿qué hago aquí?, ¿cuál es mi propósito?
En esta segunda adolescencia que es la mediana edad, las preguntas cambian de tono. Ya no nacen de la ansiedad, sino de la curiosidad. Ya no son gritos desesperados, sino diálogos internos, dulces, con perspectiva, y las respuestas no siempre son exactas, pero son nuestras.
La luz llega para recordarnos que, aunque el estanque nos formó, no estamos hechos para vivir allí siempre. Estamos hechos para explorar el aire, para ver en macro lo que antes solo veíamos en micro, para reconocer la trama completa de nuestra historia y encontrar en ella el sentido y la razón de este viaje.
Ser libélula en la mediana edad es aceptar que la belleza no está en no haber caído nunca, sino en haber aprendido a salir del agua. Es reconocer que las cicatrices no son marcas de debilidad, sino mapas de viaje. Es volar sabiendo que el viento cambia, pero que también nosotros podemos cambiar de rumbo y así, con el sol iluminando nuestras alas, entendemos que no hay un destino único ni un momento perfecto para transformarse.
Hay, además, una certeza: que cada etapa, incluso la más oscura, tiene sentido. Que vivir es moverse, adaptarse, romperse y volver a armarse. Que, como la libélula, hemos aprendido a habitar el mundo que nos ha correspondido y a encontrar en él las razones para seguir adelante. Que la mediana edad no es una obligación de cambio, pero para quien la abraza es una oportunidad inmensa, y que el resultado puede ser tan luminoso como esas alas recién desplegadas.
Cruzando nuevos aires, uno empieza a notar los detalles que antes pasaban inadvertidos. La forma en la que el viento anuncia que cambiará de dirección, el sonido que hacen las hojas, el olor de la tierra después de la lluvia.
Esos pequeños milagros o infiernos cotidianos que parecen irrelevantes o que llegan a desgastarnos hasta que aprendemos a mirarlos con los ojos de la transformación, que antes —ocupados en sobrevivir o en cumplir— apenas si registrábamos.
No todo es perfecto en este nuevo espacio. Hay corrientes que desestabilizan, tormentas que obligan a aterrizar antes de tiempo, momentos en los que regresa el cansancio, pero aquí está la diferencia, ahora todo esto es, simplemente, parte natural de los ciclos, porque batir las alas con ímpetu no es huir, es moverse sabiendo que cada dirección tiene un propósito, que cada giro es una elección y que, aunque el horizonte sea amplio, la belleza también está en las pausas.
Me ha dolido inmensamente dejar la piel que tuve, he llorado noches enteras sin poder reconocer eso que era y a lo que por costumbre y por seguridad me he aferrado desmedidamente. He temblado ante la sola idea de comenzar a conocerme en este ahora y de no saber cómo soltar lo que quedó atrás…
Se me ha vuelto la vida la metáfora de la libélula y el alma mía, el lago y el cielo. Estoy aquí para confiar en que el viento me sostiene y que en ese recorrido puedo, a conciencia, aceptarme, amarme, celebrarme y volar.