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Espada de doble filo

La tutela es un poderoso instrumento de protección de los derechos fundamentales; infortunadamente ha generado inseguridad jurídica, cuestionables decisiones y desorden institucional. Conviene plantear reformas prudentes.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
26 de abril de 2018

La acción de tutela es un elemento central de nuestra Carta política que sirve para proteger los derechos fundamentales cuando se vean amenazados por las autoridades o por particulares que cumplan funciones públicas. Sus antecedentes remotos se encuentran en el medioevo español y, en nuestro continente, en la Constitución de Yucatán de 1841. Desde su instauración goza de amplio respaldo ciudadano. En la actualidad, casi el 30% de los procesos judiciales son tutelas. A través suyo se han resuelto muchos agravios que, con frecuencia, obedecen a desidia estatal y a problemas de mala atención en la seguridad social. Preservar la tutela tiene que ser el punto de partida de cualquier debate, reformándola en todo aquello que la experiencia haga aconsejable.

La celeridad en la resolución de los amparos es importante, pero también lo es la calidad de los fallos. Mal pueden estos tenerla si ellos tienen que ser proferidos en el término improrrogable de 10 días. De ordinario, el juez decide sin que el demandado pueda defenderse, una violación del debido proceso paradójicamente inducida por la regulación. Algún grado de flexibilidad habría que conceder a los jueces.

Una lectura estricta de la Constitución permite pensar que los derechos fundamentales protegidos mediante tutela son los contenidos en un capítulo suyo que así los denomina, entre ellos la vida, la libertad, la igualdad, la movilidad, la intimidad, etc. La Corte nunca acogió ese criterio; siempre ha considerado tutelables los derechos sociales que se encuentran en otro apartado. Esa discusión está superada, aunque convendría establecer una diferencia esencial en función de si ellos han sido o no desarrollados por el legislador.

En el primer caso, el juez de tutela no debería de apartarse de las normas vigentes, salvo que mediante un razonamiento cuidadoso justifique su determinación sobre la base de que la ley aplicable es contraria a la Carta. Sin embargo, con frecuencia la Corte pasa por encima de leyes vigentes, un irrespeto inadmisible por la obra del Congreso. Esta reiterada conducta es una de las fuentes más importantes de la inseguridad jurídica que padece Colombia.

Un ejemplo típico de esta situación es el reconocimiento de pensiones de retiro bajo condiciones ad hoc fijadas por los jueces, las cuales, por la vía de la obligatoriedad de la jurisprudencia, van configurando un nuevo sistema carente de reglas claras y estables. Los resultados han sido catastróficos: las crecientes restricciones a la oferta de rentas vitalicias, que es el mecanismo para proteger a muchos pensionados de los riesgos de extra longevidad y de tasa de interés, los priva de una valiosa protección.  (Dejo constancia de que trabajo para la industria aseguradora). Lo mismo pasa con la salud. La proliferación de tutelas impide que se tenga un plan de atención predeterminado, lo cual, de modo inexorable, conduce a que sea imposible estimar con antelación el costo del sistema. Muchas son las causas de la crisis financiera, de la congestión, de la acumulación de cuentas no cubiertas entre diferentes actores. Pero, sin duda, la “tutelitis” es una de ellas.

En la segunda hipótesis, que ocurre cuando no existe normativa proveniente del Congreso, es claro que la oferta de bienestar que comporta la Constitución no es todavía realizable, probablemente por razones fiscales. La tutela en tales casos no es factible. Por ejemplo, como el derecho a la vivienda digna carece de desarrollo legal, aunque existan programas gubernamentales para proveerla, nadie puede pretender por la vía judicial que, como no tiene vivienda o estima indigna la que habita, es deber del Estado resolver su carencia. Lo mismo cabe decir de la cultura y la recreación cuya condición de bienes públicos es aún embrionaria. Por este aspecto los jueces se han mantenido, como debe ser, al margen.

De otro lado, la tutela no puede ser usada para proteger derechos políticos abstractos o difusos. Por ejemplo, para evitar la destitución de funcionarios públicos o para para interferir en el funcionamiento del Congreso. La “tutelatón” petrista y las tutelas auspiciadas por el Gobierno con relación a las curules que llamaron para las “víctimas” fueron abusivas.

He comentado en esta columna dos tutelas gravísimas. Las que convierten a los ríos Atrato y Amazonas en sujetos de derechos que pueden ser tutelados por los jueces. Esos y otros ríos, páramos, playas, bosques, pantanos, etc., bajo la revolucionaria jurisprudencia de las altas cortes, terminarán interponiendo acciones de tutela por todo el territorio nacional, y lo harán representados por quien quiera dedicarse a ese oficio, incluso por motivos altruistas. El caos institucional resultante sería un golpe demoledor para el medio ambiente y el desarrollo de la infraestructura.

El principio de sostenibilidad fiscal, que obliga a todos los órganos del Estado, incluidas las altas cortes, a considerar los efectos de sus fallos en las finanzas públicas, por tecnicismos que omito no se aplica a cabalidad. Una eventual reforma tendría que ocuparse de este asunto.

Briznas poéticas. Siempre la belleza, aún en medio de la carencia atroz: “Pero al niño ciego le dicen ésta es la lluvia/ y él la acepta en el dorso de la mano/ y le dices éste es el azulejo/ y él pasa suavemente las yemas por el cuello corvo/ Lluvia, azulejo: nombres/ para las perplejidades del niño/ ciego”. Escrito por José Manuel Arango quien hasta su muerte enseñó en mi Universidad de Antioquia.

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