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Un vaso de agua para... Martuchis

Pensé en rociar con agua algunas hectáreas de coca, para comprobar su punto.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
11 de mayo de 2019

Cuando mi señora llegó a la casa, terminaba de tomarme el vaso de agua número 87 y sentía que la vejiga me iba a explotar.

–¿Qué pasa? –se sorprendió al verme–: ¿por qué pareces embarazado?

–Me he tomado 87 vasos de agua y debo llegar a 500 –le respondí.

–¿Te embobaste? –me preguntó con su acostumbrada impaciencia conyugal.

–Nada de eso –le dije–: a los 500 miro si el agua enferma como el glifosato: me faltan apenas 403…

–Serían 413 –me corrigió–. Ni siquiera sabes restar…

Podía tener razón: mis conocimientos matemáticos son tan lamentables que podrían nombrarme presidente del Senado. Pero ni sus comentarios desobligantes, ni mi evidente hinchazón abdominal (y los ruidos de ultratumba que comenzaba a producir) podían menoscabar mi tarea.

Tarea que más parecía una gesta, o una ingesta, según se vea, y que surgió en el mismo momento en que escuché las declaraciones de Marta Lucía Ramírez en que, por defender el uso del glifosato, terminó diciendo que 500 vasos de agua también podían enfermar.

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A lo largo de mi miserable vida de humorista colombiano, he creído en Martuchis como en nadie: he celebrado como pocos su capacidad de síntesis; su manera de autoproclamarse vicepresidenta interina de Venezuela desde Colombia; su vocación, en fin, para hacer de cada fotografía un meme.

No podía abandonarla, entonces, a su suerte, en medio de las burlas que desató su frase. Primero pensé rociar con agua algunas hectáreas de coca, para comprobar su punto; pero me decanté por constatar en carne propia que tenía razón.

500 vasos son 500 vasos, prácticamente uno por cada metida de pata del Gobierno. Sin duda se trataba de un experimento que podía llevarme a la muerte.

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Pero poco me preocupaba encontrarme en el más allá con Simón Bolívar, José Galat o las medidas anticorrupción. Al final, la vida no tiene sentido, y en eso se parece al Plan de Desarrollo de Iván Duque. Y morir es una forma de descansar de la asfixiante realidad nacional, fatídica y absurda como ninguna. Miren este ejemplo: después de su admirable defensa a la paz, Roy Barreras es mi nuevo héroe político. ¿Es eso justo? ¿Cómo puede el país llevarme a eso? Mi vida laboral ha consistido, en síntesis, en burlarme de él, de su destreza poética, de su talante de camaleón, para convertirme ahora en el primer roycista de la república, si es que así nos llamamos los militantes de su causa: roycistas o royceros o royistas. O aun royas.

Pero a eso me ha conducido este país imposible en que un senador que se hace llamar Manguito vive dando papaya; el profesor de la Universidad Nacional Fabián Sanabria desea que al fiscal general le dé cáncer. Y el embajador en la OEA Alejandro Ordóñez afirma que los desarrapados y tristes migrantes venezolanos en realidad son agentes encubiertos que propagan el chavismo. Lo más triste es que, en medio del desgobierno, ni el canciller ni el presidente fueron capaces de pedirle la renuncia, apenas la rectificación; y de forma insólita Martucha los desautorizó y salió en defensa de su general de cuatro soles, como lo llamó, porque así es ella: defiende a Ordóñez, defiende el glifosato, y cree que ambas cosas pueden ser tan letales como tomarse 500 vasos de agua.

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Digo entonces que si fallecía en el intento de demostrar que Martalú estaba en lo cierto, moriría tranquilo, y así se lo hice saber a mi mujer:

–Si he de morir –imprequé con voz de mártir– bien ha valido la pena hacerlo por esta causa…

–¡Cuál morir! –me regañó–: por mucho te da cistitis… Más bien limpia, que se te está regando todo.

–Es mi vaso 218.

Me faltaban centenas todavía, pero era optimista: veía el vaso medio lleno, mejor dicho. La abrumadora cantidad de agua me produjo dolor de cabeza, o hidrocefalia, pero empecinado y resuelto, como nací, engullí uno tras otro vasos suficientes como para que me doliera el ídem.

Padecí una incontinencia apenas comparable con la de Alejandro Ordóñez cuando ofrece declaraciones, pero no pasó a mayores: después de ingerir la última gota pude constatar que el agua no me produjo cáncer, aquella enfermedad gris y seca que puede causar el glifosato cuando se asperja, o una maldición del profesor Sanabria cuando es pronunciada.

No me broté. No se me resecó la piel. Y me atrevo a decir que, aunque lo parecía (porque me hinchaba y retenía líquidos como nunca) no estaba embarazado; pero, de estarlo, no se habría malformado el feto, como puede suceder con el glifosato.

La única manera de que los vasos de agua tengan el poder letal de ese químico tenebroso es que se trate de agua saborizada de las que beben los testigos de Odebrecht, o provengan de los bonos de agua del ministro Carrasquilla. (En cambio, leí estudios según los cuales el glifosato podía causar verborrea y trastornos serios que llevan, incluso, a llamar “mi presidente” a Donald Trump).

Esa noche mi mujer casi no me recibe en la cama. Al final lo hizo, y me pidió subirle un vaso de agua para la mesita de noche. Lo hice para ganar puntos: para que algún día se entregue a mí y me llame “mi general de cuatro soles”.

*#UnVasoDeAguaPara

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