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Negar lo evidente

En Colombia, el negacionismo es más rastrero, más político y menos académico. Está asociado a los partidos y ha hecho su transición a los ciudadanos con menos formación a través de los medios de comunicación como voceros del establecimiento.

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
3 de enero de 2019

Siempre he escuchado decir que el sentido común es el menos común de los sentidos. Y según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, DRAE, “evidente” es aquello que es “cierto, claro, patente y sin la menor duda”. De manera que negar lo evidente es, pues, negar lo obvio, lo común, aquello que no necesita explicarse porque se explica solo. La negación de un hecho es siempre la negación de la verdad o, por lo menos, una parte de la historia. Según el informe escrito por el general Carlos Cortés Vargas, firmante del decreto número cuatro que declaró ilegal la huelga de las bananeras de 1928, y que dejó como resultado varios centenares de muertos que para algunos historiadores alcanzó los tres mil, los trabajadores caídos aquella tarde decembrina en Ciénaga, Magdalena, no superaban los nueve y tres no estaban relacionado con los disparos en la mítica plaza.

Noventa años después, una senadora aseguró en una entrevista que aquel hecho había sido solo una fabulación de los escritores de izquierda, haciendo clara alusión al nobel de literatura García Márquez, pero, sobre todo, a aquellos historiadores como Archila Neira cuyos textos sobre este acontecimiento han recibido el respaldo de académicos, historiadores, periodistas y prestigiosas universidades del continente. El negacionismo ha sido siempre una estrategia política. Paul Rassinier (1906-1967) publicó en 1951 Las mentiras de Ulises, un libro en el que acomoda datos y tergiversa otros para concluir luego que el holocausto judío fue solo una fabulación histórica con la que se buscó satanizar a Alemania. Y Austin App, un reconocido profesor universitario, creó en 1978 un centro de estudios en California cuyo único propósito es negar lo que el mundo conoce como el holocausto nazi.

En Colombia, el negacionismo es más rastrero, más político y menos académico. Está asociado a los partidos y ha hecho su transición a los ciudadanos con menos formación a través de los medios de comunicación como voceros del establecimiento. No podemos negar, por ejemplo, que las guerrilleras en Colombia aportaron su grano de arena a la violencia que ha vivido el país en las últimas seis décadas. No podemos negar que su surgimiento fue el resultado del trato horroroso del Estado para con sus campesinos y su gente menos favorecida. Decir entonces que estamos jodido por culpa de la guerrillera es una afirmación sin sustento histórico ni argumentativo, pues, hasta dónde los registros de los hechos nos informan, a lo largo de dos siglos de República el país no ha tenido un solo gobierno de izquierda o un exguerrillero de presidente, como sí lo tuvieron Uruguay y Brasil, para citar solo dos casos.

En Cien años de soledad, la novela que le da una nueva mirada al acontecimiento de sangre más comentado y estudiado de la historia nacional, la negación del hecho se constituye en una pandemia. José Arcadio Segundo, único sobreviviente de la histórica masacre de la plaza de Macondo, salta del tren en movimiento que lleva los más tres mil cadáveres para ser lanzados al mar y en cada casa a la que se acerca la negación de la matanza se hace evidente. “Aquí no hubo muertos”, le respondían en cada oportunidad.

Entre 1928 y 1963, la guerrilla como la conocemos hoy era solo una fabulación de los gobiernos conservadores más radicales, tiempo durante el cual fueron asesinados un poco más de 300 mil colombianos. Las Farc, el grupo subversivo más viejo del continente, solo surgió un año más tarde, en 1964, cuando, después del asesinato de Guadalupe Salcedo por agentes del Estado, Manuel Marulanda tomó la decisión de combatir el fuego con el fuego.

Por las 300 mil muertes (incluyendo las tres mil que se le atribuyen a la histórica matanza) ningún funcionario del Estado (ni militares ni alcaldes) pagó un solo día de cárcel. Solo entre abril del 1948 y 1964, año en que nacen las Farc, 250 mil colombianos habían perdido la vida por causas políticas. De manera que negar estos hechos, o por lo menos su magnitud, es intentar borrar la historia como se borra un tablero: con un pañito húmedo. Negar que la matanza de campesinos en el Valle del Cauca, o el despojo por la fuerza de sus tierras, tiene que ver con la enorme productividad agrícola que se da en esa región del país, es como intentar tapar la luz del sol con un dedo. La senadora del Centro Democrático, Paloma Valencia, ha dicho muchas veces (como su colega Cabal) que su oposición a la Ley de Restitución de Tierras tiene que ver con la defensa de los compradores de “buena fe”. Es decir, con aquellos que, después de la expulsión de sus dueños legítimos, iban con unos pesos en el bolsillo y compraban enormes extensiones de terrenos a precio de huevo.

Negar lo evidente, como en este caso, no es solo un acto de ceguera, sino de intereses políticos y económicos. Pero, sobre todo, de injusticia para con aquellos que, con documentos en mano, no han podido recuperar lo que por ley les pertenece.

POSDATA: Que un presidente en ejercicio le dé gracias a los gringos ( y no a los venezolanos) por ayudar a la independencia de Colombia, no deja de ser una tremenda metedura de patas y un desconocimiento atroz de nuestra historia.  

En Twitter: @joaquinroblesza

Email: robleszabala@gmail.com

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