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Si mi hija fuera política

La mandé para el colegio con un paquete de brownies con mermelada, para que repartiera durante la jornada.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
28 de septiembre de 2019

No resultó una semana sencilla porque mi hija menor se lanzó como candidata a la personería de la primaria, y desde los años noventa no sentía de un modo tan intenso una campaña, ni la vivía con tanta pasión:

—Vamos a ganar como sea, ¡volveremos al poder! –le advertí exaltado, mientras rodaba una lágrima emocionada por mi mejilla izquierda, en honor a mi tío Ernesto.

—Y si no, no importa —suavizó ella— porque Diego, el otro niño que se lanza, tiene ideas muy buenas…

—¡Hay que polarizar el salón, ofrecer galletas! —seguí de largo, sin escucharla. ¡Van a saber que hemos vuelto!

No lo decía en vano. En mis cálculos sopesaba que cualquier escenario resulta útil para escalar en el mundo de lo público, y si mi hija conseguía ser la personera de la primaria, a lo mejor podría convertirse posteriormente en una destacada líder estudiantil, una niña política, la Greta Thunberg de Bogotá, para delirio de María Fernanda Cabal, que la llamaría “niña patética” mientras mi pecho se inflamaba de orgullo.

—¿Y qué propuestas piensas llevar? —le pregunté.

—Tengo varias: que los dos cursos nos unamos para sembrar árboles…

—Interesante, pero necesitamos un golpe de opinión…

—Y que el colegio organice un día del emprendimiento, en que podamos vender cosas para ayudar a una obra social. ¡Ah!, y que mejoren la comida de la tienda, sobre todo las empanadas.

Me conmovió su ingenuidad: le faltó plantear la creación del viceministerio de creatividad, dentro de otras inocuas propuestas a las que evidentemente les faltaba carne: como a las empanadas de la tienda. A ese ritmo, la pobre hacía méritos, por mucho, para trabajar en el gobierno de la equidad, como reemplazo de Pachito Miranda: un desperdicio para una niña de sus quilates.

La mandé para el colegio con un paquete de brownies con mermelada, para que repartiera durante la jornada

—Debes proponer ideas más audaces —me permití corregirla. ¡Inspírate en los líderes colombianos! Propón 250.000 cupos universitarios y después miras cómo los pagas; descargas eléctricas para los niños que reincidan en faltas disciplinarias. ¡Estudia, vaga!

—¿Descargas eléctricas? —preguntó atónita.

—Divide el salón entre los que te apoyan y los que no te apoyan, —le ordené—; convoca una marcha para protestar contra los precios de la tienda, di que el tal Iván…

—Se llama Diego…

—Eso, el tal Diego, es una marioneta del rector: ¡haz que la gente salga a votar berraca!

La mandé a jugar a la calle mientras yo redactaba un programa de gobierno que nos permitiera regresar al poder y convertirnos en un clan: como don Fuad y sus hijos, los Char, dentro de los que destaca Alejandro, a quien podríamos llamar con el sobrenombre de Reco, por su gusto por la rumba: Reco Char.

Con el ánimo de empujar a mi chiquita a la brava, como César Gaviria con Simón, me inspiré en dirigentes colombianos de diversa índole, y redacté en un brochure su hoja de vida como candidata: dije que ya ostentaba el título de bachiller, como Ernesto Macías; escribí que ya se había graduado de los Andes, para repetir la mentira de Gabriel Santos, el hijo de Pachito (he ahí otro clan), e incluso agregué que había cursado el mismo doctorado de Peñalosa en París.

Y, como propuesta central, e inspirado en Gustavo Petro, el pedagogo humano, ofrecí que, en adelante, las clases se dictaran en contenedores y no en salones: al final da lo mismo, como el propio Gus lo señaló: ¿o acaso lo que importa de los mil jardines que le dejó a Bogotá es el material con que fueron hechos —el material de sus sueños, ni más ni menos— y no los miles y miles de niños humanos que hoy en día estudian en ellos? De mi propia cosecha agregué servir las empanadas de la tienda también con tenedores. Y mejorarlas con carne.

Qué mala educación la de este país. El Esmad incendia a bombazos a los estudiantes. Hollman Morris se graduó con ribete de unos cursos que no daban créditos. Y Paloma Valencia declaró que trabajar con Uribe equivale a tomar varios doctorados, aunque nunca precisó en qué: ¿en abucheos?, ¿en equitación?, ¿en derechos humanos?

Con semejante contexto, suponía que lograr la elección de mi hija sería como la enseñanza que cursa actualmente: elemental.

La mandé para el colegio con un paquete de brownies con mermelada, para que repartiera durante la jornada, y fotocopias con sus propuestas de gobierno a las que a última hora agregué a mano que no haría fracking: fue mi última jugadita.

—Después dices que sí o de lo contrario el dólar sube a cinco mil: no te afanes.

Caminé en círculos durante todo el día. A duras penas almorcé. Pero cuando la niña regresó a la casa, me dijo que al final no solo no se había presentado, sino que había votado por el tal Diego, maldita marioneta. Y de ese modo se desvanecieron mis sueños de revancha.

¡Qué depresión! Nuestra Greta Thunberg seguirá siendo Miguelito Uribe, el niño político, el niño viejo. Aquella noche dormí menos horas que Reco en el Carnaval de Barranquilla. Y al día siguiente me compré dos empanadas en la tienda del colegio, y me las comí con tenedores.

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