Margarita Ortega Columna Semana

Opinión

Re… cablear

Margarita Ortega
5 de octubre de 2025

Hay días en los que las profundidades del alma parecen jugar a las escondidas con nosotros. Creemos conocernos, reconocernos, sabernos de memoria y, de repente, la vida nos recuerda que nunca nos dieron manual, que lo que funcionaba a los treinta ya no sirve a los cincuenta, que lo que creíamos eterno en los cuarenta se vuelve relativo en los sesenta, que las expectativas son solo eso y que, sobre todo, hay mucho por aprender.

La mediana edad es, sin duda, ese pasillo extraño en el que todo retumba: lo que dejamos atrás, lo que todavía no alcanzamos y en ese eco se instala la paradoja más grande de nuestra existencia: seguir adelante con la partitura de siempre o reescribir la sinfonía entera.

La esencia sigue ahí, a pesar de todas las podas cerebrales, de todos los duelos y las emociones descritas como un pasado que ya no nos define…

El papel está lleno de tachaduras, pero, al final, somos la misma tinta. El cuerpo cambia, la piel cambia y, sin embargo, lo que somos se mantiene.

Ahora —spoiler—, si pretendemos usar los estándares de la treintena para sostener la vida a los sesenta, el fracaso será garantizado. Es como querer que la fachada de un edificio resista con una mano de pintura, cuando por dentro se caen las escaleras, hay moho y las ventanas piden ser abiertas para recibir un nuevo aire.

Renovar esa fachada no es maquillaje, es supervivencia. Es abrir las puertas a emociones que no habíamos conocido, a reflexiones que llegan con la calma o con la urgencia de la experiencia, con esa incomprensión de uno mismo que, no vamos a negarlo, también pesa, pero sobre todo con la certeza de que vivir en paz es dejar de hacer la guerra con uno y para eso no se necesitan señales, se requiere coraje, porque cuando no entendemos qué nos pasa, cuando el presente no resulta como lo soñamos, cuando el mundo no nos mira como antes, cuando nos sentimos estancados en hoyos de insatisfacción, corremos el riesgo de convertirnos en caricaturas de lo que fuimos: seres resentidos, necesitados de atención, adultos berrinchudos haciéndole pataleta a la vida.

Lo he mirado en la distancia, doy fe y resulta increíblemente triste ver a alguien vivir los últimos capítulos de una historia luminosa con la rabia atorada en la garganta. La vejez asusta, por supuesto. Nadie se levanta aplaudiendo las arrugas nuevas, ni el dolor del día, pero quizás lo que más aterra, por lo menos en lo personal, no es solo la percepción de cómo el cuerpo comienza, poco a poco, a despedirse de la vida, sino cómo las ideas, literalmente, se oxidan.

Ese anquilosamiento que reduce la posibilidad de reinventarnos, a pesar y por encima de la plasticidad cerebral, que nos condiciona a una limitada esfera del conocimiento; ergo del ser, asusta porque, aunque todos tendremos un final, existe, eso sí, un principio de quietud mental y emocional completamente contrario al significado mismo de la vida que por definición no es estática y que podría, por qué no, compararse con una coreografía que cambia de ritmo, de pasos, de pareja o de grupo de baile.

Envejecer, entonces, es un arte, como el baile. Es aprender a danzar sobre la cuerda floja que une al cuerpo, la mente y el alma, esa tríada que define lo que somos.

La juventud nos da la gracia de creer que podemos con todo; la madurez, la sabiduría de entender que no. La vejez, si la asumimos con consciencia, debería ser la etapa más honesta: la que nos enfrenta con la pregunta esencial de todas las preguntas: ¿quién soy yo sin lo que el mundo espera de mí? Y a la muerte tendríamos que aprender a aceptarla para celebrar la vida todos los días.

El truco entonces es que no somos, vamos siendo. No somos una estatua de bronce a la que hay que sacudirle el polvo cada tanto; somos barro que se sigue moldeando, que siempre puede reinventar su forma.

El problema es que muchas veces nos dejamos atrapar por esa obstinación de exigir que todo vuelva a ser como antes y en ese lugar oscuro no hay movimiento, no hay vida, solo repetición.

La única salida posible es la transformación real y esa, definitivamente, llega con la aceptación y la coherencia, que no es perfección, es solo alineación, porque no hay nada más desgastante que vivir con el alma desconectada del cuerpo y con la mente en piloto automático.

La coherencia es el lujo verdadero en el tránsito de la mediana edad: es decir lo que pensamos, vivir lo que sentimos, dejar de hipotecar los días en compromisos que no nos representan, ser honestos con nosotros mismos, aunque esa honestidad incomode a otros, saber decir no, ir primero en la lista, saber decir sí desde la propia verdad, saber vivir el silencio y la maravillosa solitud, quedarse, solamente, donde te tratan con amor y generosidad, negarse a las migajas, ponernos límites para poder entender hasta dónde es que pueden llegar los demás en su paso por nuestro camino, reflexionar conscientemente, hacer el viaje interior… porque la vida no se trata de complacer, sino de disfrutar y reaprender todo lo que alguna vez conocimos: se entiende, se siente, se saborea, se escucha, se huele, se ríe, se observa, nos contradecimos, se ve, se hace todo otra vez, pero con el aprendizaje, con la experiencia de lo vivido. ¡Qué generoso es el destino!

No, nos podemos dar el permiso de morir en vida, de quedarnos petrificados en una versión que ya no nos sirve. Renovarnos no es un lujo, es un deber con nosotros mismos. El movimiento es la única fidelidad posible y la incertidumbre es el fuego que mantiene encendida la hoguera de la existencia.

Entonces, ¿qué nos queda? Nos queda la tarea más grande: vivir en conexión. Conexión interna, conexión con la realidad, incluso cuando no nos gusta. Conexión con el presente, porque el presente es la herramienta que tenemos para seguir adelante, porque lo que hay es lo que hay y, aunque suene brutal, sinceramente, es liberador.

Lo que hay es lo que hay y con eso hay que construir y, si lo que hay no alcanza, pues toca reinventar el modo en que lo usamos. No podemos pasarnos los años haciendo duelo por lo que ya no somos. El duelo sirve para despedirse, pero no puede instalarse en nuestras vidas. Si dejamos de llorar por lo perdido, podremos ver lo que todavía tenemos y, sin exagerar, es mucho.

Así que, para moverse, generalmente hay que incomodarse, es hora de acariciar esa perspectiva, porque no hay decisión más costosa que la que no se toma; entonces, es momento de incomodarnos diariamente para re… cablear el edificio, hacerle mantenimiento a todo el interior, limpiar la fachada y abrazar los cimientos que siguen allí para que el conserje, con toda esta verdadera revolución, sea, finalmente, muy feliz.

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